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Una lámpara polvorienta se encendió en el techo. La luz era pobre, como en un callejón de las afueras. Andrei se volvió y examinó el grupo con la mirada.

Todo estaba muy bien. En el extremo de la mesa, sobre un alto taburete de cocina, se sentaba, bamboleándose ligeramente. Yuri Konstantinovich Davidov, que media hora antes y para siempre se había convertido en el tío Yura para Andrei. Entre los labios muy apretados del tío Yura humeaba un enorme cigarrillo que acababa de liarse, mientras sostenía en la mano un vaso de cristal tallado, rebosante de aguardiente de primera destilación, y pasaba su dedo índice reseco por delante de la nariz de Izya Katzman, sentado junto a él, que ya se había quitado la corbata y la chaqueta. En la barbilla y en la pechera de su camisa se veían claramente las huellas de la salsa de carne.

A la derecha del tío Yura estaba Van, en silencio, y tenía frente a sí el plato más pequeño, con un mínimo de comida, y el tenedor más torcido. Para beber aguardiente, había escogido una copa con el borde roto. Tenía la cabeza metida totalmente entre los hombros, y el rostro apuntando hacia arriba, con los ojos cerrados y una sonrisa. Disfrutaba de la tranquilidad.

Kensi, ruborizado, mirando con rapidez a un lado y a otro, comía col agria y muy animado le contaba algo a Otto, que combatía heroicamente contra las ganas de dormir.

— ¡Sí, claro! — replicaba Otto cada vez que lograba una victoria sobre el sueño —. ¡Por supuesto!

Selma Nagel, la ramera sueca, era toda una belleza. Estaba sentada en un sillón, con las piernas por encima del brazo acolchado, y esas piernas rutilantes quedaban precisamente a la altura del pecho del valiente suboficial Fritz, de manera que los ojos de éste echaban llamaradas, y debido a la excitación, tenía el rostro cubierto de manchas rojas. Se inclinó hacia Selma con el vaso lleno, intentando todo el tiempo hacer un brindis con ella por la eterna amistad, pero Selma lo espantaba con su copa, se reía, hacía oscilar las piernas y, de vez en cuando, retiraba la garra peluda de Fritz de sus rodillas.

El único lugar vacío, al otro lado de la mesa frente a Selma, era la silla de Andrei, y también el asiento reservado para Donald permanecía tristemente desierto.

«Lástima que Donald no haya venido — pensó Andrei —. ¡No importa! ¡Resistiremos, soportaremos también esto! Hemos tenido que enfrentarnos a cosas peores…»

Las ideas se le enredaban hasta cierto punto, pero su estado de ánimo general era impetuoso, con una pizca de tragedia. Volvió a su sitio y agarró un vaso.

— ¡Un brindis! — gritó.

— ¡Oh, sí! — replicó Otto, el único que le prestó atención, sacudiendo la cabeza como un caballo atormentado por los tábanos —. ¡Oh, sí!

— Vine aquí porque tenía fe — decía en voz alta el tío Yura, sin dejar que Izya, con su risa constante, retirara su dedo reseco de debajo de la nariz —. Y tuve fe porque no había nada más en lo que se pudiera creer. El hombre ruso debe creer en algo, ¿verdad, hermanito? Si uno no cree en nada, lo único que le queda es el vodka. Hasta para amar a una mujer hay que creer. Hay que creer en uno mismo; sin fe, hermano, no se puede ni siquiera echar un buen polvo…

— Es verdad, es verdad — respondió Izya —. Si a un judío le quitas la fe en Dios, y a un ruso la fe en el padrecito zar, vaya usted a saber en qué se convierten…

— No, aguarda. Los judíos son otra cosa.

— Lo fundamental, Otto, es que no se esfuerce — decía Kensi en esos momentos, mientras masticaba con gusto la col —. De todos modos, no hay ninguna formación, y no puede haberla. Piénselo usted mismo, qué falta hace la formación profesional en una ciudad en la que todo el mundo cambia de oficio a cada rato.

— ¡Claro que sí! — respondía Otto, despertándose durante un segundo —. Eso mismo le dije al señor ministro.

— ¿Y qué le contestó? — Kensi agarró un vaso de aguardiente y bebió varios sorbos pequeños, como si fuera té.

— El señor ministro dijo que era una idea muy interesante. Me sugirió que le preparara un informe. — Otto sorbió por la nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas —. Pero en lugar de eso me fui a visitar a Elsa.

— Y cuando tuve los tanques a dos metros de distancia — seguía contando Fritz, mientras derramaba aguardiente sobre las piernas de Selma — lo recordé todo. No lo creerá. Fraulein: me pasó por delante toda mi vida. ¡Pero soy un soldado! Con el nombre del Führer…

— ¡Su Führer murió hace tiempo! — le decía Selma, llorando de risa —. Incineraron a su Führer…

— ¡Fraulein! — pronunció Fritz, sacando la mandíbula con gesto amenazador —. ¡El Führer vive en el corazón de cada alemán auténtico! ¡El Führer vivirá por los siglos de los siglos![1] Usted es aufraulein, y me entenderá: cuando el tanque ruso… a tres metros de distancia… yo, con el nombre del Führer…

— ¡Me tienes harto con ese Führer tuyo! — le gritó Andrei —. ¡Muchachos! ¡No seáis canallas, oíd el brindis!

— ¿Un brindis? — se dio cuenta de repente el tío Yura —. ¡Dale! ¡Suéltalo, Andrei!

— ¡Porladamquestaquí! — disparó Otto, apartando de sí a Kensi.

— ¡Cierra el pico! — le chilló Andrei —. Izya, deja de enseñar los dientes. ¡Estoy hablando en serio! ¡Kensi, vete al diablo! Muchachos, considero que debemos beber… ya lo hemos hecho, pero fue como al tuntún, y esto hay que hacerlo con seriedad, con fundamento; bebamos por nuestro Experimento, por nuestra noble causa y, en especial…

— ¡Por el camarada Stalin, inspirador de todas nuestras victorias! — soltó Izya en un alarido.

— No… — Andrei perdió el hilo —. Escuchad… — balbuceó —. ¿Por qué me interrumpes? Claro que también por Stalin… Vaya, se me ha ido del todo… ¡Quería que bebiéramos por la amistad, imbécil!

— ¡No importa, Andrei! — repuso el tío Yura —. Es un buen brindis, hay que beber por el Experimento y también por la amistad. Caballeros, tomad los vasos, bebamos por la amistad y por que todo vaya bien.

— ¡Pues yo bebo por Stalin! — dijo Selma, terca —. Y por Mao Zedong. ¿Me oyes, Mao Zedong? Bebo por ti — le gritó a Van.

El conserje se estremeció, y con una sonrisa lastimera agarró un vaso y bebió.

— ¿Zedong? — preguntó Fritz, amenazante —. ¿Y quién es ése?

Andrei dejó vacío el vaso de un trago y, algo aturdido, se puso a pinchar la comida con el tenedor. Todas las voces le llegaban como de la habitación vecina. Stalin… Sí, claro. Alguna relación debía existir…

«¿Y por qué no se me ocurrió antes? Es un fenómeno de dimensiones cósmicas. Debe de haber alguna relación, alguna interconexión. Digamos, por ejemplo: elegir entre el éxito del Experimento y la salud del camarada Stalin… Qué debo hacer yo personalmente, como ciudadano, como combatiente… Es verdad que Katzman dice que Stalin ha muerto, pero eso no es lo esencial. Supongamos que está vivo. Y supongamos que se me plantea esa disyuntiva: el Experimento o la causa de Stalin… Tonterías, no puede plantearse de esa manera. Proseguir la causa de Stalin bajo su dirección, o llevarlo a cabo en condiciones del todo diferentes, peculiares y no previstas por ninguna teoría, así habría que plantear la cuestión…»

— ¿Y de dónde has sacado que los Preceptores son continuadores de la causa de Stalin? — de repente le llegó la voz de Izya, y Andrei se dio cuenta de que llevaba un rato hablando en voz alta.

— ¿Y qué otra causa pueden defender? — se asombró —. Sólo existe una causa sobre la tierra a la que valga la pena entregarse: ¡la construcción del comunismo! Ésa es la causa de Stalin.

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1

Se refiere a la asignatura Fundamentos del marxismo-leninismo, obligatoria a partir de secundaria y cuyo primer manual se dice fue escrito por el propio Stalin en los años treinta. (N. del T.)