Выбрать главу

— Dura lex, sed lex — respondió Kensi. — Ese refrán lo inventaron los burócratas.

— Ese refrán — dijo Kensi, con seguridad —, lo inventaron personas que intentaban preservar reglas únicas de convivencia para la variopinta multitud de seres humanos.

— ¡Eso mismo, variopinta! — apuntó Andrei —. No hay una ley única para todos, y no puede haberla. No hay una ley única para el explotador y para el explotado. Digamos, que si Van se hubiera negado a pasar de director a conserje…

— La interpretación de la ley no es asunto tuyo — dijo Kensi con frialdad —. Para eso están los tribunales.

— ¡Pero los tribunales no conocen a Van como lo conozco yo!

— ¡Vaya sabihondos que tenemos en la fiscalía! — Kensi sonrió torcidamente y sacudió la cabeza.

— Muy bien, muy bien — gruñó Andrei —. Puedes escribir un artículo. Sobre un juez de instrucción venal que libera a un conserje criminal.

— Me encantaría escribirlo, pero siento lástima de Van. Por ti, idiota, no siento ninguna lástima.

— ¡Y yo también siento lástima de Van! — exclamó Andrei.

— Pero tú eres juez de instrucción — objetó Kensi —. Yo, no. Las leyes no me atan.

— Sabes una cosa: déjame en paz, por Dios. Ya me daba vueltas la cabeza antes de que tú aparecieras.

— Sí, ya te veo. — Kensi levantó la vista y sonrió, burlón —. Lo llevas escrito en la frente. ¿Qué, hubo alguna redada?

— No — respondió Andrei —. Simplemente tropecé. — Miró su reloj —. ¿Otra cepita?

— Gracias, ya he bebido bastante — dijo Kensi, poniéndose de pie —. No puedo beber tanto con cada juez de instrucción. Sólo bebo con los que me dan información.

— Pues que te lleve el diablo — dijo Andrei —. Mira, ahí está Chachua. Ve y pregúntale sobre las Estrellas fugaces. Ha tenido mucho éxito con ese caso, hoy andaba jactándose de ello. Pero ten en cuenta una cosa: es muy modesto, va a negarlo todo, pero no te rindas, acósalo todo lo que puedas, te va a dar un material de primera.

Apartando las sillas, Kensi se dirigió hacia Chachua, que miraba con tristeza una hamburguesa anémica. Andrei, con malévola expresión vengativa en el rostro, caminaba hacia la salida.

«Me gustaría esperar a oír los gritos de Chachua — pensó —. Qué lástima, no tengo tiempo… Señor Katzman, me encantaría saber cómo le van las cosas. Y no quiera Dios, señor Katzman, que pretenda seguir enredando las cosas. No se lo voy a permitir, señor Katzman.»

En el cubículo número treinta y seis estaban encendidas todas las luces posibles. El señor Katzman estaba de pie, con el hombro recostado en la caja fuerte, que estaba abierta, y revisaba ansioso un expediente mientras se pellizcaba la verruga y quién sabe por qué razón mostraba los dientes.

— ¿Qué demonios…? — masculló Andrei, sin saber qué hacer —. ¿Quién te ha dado permiso? ¡Qué modales, rayos…!

— No se me hubiera ocurrido que armarais tanto escándalo en torno al Edificio Rojo — dijo Izya, levantando hacia él unos ojos llenos de incomprensión y mostrando los dientes todavía más.

Andrei le quitó de un tirón el expediente, cerró con violencia la portezuela metálica, lo agarró por el hombro y lo empujó hacia el taburete.

— Siéntese, Katzman — dijo, haciendo acopio de fuerzas para contenerse, mientras la ira le nublaba la vista —. ¿Lo ha escrito?

— Oye — dijo Izya —. ¡Todos vosotros sois unos idiotas! Aquí hay ciento cincuenta cretinos, que no son capaces de comprender…

Pero Andrei ya no lo miraba. Tenía los ojos clavados en la hoja con el encabezamiento declaración del imputado I. Katzman… donde no había nada escrito. Solamente había un dibujo: un pene de tamaño natural.

— Canalla — dijo Andrei, ahogándose de rabia —. Cerdo. — Agarró violentamente el auricular y marcó un número con dedos temblorosos —. ¿Fritz? Soy Voronin… — Con la mano libre se abrió el cuello de la camisa —. Te necesito con urgencia. Ven ahora mismo a mi despacho.

— ¿De qué se trata? — preguntó Geiger, algo molesto —. Me voy a casa.

— ¡Te ruego que vengas a mi despacho, por favor! — dijo Andrei, alzando la voz.

Colgó el teléfono y clavó la mirada en Izya. Al momento se dio cuenta de que no podía mirarlo, y dejó que su vista enfocara un punto lejano. Izya gruñía y soltaba risitas en su taburete, se frotaba las manos y hablaba sin parar, explicando algo con su descaro de siempre, repelente y satisfecho. Hablaba del Edificio Rojo, de la conciencia, de los estúpidos testigos. Andrei no lo escuchaba, no le prestaba atención. La decisión que había adoptado lo llenaba de terror y de una indefinida alegría diabólica. La excitación lo sacudía, esperaba con impaciencia que, de un momento a otro, el malvado y siniestro Fritz entrara en la habitación, para ver cómo cambiaría entonces ese rostro repulsivo y engreído donde aparecería una expresión de terror y vergonzoso miedo… Sobre todo si Fritz venía con Rumer. El solo aspecto de Rumer, de su peluda jeta de fiera con la nariz aplastada era suficiente… De repente, Andrei sintió un frío que le recorría la columna vertebral. Estaba cubierto de sudor. A fin de cuentas, todavía podía jugar una carta de triunfo. Aún podía decir: «Todo está en orden, Fritz, ya lo hemos arreglado, perdóname por haberte molestado».

La puerta se abrió de par en par y entró Fritz Geiger, sombrío y con expresión de enojo en el rostro.

— ¿Qué ocurre aquí? — preguntó, y en ese momento vio a Izya —. ¡Ah, hola! — dijo, sonriendo —. ¿Qué hacéis aquí, en plena noche? Es hora de dormir, pronto será de mañana…

— ¡Escucha, Fritz! — aulló Izya con alegría —. Tú eres un jefe importante aquí, explícale a este idiota…

— ¡Cállese, acusado! — gritó Andrei, y pegó un puñetazo en la mesa.

Izya calló y Fritz se irguió al instante y lo miró de una manera bien distinta.

— Este canalla se burla de la instrucción — dijo Andrei entre dientes, intentando controlar el temblor que le sacudía el cuerpo —, este miserable no quiere confesar. Llévatelo, Fritz, y que él mismo te diga qué le he preguntado.

— ¿Y qué le has preguntado? — indagó Fritz, con diligente alegría. Sus transparentes ojos nórdicos se abrieron mucho.

— Eso no tiene importancia — dijo Andrei —. Dale un papel y él mismo lo escribirá. Que cuente qué había en la carpeta.

— Está claro — dijo Fritz y se volvió hacia Izya.

Este aún no se daba cuenta de nada. O no podía creerlo. Se frotaba las manos lentamente y sonreía, inseguro.

— Bueno, mi amigo judío, ¿comenzamos? — dijo Fritz, cariñoso. Su expresión siniestra y preocupada había desaparecido —. ¡Vamos, querido, muévete!

Izya seguía inmóvil, y entonces Fritz lo agarró por el cuello de la camisa, lo hizo girar y lo empujó hacia la puerta. Izya perdió el equilibrio y se agarró del marco con el rostro muy pálido. Había comprendido.

— Muchachos — dijo, con voz ronca —, muchachos, aguardad…

— Si nos necesitas, estaremos en el sótano — ronroneó Fritz, dedicándole una sonrisa a Andrei, y sacó a Izya al pasillo de un empujón.

Era todo, Andrei comenzó a dar paseítos por el cubículo, sintiendo dentro de sí una mezcla de frío y náuseas. Apagó varias luces. Se sentó tras la mesa y permaneció unos momentos allí con la cabeza entre las manos. Tenía la frente cubierta de sudor, como antes de un desmayo. Sentía un zumbido en los oídos, y a través de aquel zumbido oía la voz ronca de Izya, inaudible y ensordecedora, angustiada, diciendo: «Muchachos, aguardad». Y oía también la música estrepitosa, solemne, el ruido de pasos sobre el parqué, un tintineo de platos y el sonido impreciso de gente bebiendo y masticando. Apartó las manos del rostro y miró el pene dibujado en el papel, sin entender. Después, agarró la hoja y se dedicó a rasgarla en tiras largas y estrechas que tiró después a la papelera y volvió a esconder el rostro entre las manos. Era todo. Había que esperar. Que armarse de paciencia y esperar. Entonces, todo se justificaría. Desaparecería el malestar y podría respirar aliviado.