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Os paseáis por la aldea, entre juegos y canciones, alborotáis mi corazón, y no dejáis que descanse…

El éxito fue total. El tío Yura continuó:

Y las chicas, bien sabéis, de qué manera os tientan, prometen, pero no dan, mentiras eternas…

En ese instante, Selma retiró las piernas del brazo del sillón y, ofendida, apartó a Fritz de un empujón.

— No os he prometido nada, vaya falta que me hacéis…

— No lo decía por nadie — dijo el tío Yura, muy turbado —. Es sólo una canción. Tú misma no me haces ninguna falta.

Para aplacar los ánimos, bebieron otra ronda. La cabeza comenzó a darle vueltas a Andrei. Se daba cuenta a duras penas de que estaba haciendo algo con el gramófono e iba a tirarlo al suelo. El gramófono terminó por caer, pero no se dañó, sino por el contrario, comenzó a sonar más alto. Después bailó con Selma, su talle era cálido y suave, y sus pechos eran inesperadamente firmes y grandes: encontrar algo de formas maravillosas bajo todo aquel montón de lana hirsuta constituía una sorpresa más que agradable. Bailaron, y él la sostuvo por el talle, y ella le tomó el rostro entre las palmas de las manos y le dijo que era un chico muy apuesto y que le gustaba mucho, y él, agradecido, le respondió que la amaba, que siempre la había amado y que ya no la dejaría separarse de él…

— Ha comenzado a hacer frío — gritó el tío Yura, dando una palmada en la mesa —, haría falta otra ronda… — Abrazó a Van, que estaba totalmente alicaído, y le propinó tres besos, al estilo ruso.

A continuación, Andrei se quedó solo en el centro de la habitación mientras Selma le tiraba bolitas de pan a Van y lo llamaba Mao Zedong. Eso hizo que a Andrei se le ocurriera cantar «Moscú-Pekín», y al instante comenzó a entonar aquella preciosa canción con emoción y entusiasmo poco comunes, y después resultó que Izya Katzman y él estaban frente a frente, con ojos muy redondos y los dedos índice apuntando al techo.

— ¡Nos escuchan! ¡Nos escuchan! — repetían cada vez más bajito, en un susurro siniestro.

Un rato después, ambos estaban apretados en el mismo sillón, y delante de ellos tenían a Kensi, sentado sobre la mesa, que agitaba los pies mientras Andrei trataba de hacerle entender que allí estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo, que allí todo trabajo daba una satisfacción especial, que se sentía perfectamente trabajando como basurero.

— ¡Soy bas… surerooo! — decía, pronunciando con dificultad.

Mientras, Izya, salpicándolo de saliva, le contaba al oído algo desagradable y ofensivo: que él, Andrei, en realidad sentía una humillación lujuriosa por trabajar de basurero, que un sujeto como él, inteligente, tan leído, tan capaz, que podía hacer otras cosas, llevaba su pesada cruz con paciencia y dignidad, a diferencia de muchos otros… Después apareció Selma y lo consoló de inmediato. Era dulce, cariñosa, hacía todo lo que él le pedía sin replicar, y de repente, en su percepción del mundo exterior surgió un abismo delicioso, absorbente, y cuando logró salir de él tenía los labios hinchados y secos. Selma dormía en su cama y él, con un gesto paternal, le bajó la falda, la cubrió con una manta, se peinó y fue al comedor, intentando caminar derecho, pero por el camino tropezó con las piernas extendidas del infeliz Otto, que dormía en una silla, en la incomodísima pose de la persona a la que han matado de un tiro en la nuca.[2]

Sobre la mesa se erguía la mismísima garrafa, y los participantes del festín estaban allí sentados, con la cabeza entre las manos, cantando al unísono, a media voz: «En la lejana estepa se helaba el cochero…», y de los pálidos ojos arios de Fritz caían grandes lágrimas. Andrei estuvo a punto de unirse al coro, pero en ese momento llamaron a la puerta. Abrió, y una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo, en refajo y con los pies desnudos metidos en unos botines, preguntó si el conserje estaba allí. Andrei despertó a Van a empujones y le hizo entender dónde se encontraba y qué querían de él.

— Gracias, Andrei — dijo el conserje tras escucharlo atentamente y desapareció, arrastrando los pies.

Los demás siguieron cantando la canción del cochero, y el tío Yura propuso otro brindis, «para que en casa no se aflijan», pero descubrieron que Fritz dormía y eso le impedía entrechocar su vaso.

— Eso es todo — dijo el tío Yura —, quiere decir que ésta será la última…

Pero antes de que bebieran la última ronda Izya Katzman, que se había puesto inusitadamente serio, cantó en solitario una canción que Andrei no comprendió del todo, pero el tío Yura sí. Tenía un estribillo, «¡Ave, María!», y una estrofa totalmente absurda, como de otro planeta:

Desterraron al profeta a la república de Komi, y él, de cabeza, se tiró a la maleza. Y le concedieron a su lúgubre fiscal, una semana de turismo en Teberda.

Cuando Izya terminó de cantar se hizo un breve silencio. A continuación, el tío Yura dejó caer con violencia uno de sus enormes puños sobre la mesa, soltó una retahíla de tacos, agarró el vaso y se bebió el contenido sin esperar a los demás. Y Kensi, por alguna razón que sólo él conocía, con una voz muy chillona, desagradable y feroz, cantó una canción de las que entonan las tropas en la que decía que si todos los soldados japoneses se ponían a mear a la vez contra la Gran Muralla China, aparecería un arco iris sobre el desierto de Gobi: que el ejército imperial tomaría el té hoy en Londres, mañana en Moscú y pasado en Chicago: que los hijos de Yamato estaban sentados a orillas del Ganges, pescando cocodrilos con sus cañas… Después calló, intentó encender un cigarrillo, partió varias cerillas y, de repente, se puso a hablar de una chica que había sido su amiga en Okinawa. Tenía catorce años y vivía en la casa que quedaba frente a la suya. En una ocasión fue violada por unos soldados borrachos, y cuando el padre fue a poner la denuncia en la policía, acudieron los gendarmes y se los llevaron a él y a su hija, y Kensi nunca más volvió a verlos…

Cuando Van entró en el comedor, llamó a Kensi y le indicó con un gesto que se acercara: todos callaron.

— Así son las cosas… — dijo el tío Yura con pesar —. Es lo mismo: en Rusia, en Occidente, en el país de los amarillos, dondequiera es igual. El poder es arbitrario. No, hermanitos, allí no se me ha perdido nada. Es mejor aquí…

Kensi regresó, pálido y preocupado, y se puso a buscar su cinturón. Llevaba la guerrera correctamente abotonada.

— ¿Ha pasado algo? — preguntó Andrei.

— Sí — dijo Kensi con voz entrecortada, arreglándose la funda del arma —. Donald Cooper se ha pegado un tiro. Hace más o menos una hora.

SEGUNDA PARTE

Juez de instrucción

UNO

De repente, a Andrei comenzó a dolerle horriblemente la cabeza. Asqueado, aplastó la colilla en el cenicero y abrió el cajón central de la mesa para comprobar si tenía algún analgésico. Nada. Sobre varios papeles viejos reposaba una enorme pistola del ejército, por los rincones asomaba material de oficina metido en cajitas de cartón ajadas, restos de lápices, hebras de tabaco y varios cigarrillos partidos. Aquello sólo servía para que la jaqueca empeorara. Andrei volvió a cerrar el cajón, apoyó la cabeza en las manos cubriéndose los ojos, y a través del espacio entre los dedos se dedicó a mirar a Peter Block.

Peter Block, conocido también como Coxis, estaba sentado en un taburete a cierta distancia, con las manos rojizas cruzadas sobre las rodillas con aire de resignación, pestañeando con indiferencia y relamiéndose de cuando en cuando. Era obvio que no le dolía la cabeza, pero seguramente quería beber algo. Y también fumar, con toda probabilidad. A Andrei le costó trabajo apartar las manos de la cara. Se sirvió un poco de agua tibia del botellín y se bebió medio vaso sobreponiéndose a un leve espasmo. Peter Block volvió a relamerse. Sus ojos grises seguían vacíos, sin expresión. Lo único que se movía era su enorme nuez, que primero descendía mucho y después subía casi hasta el mentón dentro del pescuezo flaco y algo sucio que asomaba por el cuello abierto de la camisa.

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2

República autónoma de la Federación Rusa, con costas en el Océano Glacial Ártico. (N. del T.)