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Andrei, decidido, levantó el auricular del teléfono. En los ojos porcinos de Rumer apareció una expresión de alarma.

— Espera un momento — dijo, cubriendo presuroso el teléfono con su manaza —. ¿Adonde llamas? ¿Para qué?

— Voy a llamar a Geiger — dijo Andrei, rabioso —. Te sacudirá los sesos, idiota…

— Aguarda — masculló Rumer, mientras trataba de quitarle el auricular de las manos —. ¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué necesidad hay de llamar a Geiger? ¿Acaso tú y yo no podemos arreglar todo este asunto? Explícame, por favor, cuál es el problema.

— Quiero ocuparme del caso de Van Li-jun.

— ¿Se trata del chino? ¿Del conserje? Vaya, me lo hubieras podido decir desde el principio. No se ha abierto ningún caso. Acaban de traerlo. Quiero hacerle el interrogatorio preliminar.

— ¿Por qué lo han detenido?

— No quiere cambiar de profesión — dijo Rumer, llevando hacia sí con delicadeza el teléfono, cuyo auricular estaba aún en manos de Andrei —. Sabotaje. Lleva tres períodos como conserje. ¿Conoces el artículo ciento doce?

— Lo conozco. Pero se trata de un caso especial — explicó Andrei —. Siempre andan enredando las cosas. ¿Dónde está la denuncia?

Sorbiéndose la nariz ruidosamente, Rumer logró quitarle por fin el auricular, lo colocó en su lugar, abrió el cajón derecho de la mesa, buscó algo allí, tapando la vista con sus hombros enormes, sacó un papel y, sudando copiosamente, se lo tendió a Andrei, que lo leyó en un pispas.

— Aquí no dice que tú seas el encargado del caso — explicó.

— ¿Y qué?

— Que yo voy a ocuparme de eso — dijo Andrei, y se metió el papel en el bolsillo.

— ¡Me lo han asignado a mí! — Rumer se inquietó —. Está en el registro del agente de guardia.

— Entonces, llámalo y dile que Voronin se ocupa ahora del caso de Van Li-jun. Que lo cambie en el registro.

— Mejor llama tú — dijo Rumer, dándose importancia —. ¿Para qué tendría yo que llamarlo? Tú te lo llevas, llámalo tú. Y dame una nota, diciendo que te llevas el caso.

Cinco minutos después habían terminado con todas las formalidades. Rumer escondió la nota en el cajón, miró a Andrei y después clavó los ojos en la foto.

— ¡Qué tetas! — exclamó —. ¡Parecen ubres! — Vas a terminar mal. Rumer — le prometió Andrei mientras salía.

En el pasillo, tomó a Van del brazo sin decir palabra y lo arrastró consigo. Van lo seguía con sumisión, sin preguntarle nada, y Andrei pensó que hubiera ido así mismo, sin quejarse, sin decir nada, al paredón de fusilamiento, a la tortura, a cualquier humillación… Andrei no lo entendía. En aquella resignación había algo animal, algo no humano, pero a la vez algo elevado que generaba un respeto inexplicable, porque bajo aquella resignación se adivinaba la comprensión sobrenatural de la esencia profunda y misteriosa de todo lo que sucedía, la comprensión de la eterna inutilidad y, por consiguiente, de lo indigno de resistirse. Occidente es Occidente, Oriente es Oriente. Qué palabras más falsas, injustas, humillantes, pero en este caso parecían adecuadas quién sabe por qué razón.

En su despacho, Andrei le indicó un asiento a Van, pero no se trataba del rígido taburete para los imputados, sino de la silla del secretario, a un lado de la mesa. Él también se sentó.

— ¿Qué lío has tenido con ellos? Cuéntamelo.

— Hace una semana — comenzó a contar Van con el tono medido de quien narra una historia —, el encargado regional de empleo vino a verme a mi despacho y me recordó que estaba infringiendo flagrantemente la ley sobre el derecho al trabajo variado. Tenía razón y es verdad que yo la infringía de la manera más descarada. La bolsa de trabajo me envió tres citaciones, y las tiré todas al cesto. El encargado me dijo que cualquier falta ulterior me traería problemas. Entonces pensé que había casos en los que la máquina dejaba a la gente en su trabajo anterior. Ese mismo día fui a la bolsa y metí mi cartilla laboral en la máquina de distribución. No tuve suerte. Fui designado director de una gran fábrica de calzado. Pero ya había decidido de antemano que no cambiaría de puesto laboral, que seguiría siendo conserje. Hoy por la noche fueron dos policías a buscarme y me trajeron aquí. Eso es todo.

— Está claro — dijo Andrei, que no había entendido nada —. Oye, ¿quieres una taza de té? Aquí podemos pedir té y bocadillos. Gratis.

— Eso sería mucha molestia — se negó Van —. No vale la pena.

— No es ninguna molestia — dijo Andrei, molesto, y llamó por teléfono para pedir dos tazas de té y bocadillos. Después de colgar, miró a Van y comenzó a indagar, con delicadeza —: De todos modos. Van, no logro entender con claridad por qué no has querido ser director de esa fábrica. Es un cargo muy respetable, conocerías una profesión nueva, serías de gran utilidad, tú eres una persona muy trabajadora, muy cumplidora… Yo conozco esa fábrica, allí siempre hay robos, con frecuencia se llevan cajas enteras de zapatos. Si tú fueras el director, eso no ocurriría. Además, allí el salario es mucho más alto, y tú tienes esposa e hijo. ¿Cuál es el problema?

— Creo que te sería difícil entenderlo — dijo Van, meditabundo.

— ¿Y qué hay que entender? — repuso Andrei con impaciencia —. Está claro que es mejor ser director de una fábrica que palear basura toda la vida. O que trabajar seis meses en las ciénagas.

— No — repuso Van con un gesto de negación —, no es mejor. Lo mejor es estar donde no puedas caer más bajo. No lo comprenderías, Andrei.

— ¿Y por qué hay que caer sin remedio? — preguntó Andrei, confuso.

— No sé por qué. Pero eso es seguro. O para sostenerse ahí hay que hacer tales esfuerzos que lo mejor es caer enseguida. Lo sé, ya he pasado por todo eso.

Un policía con cara de sueño trajo el té, saludó con un balanceo y salió al pasillo de costado. Andrei colocó una taza delante de Van y le acercó el plato con los bocadillos. Van dio las gracias, sorbió un poco de té y cogió el bocadillo más pequeño.

— Simplemente, tienes miedo de la responsabilidad — dijo Andrei con tristeza —. Perdóname, pero eso no es del todo honesto con respecto a los demás.

— Siempre trato de hacer el bien para las demás personas — objetó Van, sin alterarse —. Y si hablamos de responsabilidad, ya tengo una grandísima: mi esposa y mi niño.

— Eso es verdad — contestó Andrei, de nuevo algo confuso —. No lo pongo en duda. Pero debes coincidir conmigo en que el Experimento exige de cada uno de nosotros…

Van lo escuchaba atentamente y asentía.

— Te entiendo — dijo, cuando Andrei concluyó —. Desde tu punto de vista, tienes razón. Pero tú viniste aquí a construir, y yo vine huyendo. Tú buscas el combate y la victoria, y yo busco la tranquilidad. Somos muy diferentes, Andrei.

— ¿Qué significa la tranquilidad? ¡Te estás calumniando a ti mismo! Si hubieras buscado la tranquilidad, habrías encontrado un rinconcito caliente y vivirías sin muchos problemas. Aquí hay muchísimos rincones calentitos. Pero elegiste el trabajo más sucio, más impopular, y trabajas honestamente, sin escatimar tiempo ni esfuerzos. ¡Qué tranquilidad es ésa!

— ¡La espiritual, Andrei, la espiritual! — dijo Van —. En paz conmigo mismo y con el universo.

— ¿Y entonces tienes la intención de ser conserje toda la vida? — Los dedos de Andrei tamborileaban sobre la mesa.

— No necesariamente conserje — dijo Van —. Cuando vine aquí, primero fui estibador en un almacén. Después, la máquina me designó secretario del alcalde, me negué y me enviaron a las ciénagas. Trabajé seis meses, regresé, y de acuerdo a la ley, por haber sido sancionado, me dieron el puesto laboral más bajo de todos. Pero después, la máquina comenzó a empujarme nuevamente hacia arriba. Fui a ver al director de la bolsa y se lo expliqué todo, como a ti ahora. El director era un judío, había venido aquí desde un campo de exterminio, y me entendió perfectamente. Mientras fue director, no me volvieron a molestar. — Van calló un momento —. Hace un par de meses desapareció. Dicen que lo hallaron muerto, seguramente conoces el caso. Y todo comenzó de nuevo… No importa, cumpliré mi condena en las ciénagas y volveré a ser conserje. Ahora todo eso me resulta más fácil, mi hijo ya es grande y el tío Yura me ayudará en las ciénagas.