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Le señaló el taburete a Eino Saari, se sentó detrás de la mesa y echó un vistazo al reloj. Pasaban de las doce de la noche. La esperanza de dormir unas cuantas horas antes del duro día que le esperaba se habían evaporado.

— Bien, veamos — masculló suspirando, abrió el expediente del Edificio, hojeó un gigantesco montón de declaraciones, informes, órdenes y peritajes, buscó las cuartillas que contenían el testimonio anterior de Saari (cuarenta y tres años, saxofonista del segundo teatro de la ciudad, divorciado) y las leyó rápidamente —. Bien — repitió —. Necesito precisar algo con respecto al testimonio que dio a la policía hace un mes.

— Sí, por favor — dijo Saari, con una inclinación obsequiosa, y mantuvo el abrigo cerrado apretándolo contra el pecho con una mano, en un gesto que tenía algo de femenino.

— Usted declaró que a las veintitrés horas, cuarenta y ocho minutos del ocho de setiembre del presente año vio a su conocida, Ela Stremberg, entrar en el denominado Edificio Rojo, que en aquel momento se encontraba en la calle de los Papagayos, en el espacio entre la tienda de alimentos número ciento quince y la farmacia de Strom. ¿Se ratifica en su declaración?

— Sí, sí, me ratifico. Todo fue exactamente así. Pero, en lo relativo a la fecha… Ya no recuerdo la fecha exacta, ha pasado más de un mes…

— Eso no tiene importancia — dijo Andrei —. En aquel momento usted se acordaba, y coincide con otros testimonios. Ahora, tengo que pedirle algo: vuelva a describirme ese Edificio Rojo con todo detalle…

Saari inclinó la cabeza a un lado y reflexionó durante unos momentos.

— Era así — dijo —: Tres pisos. De ladrillos viejos, color rojo oscuro, como un cuartel. ¿Se da cuenta? Las ventanas eran estrechas y altas. En la planta baja, todas estaban cubiertas con lechada, y como recuerdo ahora, no estaban iluminadas… — Volvió a meditar unos instantes —. ¿Sabe? según recuerdo allí no había ni una ventana iluminada. Ah, y… la entrada. Escalones de piedra, dos o tres… Una puerta muy pesada, con un picaporte antiguo, de cobre, cincelado. Ela agarró el picaporte y tiró de la puerta hacia sí con mucho esfuerzo. No vi el número de la casa, ni siquiera recuerdo si tenía número… En una palabra, su aspecto era el de un viejo edificio administrativo, como de finales del siglo pasado.

— Aja — dijo Andrei —. Y, dígame, ¿ha pasado con frecuencia por esa calle de los Papagayos?

— Fue la primera vez. Y la última. Vivo bastante lejos de allí, casi nunca voy por esos sitios, pero en esta ocasión me había ofrecido para acompañar a Ela. Tuvimos una fiestecita, y yo… intentaba conquistarla, así que me decidí a acompañarla. Por el camino tuvimos una conversación muy agradable, y después me dijo, de repente: «Es hora de despedirnos», me besó en la mejilla y antes de que pudiera darme cuenta, ella entró en el edificio. Reconozco que, en aquel momento, pensé que vivía allí…

— Está claro — dijo Andrei —. ¿Bebieron en la fiesta?

— No, señor juez de instrucción — dijo Saari, abatido, dándose una palmada con ambas manos en las rodillas —. Ni una gota. Yo no puedo beber, los médicos no me lo permiten.

Andrei asintió compasivo con la cabeza.

— ¿Y no se acuerda usted casualmente si ese edificio tenía chimeneas?

— Sí, me acuerdo, por supuesto. Debo decirle que el aspecto de ese edificio es un reto a la imaginación, de manera que ahora mismo es como si lo tuviera delante de los ojos. Tenía un techo de tejas y tres chimeneas bastante altas. Recuerdo que por una de ellas salía humo. En ese momento pensé que aquí todavía quedan muchas casas con ese tipo de calefacción.

Había llegado el momento. Andrei colocó con cuidado el lápiz sobre las actas, se inclinó levemente hacia delante y con los ojos entrecerrados clavó una mirada fija y atenta en el rostro de Eino Saari, saxofonista.

— En su declaración hay varias incongruencias. En primer lugar, como estableció el peritaje, si usted se encontraba en la calle de los Papagayos, no podía distinguir ni la azotea, ni los tubos de la chimenea de un edificio de tres pisos. — La sorpresa hizo que la quijada de Eino Saari, saxofonista y mentiroso, quedara colgando, mientras los ojos, confusos, saltaban de un sitio a otro —. Hay más — continuó Andrei —. Como se estableció durante la instrucción, la calle de los Papagayos no cuenta con ninguna iluminación, y por eso no se entiende de qué manera, en la más absoluta oscuridad nocturna, a trescientos metros de la farola más cercana, pudo usted distinguir todos esos detalles: el color del edificio, la antigüedad de los ladrillos, el picaporte de cobre en la puerta, la forma de las ventanas y, finalmente, el humo que salía de la chimenea. Quisiera saber cómo explica usted esas incongruencias.

Durante unos momentos. Eino Saari se limitó a abrir y cerrar la boca, sin pronunciar sonido alguno. Después tragó en seco.

— No entiendo nada… — dijo —. Usted me deja perplejo. Eso no me pasó por la cabeza. — Andrei, expectante, se mantuvo en silencio —. Es verdad, cómo no se me ocurrió antes… ¡La calle de los Papagayos está totalmente a oscuras! No se ve ni siquiera la acera que uno pisa. Y la azotea… Yo estaba parado junto al edificio, delante del portal. Pero recuerdo con toda claridad la azotea, los ladrillos y el humo por la chimenea, un humo nocturno, blanco, como iluminado por la luna.

— Sí, es extraño — pronunció Andrei con voz carente de expresión.

— Y el picaporte de la puerta… De cobre, pulido por las manos de muchas personas… con figuras entrelazadas de flores y hojas. Ahora mismo lo podría dibujar, si supiera. Y a la vez, la oscuridad era total, no podía distinguir el rostro de Ela, sólo por la voz sabía que sonreía cuando… — En los ojos muy abiertos de Eino Saari apareció una idea nueva. Se llevó las manos al pecho —. ¡Señor juez de instrucción! — dijo, con voz en la que se oían notas de desesperación —. Ahora tengo mucha confusión en la cabeza, pero entiendo perfectamente que mi testimonio va contra mí mismo, que estoy dando lugar a que usted sospeche. Pero soy una persona honrada, mis padres eran gente muy religiosa, honradísima. Todo lo que le estoy diciendo ahora es la pura verdad. Así mismo fue como pasó. Lo que pasa es que antes no se me había ocurrido. Todo estaba oscuro, yo estaba parado junto al edificio, y a la vez recuerdo cada ladrillito, y veo el tejado con tanto detalle como si lo tuviera a mi lado ahora mismo… y las tres chimeneas, y el humo.

— Hum — Andrei golpeó la mesa con los dedos —. ¿Y no será que usted no lo vio personalmente? ¿No podría ser que otra persona se lo hubiera contado? ¿Había oído hablar del Edificio Rojo hasta lo que le ocurrió con la señora Stremberg?

— Nnno… lo recuerdo… — balbuceó Eino Saari, sus ojos comenzaron de nuevo a moverse sin ton ni son —. Después, cuando Ela desapareció, cuando fui a la policía… cuando se inició la búsqueda… después hubo muchas habladurías, pero antes… ¡Señor juez de instrucción! — dijo, con solemnidad —. No puedo jurar que no haya oído hablar del Edificio Rojo antes de la desaparición de Ela, pero sí puedo jurarle que no lo recuerdo.

Andrei tomó la pluma y se dedicó a escribir el acta. A la vez, hablaba con una voz intencionadamente monótona, oficial, que debía inspirar en los sospechosos una angustia sin cuento y un respeto al destino inevitable, movido por la implacable maquinaria de la justicia.

— Usted mismo debe comprender, señor Saari, que la investigación no considera satisfactoria su declaración. Ela Stremberg desapareció sin dejar huella, y la última persona que la vio fue usted, señor Saari. El Edificio Rojo, que ha descrito aquí con tanto detalle, no existe en la calle de los Papagayos. La descripción del Edificio Rojo que usted ofrece es inverosímil, ya que contradice las leyes más elementales de la física. Finalmente, como hemos podido averiguar. Ela Stremberg vivía en una zona muy alejada de la calle de los Papagayos. Por supuesto, este detalle no constituye una prueba en contra suya, pero da lugar a otro tipo de sospechas. Me veo obligado a retenerlo hasta aclarar una serie de circunstancias. Le ruego que lea el acta y la firme.