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En ese momento, Andrei descubrió que miraba fijamente a Van de una forma totalmente descortés, como si no fuera él quien estuviera sentado frente a él, sino una criatura extraña. Ciertamente, era un poco extraño.

«Dios mío — pensó Andrei —, qué vida habrá tenido para adoptar semejante filosofía. Tengo que ayudarlo. Estoy obligado a hacerlo. ¿Cómo?»

— Está bien — dijo finalmente —. Como quieras. Pero no tienes por qué ir a las ciénagas. ¿No sabrás por casualidad quién es ahora el director de la bolsa?

— Otto Frijat — respondió Van.

— ¿Quién? ¿Otto? ¿Y cuál es el problema?

— Pues… yo iría a verlo, claro, pero es todavía pequeño, no entiende nada y le tiene miedo a todo.

Andrei agarró la guía de teléfonos, encontró el número y levantó el auricular. Tuvo que esperar largo rato: al parecer. Otto dormía como un lirón. Finalmente, respondió.

— Aquí el director Otto Frijat — dijo, con voz entrecortada, en un tono mezcla de miedo e irritación.

— Hola, Otto — dijo Andrei —. Te habla Voronin, de la fiscalía.

Se hizo el silencio. Se oyó toser a Otto varias veces.

— ¿De la fiscalía? — pronunció después, precavido —. Dígame.

— ¿Qué te pasa, aún no te has despertado? — gruñó Andrei, irritado —. ¿Fue Elsa la que te dejó así? ¡Soy Andrei! ¡Voronin!

— ¡Ah, Andrei! — la voz de Otto cambió radicalmente —. Estás loco, mira que llamar a esta hora. Dios mío, mira cómo me late el corazón… ¿Qué quieres?

Andrei le explicó la situación. Como esperaba, todo se arregló sin el menor problema, sin la menor traba. Otto estuvo totalmente de acuerdo con todo. Sí, siempre había considerado que Van estaba en su sitio. Claro, coincidía en que Van no lograría ser un buen director de fábrica. Le causaba una admiración obvia y sincera el hecho de que Van quisiera permanecer en un puesto tan poco envidiable («Nos haría falta más gente como él, pues todos aspiran a subir, a llegar bien arriba…»), rechazaba indignado la idea de enviar a Van a las ciénagas, y en lo relativo a la ley, lo embargaba una santa indignación contra los burócratas cretinos que pretendían sustituir el sano espíritu de la ley por su letra muerta. A fin de cuentas, la ley existe para impedir los viles intentos de diversos arribistas de subir, pero no tiene que ver con las personas que desean permanecer abajo. El director de la bolsa de trabajo entendía perfectamente todo aquello.

— ¡Sí! — repetía —. ¡Claro que sí, por supuesto!

En realidad, Andrei se quedó con la impresión nebulosa, ridícula y lamentable, de que Otto hubiera aceptado cualquier propuesta que él, Andrei Voronin, le hubiera hecho: nombrar alcalde a Van, por ejemplo, o meterlo en el calabozo. Otto siempre se había sentido dolorosamente agradecido hacia Andrei, seguramente por el hecho de que era la única persona de su grupo (y quizá de toda la ciudad) que lo trataba de forma humana. Pero, a fin de cuentas, lo más importante era dejarlo todo bien atado.

— Daré la orden pertinente — repetía Otto por décima vez —. Puedes estar tranquilo, Andrei. Daré la orden y nunca más volverán a molestar a Van.

Ahí decidieron terminar la conversación. Andrei colgó y se dedicó a escribir un pase para que Van pudiera abandonar el edificio.

— ¿Te vas ahora mismo? — preguntó, sin dejar de escribir —. ¿O esperarás a que salga el sol? Ten cuidado, a esta hora las calles son peligrosas.

— Le estoy muy agradecido — balbuceaba Van —. Le estoy muy agradecido…

Andrei, sorprendido, levantó la cabeza. Van estaba de pie frente a él, haciendo profundas reverencias con las manos unidas en el pecho.

— Déjate de ceremoniales chinos — gruñó Andrei avergonzado, sintiéndose violento —. ¿Qué he hecho por ti, un milagro o qué? — Le tendió el pase a Van —. Te pregunto si piensas irte ahora mismo.

— Creo — dijo Van, cogiendo el pase con una nueva reverencia — que lo mejor es que me vaya ahora mismo. Ahora mismo — insistió, como excusándose —. Seguro que los basureros ya han llegado…

— Los basureros — repitió Andrei. Miró el plato con los bocadillos, que eran grandes, estaban recién hechos, con deliciosas lonchas de jamón —. Aguarda — dijo, sacó del cajón un periódico viejo y se puso a envolver los bocadillos —. Llévatelos a casa, para Maylin…

Van se resistió débilmente, musitó algo sobre la excesiva preocupación del señor juez, pero Andrei le puso el paquete en las manos, le pasó el brazo por encima de los hombros y lo condujo hasta la puerta. Se sentía terriblemente incómodo. Todo había estado mal. Tanto Otto como Van habían reaccionado de manera extraña. Sólo había querido actuar correctamente, que todo fuera razonable, justo, y quién sabe cómo había salido aquello: caridad, nepotismo, enchufe, tráfico de influencias… Buscaba, desesperado, alguna palabra parca y ejecutiva, que subrayara el carácter oficial y la legalidad de la situación… Y, de repente, le pareció que la había encontrado. Se detuvo y levantó la barbilla.

— Señor Van — dijo con frialdad mirándolo de arriba abajo —, en nombre de la fiscalía quiero darle nuestras más profundas excusas por haberlo hecho comparecer aquí de manera ilegal. Le aseguro que semejante cosa no volverá a repetirse.

Y en ese momento se sintió absolutamente incómodo. Qué idiotez. En primer lugar, no había nada ilegal en la comparecencia. Sin lugar a dudas, era del todo legal. Y, en segundo lugar, el juez de instrucción Voronin no podía asegurarle nada, no tenía esas atribuciones. Y en ese momento vio los ojos de Van, una mirada extraña, pero por eso mismo muy conocida, y de repente lo recordó todo y la cara le ardió de vergüenza.

— Van — masculló, repentinamente ronco —. Quiero preguntarte una cosa. Van. — Calló. Era una tontería preguntar, no tenía sentido. Pero ya le resultaba imposible volverse atrás. Van, expectante, lo miraba desde su escasa estatura —. Van — dijo, tosiendo un par de veces —. ¿Dónde estabas hoy a las dos de la madrugada?

— Vinieron a buscarme exactamente a las dos — respondió Van sin manifestar asombro —. Yo lavaba las escaleras.

— ¿Y hasta ese momento?

— Hasta esa hora estuve recogiendo la basura. Maylin me ayudaba, después se fue a dormir y yo me fui a fregar las escaleras.

— Sí, es lo que pensaba — dijo Andrei —. Bien, hasta más ver, Van. Perdona que todo haya salido así… No, aguarda, te acompaño hasta la salida.

CUATRO

Antes de hacer comparecer a Izya. Andrei repasó de nuevo todo lo ocurrido.

En primer lugar, se prohibió a sí mismo tratar a Izya con prejuicio. El hecho de que fuera un cínico, un sabelotodo y un charlatán, que estaba dispuesto a burlarse (y se burlaba) de todo, que era un andrajoso y salpicaba saliva al hablar, que soltaba una risita vil, que vivía con una viuda como un chuloputas y que nadie sabía cómo se ganaba la vida, no tenía la menor importancia, al menos en lo relativo a este caso.

También estaba obligado a erradicar la idea estúpida de que Katzman era un simple difusor de rumores sobre el Edificio Rojo y otros fenómenos místicos. El Edificio Rojo era una realidad. Misteriosa, fantástica, de una finalidad incomprensible, pero una realidad. (En ese momento, Andrei registró el botiquín, y mirándose en un espejito se puso mercromina en el chichón.) Katzman era, ante todo, un testigo. ¿Qué hacía en el Edificio Rojo? ¿Con qué frecuencia lo visitaba? ¿Qué podía contar sobre ese lugar? ¿Qué carpeta era aquella que había sacado de allí? ¿O no la había sacado de allí? ¿En verdad, provenía de la antigua alcaldía?