— ¿Cómo que no le haga el menor caso? — dijo Andrei, ya muy triste —. ¿Cómo podría no hacerle caso? Estamos aquí juntos… usted, yo, los muchachos… Por supuesto, hablar de amistad es utilizar una palabra grandiosa, demasiado grandiosa… Digamos que sólo somos compañeros… Por ejemplo, podría contarle, en caso de que yo… ¡Nadie se negaría a ayudar! Pero dígame: si me ocurriera algo y le pidiera ayuda, ¿usted me rechazaría? Seguro que no. ¿verdad?
La mano derecha de Donald se apartó de la palanca de cambios y palmeó suavemente el hombro de Andrei. Éste se quedó callado. Lo embargaban los sentimientos. De nuevo todo iba bien, todo estaba en orden. Donald era el de siempre. Se trataba simplemente de melancolía. ¿Puede sustraerse el ser humano a la melancolía? El orgullo le había jugado una mala pasada. En cualquier caso, era un catedrático de sociología que aquí se dedicaba a recoger bidones de basura, y antes de eso había sido estibador en un almacén. Por supuesto, todo aquello le resultaba desagradable, humillante, y no podía decírselo a nadie, nadie lo había obligado a venir aquí y era vergonzoso quejarse… Resultaba fácil decir: cumple correctamente cualquier trabajo que te encarguen. No pasaba nada. Y basta. Se recuperaría él solo.
El camión se desplazaba por un camino de lajas, resbaladizo a causa de la niebla. Los edificios a los lados eran más bajos, más miserables, y la fila de farolas que se extendía a lo largo de la vía era más rala; y su luz, más mortecina. A lo lejos, aquellas farolas se fundían en una mancha nebulosa y difusa. No había nadie en las aceras, nadie cruzaba la calle, ni siquiera habían visto a un conserje. Únicamente en la esquina del callejón Diecisiete, delante de un hotelito antiguo y de poca altura, más conocido como «la jaula de las chinches», había un carro con un caballo tristón. Una persona dormía en el carro, envuelta en una lona de pies a cabeza. Eran las cuatro de la mañana, la hora del sueño más profundo, y no había ninguna ventana iluminada en las fachadas oscuras.
Delante, a la izquierda, un camión asomó por la salida de un patio. Donald le hizo señales con las luces, pasó por delante de él, y el camión, también de recogida de basura, salió a la vía e intentó adelantarlos, pero le resultaba imposible competir con Donald, así que, tras iluminar con sus luces la ventanilla trasera, se fue quedando atrás sin remedio. Adelantaron a otro camión de basura en la zona de las casas quemadas, y en el momento preciso, porque inmediatamente detrás comenzaban los adoquines, y a Donald no le quedó más remedio que reducir la velocidad para que al vehículo no le diera por desarmarse.
Allí comenzaron a cruzarse con otros camiones ya vacíos que habían descargado en el vertedero y no tenían la menor prisa. A continuación, de la farola que tenían delante se separó una silueta imprecisa que caminó hasta el centro de la calzada. Andrei metió la mano bajo el asiento y palpó una pesada barra de acero, pero se trataba de un policía que les pidió que lo llevaran hasta el callejón de las Coles. Andrei y Donald no sabían dónde se encontraba tal callejón, entonces el policía, un tiarrón enorme de grandes mofletes, con mechones rubios que escapaban en desorden de la gorra de reglamento, dijo que los guiaría.
Subió al estribo junto a Andrei, se colgó de la portezuela y estuvo todo el tiempo haciendo movimientos con la nariz, como si hubiera olido algo en particular, aunque él mismo apestaba a sudor rancio. Andrei recordó que aquella parte de la ciudad había sido desconectada de la red de agua.
Viajaron un rato sin hablar, el policía silbaba un tema de una opereta y después, sin venir al caso, los informó de que en la esquina del callejón de la Col y la calle Segunda Izquierda, a medianoche se habían cargado a un infeliz, a quien le habían arrancado todos los dientes de oro.
— Trabajáis mal — le dijo Andrei, molesto.
Esos casos lo sacaban de sus cabales, y el tono del policía lo irritaba más aún: era obvio que el asesinato, la víctima o el asesino no le importaban nada.
— ¿Qué — soltó el policía, intrigado, volviendo hacia Andrei su rostro regordete —, tú me vas a enseñar cómo se trabaja?
— Sí, yo mismo, por qué no — replicó Andrei.
El policía frunció el ceño con irritación y silbó entre dientes.
— ¡Maestros, demasiados maestros! — exclamó —. Salen maestros de cualquier rincón. Dan lecciones. Acarrean basura y dan lecciones.
— Yo no te doy lecciones… — comenzó a decir Andrei, elevando la voz, pero el policía no lo dejó hablar.
— Pues ahora, cuando vuelva a mi sector, llamaré a tu garaje — dijo, con calma —, y les diré que tu luz de posición no funciona. Qué cosa, no le funciona la luz y ya pretende enseñar a la policía cómo se trabaja. Mocoso.
De repente, Donald se echó a reír con unas carcajadas chirriantes. El policía también se carcajeó.
— Sólo estoy yo para cuarenta edificios — explicó, sin beligerancia alguna —. ¿Lo entendéis? Y nos han prohibido que llevemos armas. ¿Qué queréis que hagamos? Pronto comenzarán a matar a la gente en sus casas, y en los callejones ni qué decir.
— ¿Y qué habéis hecho? — dijo Andrei, sorprendido —. Hay que protestar, que exigir…
— Protestar — repitió el policía —. Exigir… ¿Eres novato o qué? Oye, jefe — le dijo a Donald —, detente. Me quedo aquí. — Saltó del estribo y a zancadas, sin mirar atrás, se dirigió a una grieta oscura entre dos casas de madera medio derrumbadas, donde a lo lejos se distinguía una farola solitaria bajo la cual había un grupo de personas.
— Pero ¿qué les pasa, se han vuelto locos? — dijo Andrei, indignado, cuando el vehículo siguió su camino —. ¿Cómo se les ha podido ocurrir? La ciudad está llena de maleantes y la policía va desarmada. ¡No puede ser! Kensi lleva cartuchera al costado, ¿qué guarda ahí, los cigarrillos?
— Bocadillos — le aclaró Donald.
— No entiendo nada.
— Hubo una explicación. «Debido a los casos, cada vez más frecuentes, de policías asaltados por gángsteres con el fin de robarles el arma…», etcétera.
Andrei apoyó los pies con todas sus fuerzas para no saltar sobre el asiento en cada bache y meditó durante un tiempo. El camino de adoquines se había terminado.
— Creo que es una idiotez total — dijo, finalmente —. ¿Qué opina usted?
— Lo mismo — respondió Donald mientras con una mano encendía trabajosamente un cigarrillo.
— ¿Y lo dice con esa tranquilidad?
— Ya me he preocupado todo lo que me iba a preocupar. Es una explicación muy antigua, anterior a su llegada.
Andrei se rascó la coronilla y arrugó el rostro. Quién sabe, quizá aquella explicación tuviera algún sentido. A fin de cuentas, un policía solitario era una excelente carnada para aquellos miserables. Si se retiraban las armas, había que retirárselas a todos. Y por supuesto, el problema no se reducía a aquella estúpida explicación, sino a que había poca policía y escasa actividad policial; sería necesario organizar una buena redada y barrer toda aquella porquería de un golpe. Hacer que la población participara.
«Yo, por ejemplo, tomaría parte… Hay que escribirle al alcalde.» A continuación, sus pensamientos tomaron otro camino.
— Oiga, Don, usted es sociólogo. Por supuesto, yo considero que la sociología no es una ciencia, ya se lo expliqué, ni siquiera un método. Pero está claro que usted sabe mucho, muchísimo más que yo. Explíqueme entonces: ¿de dónde ha salido toda esa porquería que vive en nuestra ciudad? ¿Cómo han llegado hasta aquí asesinos, violadores, ladronzuelos? ¿Acaso los Preceptores no sabían a quién invitaban a venir?
— Seguramente lo sabían — respondió Donald con indiferencia, mientras pasaba a toda velocidad sobre una zanja horrorosa, llena de agua negra.
— Y, entonces, ¿con qué objetivo…?