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— Perdón, un momento — musitó de inmediato Andrei, que había comprendido qué iba a ocurrir. Según las nobles reglas del juego, y con tanta celeridad que hasta le temblaron los dedos, cambió de lugar a Van con el que lo apoyaba. Entonces, el que apoyaba era Van, que había sido sustituido por Valka Soifertis, con quien Andrei había compartido pupitre durante seis años y que, de todos modos, había fallecido en 1949, durante una operación de úlcera gástrica.

Las cejas del gran adversario se alzaron lentamente, sus ojos pardos con destellos dorados se cerraron a medias en un gesto de burlona sorpresa.

Por supuesto, le parecía ridículo e incomprensible aquel acto, tanto desde el punto de vista táctico como estratégico. Continuando el movimiento de su mano, pequeña y débil, la detuvo sobre la torre, meditó unos segundos más, y a continuación sus dedos se cerraron con firmeza sobre la cabeza laqueada de la pieza, que avanzó, golpeó en silencio al peón negro, lo apartó y se colocó en su lugar. El genial estratega retiró muy despacio el peón eliminado fuera del campo, y multitud de personas con batas blancas, diligentes y concentradas, rodearon al instante la camilla en la que yacía Valka Soifertis, cuyo perfil oscuro, consumido por la enfermedad, desfiló por última vez por delante de Andrei mientras todo el grupo desaparecía por la puerta del quirófano.

Andrei miró al gran jefe de tropas blindadas y descubrió en sus ojos grises y transparentes el mismo miedo, una agotadora incomprensión idéntica a la que él mismo percibía. El militar parpadeaba constantemente, miraba al genial estratega y no lograba comprender nada. Estaba habituado a pensar en categorías de enormes concentraciones de máquinas y soldados desplazándose en el espacio, y en su ingenuidad y sencillez se había acostumbrado a considerar que todo se resolvería para siempre por sus ejércitos blindados que aplastaban sin contemplaciones tierras ajenas; por las fortalezas volantes, llenas de paracaidistas y bombas, que volaban entre las nubes sobre tierras ajenas; había hecho todo lo posible para que aquel sueño tan nítido pudiera llevarse a cabo en el momento en que fuera menester… Por supuesto, a veces se permitía dudar de que el genial estratega fuera tan genial que pudiera definir ese preciso momento, así como la dirección del avance de los blindados, pero de todos modos no lograba comprender (y no tuvo tiempo de hacerlo) cómo se le podía sacrificar a él, de tanto talento, tan incansable, tan irrepetible; cómo se podía sacrificar todo aquello que había sido creado con tanto esfuerzo, con tanto trabajo…

Andrei lo retiró rápidamente del tablero y puso a Van en su lugar. Unos hombres con gorras azules atravesaron las filas, agarraron con brutalidad al gran jefe de tropas blindadas por los hombros y los brazos, le quitaron el arma, le propinaron sonoras bofetadas en el rostro apuesto y distinguido, y lo arrastraron a una mazmorra pétrea, mientras el gran estratega se recostaba en el respaldo de la silla, entrecerraba los ojos con satisfacción y hacía girar los pulgares con las manos entrecruzadas sobre el vientre. Estaba contento. Había cambiado una torre por un peón y estaba muy contento. Y entonces Andrei comprendió que, a los ojos del estratega, todo aquello tenía un significado muy diferente: con habilidad, repentinamente, se había deshecho de la torre que le molestaba, y había recibido un peón de regalo: era así como lo concebía todo.

El gran estratega era mucho más que un estratega. Los estrategas siempre se mueven dentro de los límites de su estrategia. El gran estratega había rechazado todo límite. La estrategia era sólo un elemento infinitesimal de su juego, era algo tan casual para él como podía ser para Andrei un movimiento casual, hecho por capricho. El gran estratega había alcanzado la grandeza precisamente porque había comprendido, quizá desde su nacimiento, que quien vence no es el que juega según las reglas. Vence sólo el que, en el momento preciso, es capaz de rechazar todas las reglas, de obligar a los demás a jugar según las suyas, desconocidas para sus adversarios y, cuando sea necesario, de renunciar incluso a sus reglas. Una locura, sus piezas eran mucho más peligrosas que las piezas del adversario. ¿Quién dijo que había que defender al rey y evitar un posible jaque? Una locura, no había reyes que no pudieran ser sustituidos en un momento de necesidad por un caballo o hasta por un peón. ¿Quién dijo que un peón que lograba llegar a la última fila se transformaba obligatoriamente en una pieza? Tonterías, a veces es mucho más útil que siga siendo un peón: que permanezca al borde del abismo, como ejemplo para los demás peones…

La maldita gorra seguía deslizándose y tapándole la vista a Andrei, cada vez se le hacía más difícil seguir qué ocurría a su alrededor. Percibía, sin embargo, que el respetuoso silencio reinante en el salón había desaparecido, se oía ruido de vajilla, el sonido de muchas voces, las notas de una orquesta que afinaba sus instrumentos. Le llegaban olores de comida.

— ¡George, tengo mugcha hambgue! — decía alguien con voz chillona —. ¡Pide gue me tgaigan una copa de vino y unos tgozos de piña!

— Con su permiso — pronunció alguien junto a su oído, con cortesía impersonal, metiéndose entre Andrei y el tablero; vio unos faldones negros, unos botines laqueados, y una mano blanca con una bandeja llena pasó por encima de su cabeza. Y otra mano blanca, desconocida, dejó junto a él una copa de champán.

El genial estratega terminó de dar golpecitos con su emboquillado, de ablandarlo entre los dedos hasta el punto en que ya lo podía fumar, y lo encendió. De los agujeros de su nariz salió un humo azulado que se le enredaba en los grandes bigotes ralos.

Y, mientras tanto, la partida continuaba. Andrei se defendía, retrocedía, maniobraba, y hasta el momento había logrado que sólo perecieran los que ya estaban muertos. Se llevaron a Donald, con el corazón atravesado por un disparo, y lo colocaron sobre una mesita junto con una copa, su pistola y su nota póstuma: «Al venir, no te alegres: al irte, no te entristezcas. Dadle la pistola a Voronin. Le será útil en alguna ocasión»… Ya se habían llevado a su padre y su hermano por las escaleras cubiertas de hielo, y a la ordenada pila de cadáveres del patio se habían llevado el cuerpo de la abuela. Evguenia Romanovna, amortajado con una sábana vieja. Al padre lo habían enterrado en una tumba común, en algún rincón del cementerio de Piskariovskoie, y un operario de rostro sombrío, que ocultaba el rostro sin afeitar del viento cortante, pasó con su apisonadora una y otra vez sobre los cadáveres congelados, apisonándolos, para que cupieran más en la misma tumba. Mientras, el gran estratega liquidaba a suyos y ajenos con alegría, abundancia y malevolencia, y toda su gente elegante, con barbas cuidadas y pechos cubiertos de medallas, se pegaban tiros en la sien, saltaban por las ventanas, morían tras horribles torturas, pasaban unos por encima de los otros para transformarse en alfiles y seguían siendo peones.

Y Andrei se torturaba, tratando de entender a qué juego estaba jugando, cuál era el objetivo, cuáles eran sus reglas y con qué fin tenía lugar todo aquello. Una pregunta lo taladraba hasta lo más profundo del alma: cómo se había convertido en adversario del gran estratega, él, fiel soldado de su ejército, listo a morir por él en cualquier momento, a matar por él. No conocía otros objetivos que no fueran los de él, no creía en otros medios diferentes a los que él había señalado, no distinguía entre los designios del gran estratega y los designios del universo. Ansioso, sin percibir el sabor, bebía una copa de champán tras otra, y de repente, una visión iluminadora estalló en su cabeza. ¡Claro, él no era adversario del gran estratega! ¡Por supuesto, se trataba de eso! Era su aliado, su fiel colaborador, ¡ésa era la regla fundamental de aquel juego! No se trataba de un enfrentamiento entre adversarios, era una partida entre colaboradores, aliados, todo se desarrollaba en un sentido, nadie perdía, todos ganaban… menos aquellos, claro está, que no sobrevivieran hasta la victoria… Alguien le tocó la pierna.