— ¡Tú eres el que no me gusta! — estalló Andrei —. ¿Por qué me llenabas la cabeza de idioteces tales como que el Edificio Rojo es un mito? Tú sabías que no era un mito. Me mentiste. ¿Con qué fin?
— ¿Esto qué es, un interrogatorio?
— ¿Tú crees?
— Pues creo que te has dado un golpe muy fuerte en la cabeza. Creo que deberías lavarte la cara con agua fría y volver en ti.
— Dame la carpeta — dijo Andrei.
— ¡Vete a la mierda! — dijo Izya, levantándose. Se había puesto muy pálido.
— Vienes conmigo — ordenó Andrei poniéndose a su vez en pie.
— No pienso hacerlo — respondió Izya de forma entrecortada —. Enséñame la orden de arresto.
Entonces Andrei se llevó la mano lentamente a la funda y sacó la pistola, sintiendo que un odio frío lo invadía.
— Camine delante — ordenó.
— Imbécil… — masculló Izya —. Te has vuelto totalmente loco.
— ¡Silencio! — rugió Andrei —. ¡Andando! — Clavó el cañón del arma en el costado de Izya, y éste, obediente, comenzó a cruzar la calle. Cojeaba mucho, seguramente tendría ampollas en los pies.
— Te morirás de la vergüenza — dijo, por encima del hombro —. Cuando vuelvas en ti, te morirás de la vergüenza.
— ¡Cállese!
Se acercaron a la moto, el policía retiró la cubierta del sidecar y Andrei señaló hacia allí con el cañón de la pistola.
— Monte.
Izya montó en el sidecar con bastante dificultad. El policía subió al asiento de un salto y Andrei se sentó detrás de él, después de guardar la pistola en la funda. El motor rugió, petardeó un par de veces, la moto giró en redondo y tomó el camino de vuelta a toda velocidad, saltando en los baches. Regresaron a la fiscalía espantando a los locos que vagaban cansados y sin sentido por la calle húmeda de rocío.
Andrei intentaba no mirar a Izya, que estaba encogido en el sidecar. El primer impulso había pasado y se sentía algo violento, todo había ocurrido con demasiada prisa, muy a la carrera, de improviso, como en el cuento del oso que llevaba una liebre en un cesto sin fondo. Bien, todo se aclararía…
En el vestíbulo de la fiscalía, sin mirar a Izya, Andrei le ordenó a un agente que le tomara los datos al detenido y lo llevaran arriba después. A continuación fue a su despacho, subiendo los escalones de tres en tres.
Eran casi las cuatro de la madrugada, la hora de más ajetreo. En los pasillos, de pie junto a la pared o sentados en los bancos pulidos por innumerables traseros, había acusados y testigos, todos con el mismo aspecto desesperado y soñoliento, casi todos bostezaban, se sacudían y, aturdidos, abrían mucho los ojos.
— ¡Silencio! ¡Prohibido hablar! — gritaban de vez en cuando los agentes de guardia desde sus mesitas.
Desde los despachos de los jueces de instrucción, a través de las puertas acolchadas, se oía el golpeteo de las máquinas de escribir, voces que tartamudeaban y gemidos llorosos. Todo estaba sucio y oscuro, y el aire no circulaba. Andrei sintió debilidad y el repentino deseo de correr un momento a la cafetería y tomar algo que lo estimulara, una taza de café bien cargado o al menos un chupito de vodka. Y entonces vio a Van.
Su amigo estaba agachado y apoyado la pared, en una pose de espera paciente e interminable. Llevaba su eterna chaqueta enguatada y tenía la cabeza metida entre los hombros, de tal manera que el cuello de la prenda hacía más visibles sus orejas. Su rostro lampiño estaba tranquilo. Parecía medio dormido.
— ¿Qué haces aquí? — le preguntó Andrei, asombrado.
Van abrió los ojos, se levantó con agilidad y sonrió.
— Estoy detenido. Espero a que me llamen.
— ¿Cómo que detenido? ¿Por qué?
— Sabotaje — dijo Van muy bajito.
El gamberro corpulento que dormía a su lado, envuelto en un impermeable manchado, abrió también los ojos, mejor dicho sólo uno, porque el otro estaba semicerrado bajo unos párpados violáceos.
— ¿De qué sabotaje te acusan? — se asombró Andrei.
— Eludir el derecho al trabajo…
— Artículo ciento doce, párrafo seis — aclaró con diligencia el gorila del ojo hinchado —. Seis meses de terapia en las ciénagas, nada más.
— Cállese — le ordenó Andrei.
El gamberro volvió hacia él su ojo negro soltando una risita burlona, que hizo recordar a Andrei que él tenía un chichón en la frente, y al momento se lo palpó.
— Puedo callarme — gruñó el hombre, en tono pacífico —. ¿Por qué no callar cuando no hay que decir nada para que todo quede claro?
— ¡Prohibido conversar! — gritó, amenazante, el agente de guardia —. ¡Ése que está recostado en la pared! ¡Sepárate, mantente derecho!
— Espera — le dijo Andrei a Van —. ¿Para dónde te han citado? ¿Para este despacho? — señaló hacia la puerta del número veintidós, tratando de acordarse de quién era.
— Exactamente — dijo el tipo del ojo negro —. Nosotros, al veintidós. Ya llevamos hora y media apuntalando la pared.
— Aguarda — dijo Andrei y empujó la puerta.
Tras la mesa se encontraba Heinrich Rumer, investigador de la fiscalía y guardaespaldas personal de Friedrich Geiger, boxeador de peso medio y antiguo corredor de apuestas en Munich.
— ¿Puedo pasar? — preguntó Andrei, pero Rumer no le respondió.
Estaba muy ocupado. Dibujaba algo en una enorme hoja de papel, inclinando su cabeza de fiera, de nariz achatada, hacia un hombro u otro, y hasta gemía por la tensión. Andrei cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a la mesa. Rumer copiaba una postal pornográfica. Tanto el papel como la postal habían sido cuadriculados. El trabajo estaba en sus comienzos, por el momento sólo había dibujado sobre el papel el contorno general. Tenía por delante una labor titánica.
— ¿A qué te dedicas en horas de trabajo, cerdo? — preguntó Andrei, en tono de reproche.
Rumer saltó en el asiento y alzó la mirada.
— Ah, eres tú — dijo, con visible alivio —. ¿Qué quieres?
— ¿Así es como trabajas? — dijo Andrei, con amargura —. Hay gente esperando fuera, y tú…
— ¿Quién está esperando? — se inquietó Rumer —. ¿Dónde?
— ¡Tus imputados te esperan!
— Aah… ¿Y qué?
— Pues nada — dijo Andrei, con rabia.
Seguramente habría que avergonzar a aquel individuo, recordarle a esa bestia que Fritz lo había recomendado, que había comprometido su nombre y su honor por aquel cretino, aquel guarro; pero Andrei se dio cuenta de que, en ese momento, aquello estaba por encima de sus fuerzas.
— ¿Quién te dejó ese adorno en la frente? — preguntó Rumer con interés profesional, examinando el chichón de Andrei —. En buen lugar… — No tiene importancia — replicó Andrei con impaciencia —. Se trata de lo siguiente: ¿tú llevas el caso de Van Li-jun?
— ¿Van Li-jun? — Rumer dejó de contemplar el chichón y, pensativo, se introdujo un dedo en la nariz —. ¿Y qué hay con eso? — preguntó, precavido.
— ¿El caso es tuyo o no?
— ¿Y por qué me lo preguntas?
— ¡Porque está sentado delante de tu despacho, esperándote, mientras tú te dedicas aquí a guarradas!
— ¿Por qué a guarradas? — Rumer se ofendió —. Mira qué tetitas. ¡Y el vello! ¿Eh?
— Dame el caso — exigió Andrei, asqueado, apartando a un lado la foto.
— ¿Qué caso?
— El de Van Li-jun, ¡dámelo!
— ¡No llevo ese caso! — dijo Rumer con enojo.
Abrió el cajón central de su mesa y echó un vistazo. Andrei lo imitó. El cajón estaba vacío.
— ¿Dónde tienes los expedientes de tus casos? — preguntó Andrei, conteniéndose a duras penas.
— Y a ti. ¿qué te importa eso? — replicó Rumer, agresivo —. Tú no eres mi jefe.