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— ¿Qué había en la carpeta? — gritó Andrei con todas sus fuerzas —. Deje de hacerse el listo y responda: ¿qué había en la carpeta? En ese momento, Izya estalló. Abrió mucho los ojos, muy enrojecidos.

— ¡Vete a joder a tu madre con tu carpeta! — gritó, con voz chillona —. No voy a decirte nada más. ¡Imbécil, con esa cara de esbirro!

Chilló, lo salpicó todo de saliva, soltó tacos, hizo gestos obscenos, y entonces Andrei sacó una hoja de papel en blanco, escribió al principio: DECLARACIÓN DEL IMPUTADO I. KATZMAN SOBRE LA CARPETA QUE LLEVABA Y DESPUÉS DESAPARECIÓ SIN DEJAR HUELLAS, y esperó a que Izya se calmara.

— Hagamos una cosa, Izya. Ahora no estoy hablando oficialmente contigo — dijo, en tono bondadoso —. Estás metido en un buen lío. Sé que te has implicado en esta historia a la ligera, a causa de tu estúpida curiosidad. Por si quieres saberlo, hace seis meses que te vigilan. Te doy un consejo: siéntate aquí y escríbelo todo. No puedo prometerte gran cosa, pero haré por ti todo lo que esté a mi alcance. Siéntate y escribe. Volveré dentro de media hora.

Esforzándose por no mirar en dirección a Izya, a quien el estallido de furia había dejado sin palabras, sintiéndose molesto consigo mismo a causa de su hipocresía y diciéndose, para darse aliento, que en este caso el fin justificaba los medios, cerró el cajón de su mesa, se levantó y salió.

En el pasillo, llamó al ayudante del agente de guardia, lo dejó custodiando la puerta y se fue a la cafetería. Se sentía sucio por dentro, tenía la boca seca, con un sabor asqueroso, como si hubiera comido mierda. El interrogatorio había salido torcido, poco convincente. Había echado totalmente a perder la versión del Edificio Rojo, no debía tocar ese punto. De un modo vergonzoso había perdido la carpeta, el único indicio cierto, por una metida de pata así merecía que lo echaran de la fiscalía… Seguro que a Fritz no le hubiera ocurrido eso. Se hubiera dado cuenta al momento de dónde estaba el meollo de la cuestión. Maldito sentimentalismo. Cómo era posible, habían bebido juntos, habían pasado muchas veladas juntos, era un soviético como él… ¡Y tan pronto pasaba algo, los echaba a todos en el mismo saco! El jefe también es otro que bien baila: rumores, chismes… Tiene a una red completa trabajando bajo sus narices, y quiere buscar a los que difunden rumores…

Andrei se aproximó al mostrador, cogió una copa de vodka y se la bebió con gesto de asco. ¿Dónde había metido aquella carpeta? ¿Acaso se había limitado a tirarla al pavimento? Seguramente. No se la habría comido. ¿Debía mandar a alguien a buscarla? Era tarde. Locos, babuinos, conserjes… ¡El trabajo estaba organizado de manera incorrecta!

«¿Por qué una información de tanta importancia como la existencia de la Anticiudad constituye un secreto y ni siquiera los funcionarios de la fiscalía la conocen? ¡Habría que escribir sobre eso todos los días en el diario, habría que colgar carteles por toda la ciudad, que llevar a cabo juicios ejemplares! Yo hubiera cascado a Katzman desde hace mucho tiempo… Por supuesto, tampoco se puede llegar al otro extremo. La existencia de un hecho tan trascendental como el Experimento, en el que están implicadas personas de diferentes clases sociales y credos políticos diversos, implica la aparición de divisiones y contradicciones que contribuirán al movimiento, a la lucha de contrarios si se quiere… Tarde o temprano deben aparecer opositores al Experimento, gente que no está de acuerdo con él por criterios de clase, y otros que serán atraídos a ese bando, elementos desclasados, moralmente inestables, carentes de principios, gente como Katzman… cosmopolitas de toda especie… Es un proceso natural. Yo mismo hubiera podido darme cuenta de cómo se desarrollaría todo…»

Una mano pequeña y fuerte se posó en su hombro, y Andrei se volvió. Se trataba del reportero de sucesos del diario de la ciudad. Kensi Ubukata.

— ¿En qué piensas, juez de instrucción? — preguntó —. ¿Desentrañas un caso complejo? Comparte tus ideas con la sociedad. A la sociedad le encantan los casos enredados, ¿no es verdad? — Saludos, Kensi — dijo Andrei con cansancio —. ¿Quieres vodka?

— Sí, siempre que haya información.

— Lo único que tendrás será vodka.

— Bien, dame vodka sin información.

Bebieron una copa y la taparon con un pepinillo marinado no muy fresco.

— Vengo del despacho de vuestro jefe — dijo Kensi, escupiendo el tallito del pepinillo —. Es un hombre muy flexible. En su gráfico, una curva asciende y la otra desciende, concluye la instalación de inodoros en las celdas individuales, pero no dijo ni una palabra sobre los temas que me interesan.

— ¿Y qué te interesa? — preguntó Andrei, distraído.

— Ahora me interesan las desapariciones. En los últimos quince días, en la ciudad han desaparecido sin dejar huella once personas. ¿Sabes algo de eso?

— Sé que han desaparecido — respondió Andrei encogiéndose de hombros —. Sé que no los han encontrado.

— ¿Y quién se ocupa del caso?

— No creo que se trate sólo de un caso — dijo Andrei —. Es mejor que se lo preguntes al jefe.

Kensi negó con la cabeza.

— En los últimos tiempos los señores jueces de instrucción me mandan a ver al jefe o a Geiger con demasiada frecuencia. En nuestro pequeño colectivo democrático han surgido demasiados secretos. ¿No os habréis convertido casualmente en una policía secreta? — Miró la copa vacía y se quejó —: ¿Qué sentido tiene contar con amigos entre los jueces de instrucción si nunca puedo averiguar nada?

— Una cosa es la amistad, y otra cosa es el trabajo.

Los dos quedaron en silencio.

— A propósito, no sé si sabes que han arrestado a Van — dijo Kensi —. Se lo advertí y el muy terco no quiso escucharme.

— No tiene importancia, ya lo he arreglado todo.

— ¿Qué quieres decir?

Andrei narró con placer cómo lo había hecho todo, rápido y sin tropiezos. Había restablecido el orden y la justicia. Le alegraba hablar del único hecho afortunado durante todo aquel desventurado día.

— Humm — dijo Kensi, después de oír todo el relato —. Es curioso… «Cuando llego a un país extraño — citó —, nunca pregunto si las leyes de allí son buenas o malas. Sólo pregunto si se cumplen…»

— ¿Qué quieres decir con eso? — preguntó Andrei, frunciendo el ceño.

— Quiero decir que la ley sobre el derecho al trabajo variado no prevé ningún tipo de excepciones, al menos que yo sepa.

— Entonces ¿consideras que había que enviar a Van a las ciénagas?

— Si es lo que exige la ley, sí.

— ¡Pero eso es una tontería! — dijo Andrei, enojándose —. ¿Para qué demonios necesita el Experimento un mal director de fábrica, en lugar de un buen conserje?

— La ley sobre el derecho al trabajo variado…

— Esa ley — lo interrumpió Andrei — se creó en aras del Experimento, y no en contra de él. La ley no puede preverlo todo. Nosotros, los defensores de la ley, debemos pensar con inteligencia.

— Concibo el cumplimiento de la ley de una manera bien diferente — repuso Kensi con sequedad —. Y, de todos modos, esos asuntos se resuelven en los tribunales, no los resuelves tú.

— Los tribunales lo hubieran enviado a las ciénagas — dijo Andrei —. Y él tiene esposa e hijo.