— ¿A qué viene ese tono? — preguntó Fritz con voz gélida —. ¿No será mejor que nos vayamos?
— ¿Habéis traído algo de comer? — preguntó Andrei.
— ¿De comer? — repitió Fritz la pregunta con un movimiento enigmático de la mandíbula inferior —. Pues… cómo decirte… — Y miró a Otto con expresión interrogante: éste, a su vez, sonrió avergonzado y se sacó del bolsillo de los pantalones una botella plana que le tendió a Andrei como si fuera un pase, con la etiqueta hacia arriba.
— Está bien… — dijo Andrei, ablandándose, y cogió la botella —. Pero, muchachos, tened en cuenta que no hay nada de comer. ¿No tendréis al menos un poco de dinero?
— ¿Y al menos nos dejarás que acabemos de entrar? — inquirió Fritz, que había vuelto la cabeza de lado levemente, con la oreja hacia la puerta, y escuchaba con atención las carcajadas femeninas que salían del comedor.
— ¡Dinero! — dijo Andrei, dejándolos entraren el vestíbulo —. ¡El dinero sobre la mesa!
— Ni siquiera aquí podemos evitar el pago de indemnizaciones de guerra, Otto — dijo Fritz, abriendo su monedero —. ¡Ahí tienes! — Metió varios billetes en la mano de Andrei —. Dale un cesto a Otto, dile qué hay que comprar y que vaya.
— Esperad un momento — dijo Andrei, y los condujo al comedor.
Mientras los tacones entrechocaban, se inclinaban cabelleras bien peinadas y se escuchaban piropos más bien bastos, Andrei llevó a Izya a un lado y, sin explicarle nada, le registró los bolsillos, cosa de la que su amigo ni siquiera pareció darse cuenta. Se limitó a tratar de quitarlo del camino para poder terminar la historia que estaba contando. Después de reunir todo lo que pudo hallar, Andrei se apartó y se puso a contar el monto de la indemnización recaudada. No era ni tanto ni tan poco. Miró a su alrededor. Selma seguía sentada sobre la mesa, moviendo las piernas. Su melancolía se había esfumado y parecía alegre. Fritz le encendía un cigarrillo. Izya se disponía a contar una nueva historia, entre risitas y exclamaciones. Otto, ruborizado, se sentía inseguro de sus modales en presencia de la chica, movía constantemente sus grandes orejas y permanecía de pie en medio de la habitación, en posición de firmes.
Andrei lo agarró por la manga y tiró de él hacia la cocina.
— Ven, no te echarán de menos.
Otto no se resistió, al parecer hasta sintió satisfacción. Al llegar a la cocina, se puso a trabajar de inmediato. Le quitó a Andrei la cesta para las verduras, la sacudió sobre el cubo de la basura (cosa que nunca se le hubiera ocurrido a Andrei), con rapidez y precisión cubrió el fondo con periódicos viejos, y encontró enseguida una bolsa de malla que Andrei había perdido el mes anterior.
— Quizá encuentre salsa de tomate… — dijo metiendo en la bolsa un tarro vacío que aclaró previamente, además de algunos periódicos viejos, por si acaso —. Vas y no tienen con qué envolver…
Todos los actos de Andrei se redujeron a pasar el dinero de un bolsillo a otro, a dar cortos paseítos impacientes, y a proferir exclamaciones tales como: «Vaya, ya está bien… Sí, vamos… ¿Vamos ya?».
— ¿Tú también vienes? — dijo Otto encantado, listo para salir.
— Sí, ¿por qué?
— Yo solo me basto.
— ¿Por qué solo? Entre los dos terminaremos antes. Tú te vas al mostrador, yo voy haciendo la cola para pagar…
— Tienes razón — dijo Otto —. Claro. Por supuesto.
Salieron por la puerta de servicio y bajaron por la escalera trasera. Por el camino espantaron a un babuino, que salió disparado por la ventana con tal celeridad que temieron por su vida, pero nada, estaba allí colgando de la escalera de incendios y enseñando los colmillos.
— Podríamos darle las mondas — dijo Andrei, pensativo —. En casa tengo mondas para una manada entera.
— ¿Voy a buscarlas? — propuso Otto con presteza.
— Más tarde — dijo, después de mirarlo, y siguió adelante. La escalera comenzaba a oler mal. En general, nunca había olido bien, pero había aparecido un nuevo hedor, y al bajar otro piso, descubrió la causa.
— Van tendrá que trabajar un poco más — dijo Andrei —. En este momento, lo peor es trabajar de conserje. ¿De qué trabajas ahora?
— De viceministro — respondió Otto, sin entusiasmo —. Llevo tres días en el cargo.
— ¿De qué ministerio? — se interesó Andrei.
— Del de formación profesional.
— ¿Es duro?
— No entiendo nada — dijo Otto, con tristeza —. Muchísimos papeles, informes, resoluciones, plantillas, presupuestos… Y allí nadie se entera. Todos andan corriendo de un lado para otro, todos preguntan… Espera, ¿adonde vas? — A la tienda.
— No. Vamos a la de Hofstatter. Es más barata, y como es alemán…
Fueron a la de Hofstatter, que en la esquina de la calle Mayor y la calle de la Antigua Persia tenía un establecimiento, mezcla de tienda de verduras y de ultramarinos. Andrei había estado allí un par de veces y se había marchado con las manos vacías. Había poco donde escoger y al parecer el propio Hofstatter elegía a sus clientes.
La tienda estaba vacía, y en los estantes se veían filas interminables de latas idénticas, que contenían rábano picante rosado. Andrei fue el primero en entrar.
— Voy a cerrar — dijo Hofstatter levantando su rostro abotagado y pálido de la caja.
Pero en ese mismo momento entró Otto, enganchando la cesta en el picaporte, y el rostro hinchado y pálido del tendero se iluminó con una sonrisa. El cierre de la tienda quedó pospuesto, claro. Otto y Hofstatter se perdieron en las entrañas del establecimiento, y al instante se oyó el sonido de cajas que se desplazaban, patatas que eran echadas en la cesta, tarros de vidrio que se iban llenando y voces que hablaban en murmullos.
Andrei echó una mirada a su alrededor. Sí, el comercio privado del señor Hofstatter ofrecía un espectáculo deplorable. La balanza, como era de esperar, no había pasado el control preceptivo, y la higiene era menos que satisfactoria.
«Por cierto, eso no es asunto mío — pensó Andrei —. Cuando todo funcione correctamente, los tíos como Hofstatter desaparecerán. Se puede decir que en el momento actual están ya a punto de desaparecer. En todo caso, no pueden dar servicio a todos. Qué buen camuflaje, ha puesto latas de rábano picante por todos lados. Habría que mandarle a Kensi. Nacionalista de mierda, vaya mercado negro que ha armado aquí. Sólo para alemanes.»
— ¡El dinero! — dijo Otto, en un susurro, saliendo de la trastienda.
Presuroso, Andrei le entregó un bulto de billetes arrugados. Otto, con no menos prisa, sacó varios billetes del montón, le devolvió el resto a Andrei y se perdió de nuevo en la trastienda. Un minuto después apareció tras el mostrador con la bolsa de malla y la cesta en las manos, ambas llenas a rebosar. A sus espaldas apareció el rostro de Hofstatter, semejante a una luna llena. Otto sudaba y no dejaba de sonreír.
— Vengan por aquí, jóvenes — repetía Hofstatter, bonachón —, vengan, me encanta ver alemanes auténticos… Me saludan en especial al señor Geiger… Para la semana que viene, me han prometido traer un poco de carne de cerdo. Díganle al señor Geiger que le reservaré tres kilos…
— Sin falta, señor Hofstatter — respondió Otto —. Y no olvide, por favor, hacerle llegar nuestros respetos a Elsa, en nombre de todos, y en especial del señor Geiger…
Hablaban a dúo, y aquel zumbido prosiguió hasta la misma puerta, donde Andrei le quitó de las manos a Otto la bolsa de malla, llena de zanahorias hermosas y limpias, remolachas firmes y cebollas blancas: entre ellas asomaba el cuello de una botella cerrada con un tapón, y encima, saliendo a través de la malla, había apio, acelgas, cilantro y perejil.