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— ¡Levántate! — rugió Fritz de nuevo.

Coxis trataba de levantarse del suelo entre jadeos y sollozos. Fritz llegó a su lado de un salto, lo agarró por el cuello de la camisa y de un tirón lo obligó a ponerse de pie. En ese momento, el rostro de Coxis estaba blanco con tonos verdosos, los ojos enloquecidos se le salían de las órbitas y sudaba copiosamente.

Andrei, con un gesto de asco, bajó la vista y se puso a buscar un cigarrillo en el paquete con dedos temblorosos. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Por una parte, los actos de Fritz eran inhumanos y viles, pero por otra parte aquel bandido cínico, aquel salteador que se burlaba descaradamente de la justicia, aquel forúnculo en el cuerpo de la sociedad no era menos inhumano y vil…

— Me parece que no estás satisfecho con el trato que recibes — decía en ese momento Fritz, con voz obsequiosa —. Creo que hasta tienes intención de quejarte. Pues mi nombre es Friedrich Geiger, el juez superior de instrucción Friedrich Geiger…

Andrei se obligó a sí mismo a levantar los ojos. Coxis estaba de pie, erguido, con el cuerpo algo echado hacia atrás, y Fritz se encontraba a su lado, con las manos en la cintura y levemente inclinado hacia el detenido.

— Puedes quejarte, conoces a mis jefes actuales. ¿Y sabes quién era mi jefe anteriormente? Cierto Reichsfuhrer de las SS, de nombre Heinrich Himmler. ¿Has oído alguna vez ese apellido? ¿Sabes dónde trabajaba yo anteriormente? ¡En una institución llamada Gestapo! ¿Y sabes por qué era yo famoso en esa institución?

Sonó el teléfono. Andrei levantó el auricular.

— Juez de instrucción Voronin al habla — dijo, entre dientes.

— Soy Martinelli — respondió una voz grave con un leve jadeo —. Venga a mi despacho, Voronin. De inmediato.

Andrei colgó el teléfono. Se daba cuenta de que le darían un buen repaso en el despacho del jefe, pero se alegraba de salir de su despacho en ese momento, de irse lo más lejos posible de los ojos dementes de Coxis, de la feroz quijada de Fritz, de la densa atmósfera de la mazmorra. Por qué había tenido que mencionar la Gestapo… a Himmler…

— El jefe me convoca a su despacho — dijo, con una voz extraña y chirriante, abrió maquinalmente el cajón y se guardó la pistola en la cartuchera, según el reglamento.

— Suerte — replicó Fritz, sin volverse —. Yo me quedo aquí.

Andrei caminó hacia la puerta acelerando el paso y salió al pasillo como una bala. Bajo los arcos sombríos había un silencio fresco y perfumado. Sobre un largo banco de madera, custodiados por un alguacil de mirada severa, estaban sentados, inmóviles, varios individuos desastrados de sexo masculino. Andrei pasó por delante de una serie de puertas cerradas que daban a las salas de interrogatorio, dejó atrás el descansillo de la escalera donde varios jueces de instrucción jovencitos, de la última leva, fumaban emboquillados y se contaban mutuamente sus casos, subió al tercer piso y llamó a la puerta del despacho del jefe.

Martinelli tenía una expresión sombría. Sus gruesos cachetes colgaban, sus escasos dientes asomaban amenazantes, respiraba por la boca con dificultad y miraba a Andrei de reojo.

— Siéntese — gruñó.

Andrei se sentó, se puso las manos sobre las rodillas y clavó la vista en la ventana, protegida por una reja. Al otro lado del cristal había una oscuridad impenetrable. Eran alrededor de las once de la noche, pensó. Cuánto tiempo había perdido con ese canalla…

— ¿Cuántos casos lleva? — preguntó el jefe.

— Ocho.

— ¿Cuántos tiene la intención de cerrar al término del trimestre?

— Uno.

— Muy mal. — Andrei permaneció en silencio —. Trabaja mal, Voronin. ¡Muy mal! — dijo el jefe, jadeando. Sufría debido a la falta de aire.

— Lo sé — dijo Andrei, sumiso —. No acabo de cogerle el tranquillo.

— ¡Ya es hora! — el jefe levantó la voz, hasta llegar casi a un ronco silbido —. Con el tiempo que lleva trabajando aquí y únicamente ha cerrado tres tristes casos. No está cumpliendo con su deber ante el Experimento, Voronin. Y eso que tiene de quién aprender, a quién preguntar. Fíjese, por ejemplo, en cómo trabaja ese amigo suyo, le hablo de… eh… quiero decir, Friedrich… eh… Tiene sus defectos, claro está, pero usted no tiene por qué copiar sus defectos. Puede aprender de sus virtudes, Voronin. Ambos llegaron juntos aquí, y él ya ha cerrado once casos.

— Yo no puedo trabajar así — dijo Andrei, con aire lúgubre.

— Aprenda. Hay que aprender. Todos aprendemos. Ese… Friedrich tampoco vino aquí después de terminar los cursos de jurisprudencia, y trabaja, bastante bien, por cierto. Ya es juez superior de instrucción. Existe la opinión de que ha llegado el momento de nombrarlo vicejefe del sector de delitos comunes… Sí. Pero no estamos satisfechos con usted, Voronin. Por ejemplo, ¿cómo avanza el caso del Edificio?

— De ninguna manera — dijo Andrei —. Eso no es un caso, es un absurdo, puro misticismo…

— ¿Cómo algo puede ser místico si hay declaraciones de testigos? Hay víctimas. ¡Desaparece gente, Voronin!

— No entiendo cómo se puede instruir un caso que se basa en leyendas y rumores — dijo Andrei con expresión sombría.

El jefe tosió, tenso, con un sonido sibilante.

— Hay que mover las neuronas, Voronin. Rumores, leyendas, es verdad. Un aura de misticismo, es verdad. ¿Y para qué? ¿Quién se beneficia? ¿De dónde parten los rumores? ¿Quién los genera? ¿Quién los difunde? ¿Con qué objetivo? Y, lo fundamental, ¿adonde va a parar la gente? ¿Me ha entendido, Voronin?

— Lo entiendo, jefe — dijo Andrei, haciendo acopio de valor —. Pero no estoy a la altura de ese caso. Prefiero ocuparme sólo de delitos comunes. La ciudad está llena de delincuentes…

— ¡Y yo prefiero cultivar tomates! — dijo el jefe —. Adoro los tomates, pero aquí no se consiguen a ningún precio. Usted está trabajando, Voronin, y a nadie le importa cuáles son sus preferencias: le han asignado el caso del Edificio: tenga la bondad de investigarlo. Ya veo que no sabe hacerlo. En otras circunstancias, no le hubiera asignado ese caso. Pero en las actuales, se lo asigno. ¿Por qué? Porque usted es uno de los nuestros, Voronin. Porque usted no está aquí de paso, sino en el combate. Porque no vino aquí por egoísmo, sino en aras del Experimento. No hay mucha gente así, Voronin. Y por eso, ahora voy a contarle algo que un funcionario de su nivel no tiene por qué saber.

El jefe se recostó en el asiento y permaneció callado unos momentos, con una mueca en la cara mientras su pecho seguía silbando.

— Combatimos con gángsters, delincuentes y bribones, eso lo sabe todo el mundo, es algo necesario. Pero ellos no constituyen el peligro número uno, Voronin. En primer lugar, aquí existe un fenómeno de la naturaleza llamado Anticiudad. ¿Lo ha oído mentar? No, no lo ha oído. Y eso es correcto. No debía haberlo oído. ¡Y que nadie vaya a oírlo de sus labios! Es un secreto oficial con mayúsculas. Anticiudad. Hay informes de que hacia el norte existen algunos asentamientos, uno, dos, varios, no se sabe. Pero ellos lo saben todo de nosotros. Es probable que se trate de una invasión. Muy peligroso. El fin de nuestra ciudad. El fin del Experimento. Hay espionaje, intentos de sabotaje, maniobras diversivas, difusión de rumores para desmoralizar y crear el pánico. ¿Entiende la situación, Voronin? Veo que sí. Otra cosa. Aquí mismo, en la ciudad, junto a nosotros, entre nosotros, viven personas que no han venido en aras del Experimento, sino por otros motivos más o menos basados en la codicia. Nihilistas, gente que está en un exilio interior, elementos descreídos, anarquistas… Entre ellos hay pocos elementos activos, pero hasta los pasivos son peligrosos. La subversión moral, la negación de los ideales, los intentos de azuzar a un estrato de la población contra otro, el escepticismo destructivo. Un ejemplo: alguien a quien usted conoce, un tal Katzman…