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Andrei tomó una cuartilla en blanco y comenzó a esbozar, palabra por palabra, punto por punto, un borrador de plan de acción. Al rato, tenía un proyecto bastante sencillo.

Tarea principaclass="underline" detectar las fuentes de los rumores, arrestar a esas fuentes y descubrir el centro que las dirige. Medios fundamentales: repetir interrogatorios de todos los testigos que hubieran declarado antes estando sobrios: detección, mediante cadena de informantes, de las personas que aseguraban haber estado dentro del Edificio, y su interrogatorio: esclarecimiento de posibles vínculos entre esas personas y los testigos. Tomar en consideración: a) informes de los agentes; b) faltas de coincidencia en las declaraciones…

Andrei mordió el lápiz, miró la lámpara con ojos entornados y recordó otra cosa: ponerse en contacto con Petrov. El tal Petrov le había agotado la paciencia a Andrei en cierto momento. Su mujer había desaparecido, y por alguna razón él había decidido que el Edificio Rojo se la había tragado. Desde aquel momento había abandonado su trabajo y se había dedicado a la búsqueda del Edificio Rojo: había enviado innumerables notas a la fiscalía, que eran remitidas indefectiblemente al departamento de instrucción e iban a parar a manos de Andrei; trotaba de noche por toda la ciudad; había sido detenido en varias ocasiones por sospechas de comportamiento indecoroso; se resistía a la autoridad, por lo que había sido condenado a diez días de arresto, salía y de nuevo se dedicaba a su pesquisa.

Andrei le mandó una citación, así como a otros dos testigos, se las entregó al agente de guardia con la orden de entregarlas de inmediato, y fue en busca de Chachua. Se trataba de un caucasiano enorme y muy gordo, casi sin frente pero con una nariz gigantesca. Estaba en su despacho, durmiendo en un diván, rodeado de gruesas carpetas de casos. Andrei lo despertó empujándolo levemente.

— ¡Eh! — dijo Chachua, despertándose —. ¿Qué pasa?

— No pasa nada — dijo Andrei, molesto; ya no soportaba aquel relajamiento de la disciplina —. Dame el caso de las Estrellas Fugaces.

Chachua se sentó, su rostro se iluminó de alegría.

— ¿Lo vas a asumir? — preguntó, moviendo su nariz fenomenal como una fiera.

— No te alegres tanto — dijo Andrei —. Sólo quiero echarle un vistazo.

— Dime, ¿para qué quieres echarle un vistazo? — comenzó a decir Chachua con ardor —. ¡Hazte cargo totalmente de ese caso! Eres joven, guapo y enérgico, el jefe siempre te pone de ejemplo ante los demás. Seguro que lo esclarecerás enseguida. ¡Trepas a la Pared Amarilla y lo aclaras de inmediato! ¿Qué te cuesta? Andrei clavó la mirada en aquella nariz: enorme, torcida, con una red de venas púrpura en el puente, con vellos negros y duros que asomaban en mechones por los agujeros. Tenía una vida independiente de Chachua, y era obvio que no quería saber nada de los líos del juez de instrucción. Aquella nariz quería que todos a su alrededor bebieran el suave vino de Kajetia en copas grandes, comieran jugosas brochetas y verduras crujientes, que bailaran a la caucasiana, agarrándose con los dedos los bordes de las mangas y dando gritos de ánimo y aliento. Quería perderse entre cabellos rubios perfumados y planear sobre senos abundantes y desnudos… Quería muchas cosas aquella grandiosa nariz, hedonista y llena de vida, y sus numerosos deseos se reflejaban abiertamente en sus movimientos independientes, en sus cambios de color y en los diversos sonidos que emitían…

— Y cuando cierres este caso — decía Chachua, poniendo los ojos en blanco —, ¡oh, Dios mío! ¡Qué famoso vas a ser! ¡Cuántos honores! ¿Crees que si Chachua pudiera trepar a la Pared Amarilla te propondría que te ocuparas de este caso? ¡Por nada del mundo! ¡Este caso es como una mina de oro! Pero sólo te lo propongo a ti. Muchos han venido y me lo han pedido. No, pensé. Ninguno de vosotros podríais con él. Sólo Voronin sería capaz, pensé.

— Está bien, está bien — dijo Andrei, con desencanto —. Apaga esa máquina de hablar. Dame la carpeta. No tengo tiempo de cantar a dúo contigo.

Sin dejar de hablar, de quejarse y jactarse, Chachua se levantó con haraganería, se encaminó a la caja fuerte arrastrando los pies por el suelo lleno de basura y se puso a buscar los papeles del caso. Andrei contemplaba sus hombros anchísimos y gruesos, y pensaba que Chachua era, con toda seguridad, uno de los mejores jueces de instrucción en el departamento; sencillamente era un investigador brillante, tenía el mayor índice de casos cerrados, pero no había logrado aclarar nada en el caso de las Estrellas Fugaces: nadie había logrado aclarar nada, ni Chachua, ni su predecesor, ni el predecesor del predecesor…

Chachua sacó un montón de carpetas hinchadas y manoseadas, y leyeron juntos las últimas páginas. Andrei anotó cuidadosamente en una hoja suelta los nombres y direcciones de los dos que habían sido reconocidos, así como los escasos rasgos distintivos de algunas de las víctimas no identificadas que pudieron ser detectados.

— ¡Qué caso! — exclamaba Chachua, chasqueando la lengua —. ¡Once cadáveres! Y tú no quieres encargarte. No, Voronin, no tienes idea de dónde está tu futuro. Vosotros, los rusos, siempre fuisteis idiotas, en el otro mundo y en éste… ¿Y para qué lo quieres? — preguntó, con repentino interés.

Andrei le explicó sus intenciones de la forma más coherente que fue capaz. Chachua captó enseguida la esencia, pero no manifestó particular entusiasmo.

— Inténtalo, inténtalo — dijo, con desánimo —. Lo dudo. ¿Qué es tu Edificio y qué es mi Pared? El Edificio es un invento, pero ahí tienes la Pared a un kilómetro de aquí. No, Voronin, no podremos esclarecer este caso. — Pero cuando Andrei estaba ya junto a la puerta. Chachua le espetó —: Bueno, pero si hay algo, dímelo enseguida.

— Por supuesto — dijo Andrei.

— Escucha — dijo Chachua, frunciendo la gruesa frente y moviendo la nariz en señal de concentración; Andrei se detuvo un momento y lo miró, expectante —. Hace tiempo que quería preguntarte una cosa… — Su rostro se puso serio —. Oye, en el año diecisiete, vosotros tuvisteis unos motines en Petrogrado. ¿Cómo terminó todo aquello, eh?

Andrei hizo un ademán despectivo y salió tirando la puerta, seguido por las carcajadas retumbantes del caucasiano, que se divertía hasta más no poder. Chachua había vuelto a pescarlo con aquella broma tonta. Daban deseos de no volverle a hablar nunca más.

En el pasillo, frente a su despacho, le aguardaba una sorpresa. Un hombre envuelto en un grueso abrigo, con un miedo de muerte, los pelos de punta y los ojos enrojecidos, estaba sentado en un banco. El agente de guardia se levantó de un salto de detrás de la mesita con el teléfono.

— El testigo Eino Saari ha sido traído a su presencia de acuerdo a su citación, señor juez de instrucción — gritó, con aire marcial.

— ¿De qué citación me habla? — Andrei, perplejo, levantó los ojos y lo miró.

— Si usted mismo… — dijo, ofendido, el agente de guardia, también perplejo —. Hace media hora… Me entregó las citaciones, me ordenó que los trajera de inmediato…

— Dios mío — dijo Andrei —. ¡Las citaciones! Le ordené entregar las citaciones de inmediato, demonios. Son para mañana, a las diez. — Miró a Eino Saari, que sonreía débilmente, y las tiritas blancas de sus calzoncillos que asomaban por la cintura de sus pantalones; a continuación, volvió a clavar la mirada en el agente de guardia —. ¿Y ahora traerán a los demás? — le preguntó.

— Exactamente — respondió el agente en tono sombrío —. Hice lo que me ordenaron.

— Haré un informe sobre su comportamiento — dijo Andrei, conteniéndose a duras penas —. Tendrá que patrullar en la calle, levantar a los locos de los bancos al amanecer, y va a llorar lágrimas de sangre. Bueno, qué se le va a hacer — pronunció, mirando a Saari —. Ya que está aquí, pase.