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— Sí, Andrei, a veces hay que apelar incluso a eso — escuchó una voz conocida y serena.

Desde el taburete donde hasta pocos minutos atrás estuviera sentado Izya, con las piernas cruzadas y los finos dedos entrelazados sobre la rodilla lo miraba ahora el Preceptor, con una expresión de tristeza y cansancio. Asentía levemente con la cabeza y las comisuras de sus labios apuntaban hacia abajo, en gesto luctuoso.

— ¿En aras del Experimento? — preguntó Andrei, ronco.

— También en aras del Experimento — dijo el Preceptor —. Pero, ante todo, en aras de ti mismo. No hay manera de evitarlo. Hay que pasar también por esto. Porque no necesitamos a cualquier tipo de personas. Necesitamos a personas de un tipo muy especial.

— ¿De cuál?

— Eso no lo sabemos — dijo el Preceptor, lamentándolo —. Sólo sabemos qué gente es la que no necesitamos.

— ¿Gente como Katzman?

Con la mirada, el Preceptor respondió: sí.

— ¿Y los que son como Rumer?

— Los que son como Rumer no son personas — contestó el Preceptor con una risa burlona —. Son herramientas vivientes, Andrei. Utilizar a los que son como Rumer en aras y por el bienestar de personas como Van, como el tío Yura… ¿entiendes?

— Sí. Estoy de acuerdo. Y no existe otro camino, ¿verdad?

— Verdad. No hay atajos.

— ¿Y el Edificio Rojo?

— Tampoco podemos evitarlo. Sin él, cada cual podría, sin darse cuenta, convertirse en alguien como Rumer. ¿Acaso no te has dado cuenta de que el Edificio Rojo es indispensable? ¿Acaso ahora sigues siendo el mismo que eras por la mañana?

— Katzman dijo que el Edificio Rojo era el delirio de la conciencia que se rebela.

— Katzman es inteligente. Espero que no discutas eso.

— Por supuesto — asintió Andrei —. Precisamente por eso es peligroso.

Y de nuevo, el Preceptor le respondió con los ojos: sí.

— Dios mío — masculló Andrei con angustia —. Si uno pudiera conocer con exactitud cuál es el objetivo del Experimento… Todo está revuelto, es tan fácil confundirse. Geiger, Kensi, yo… A veces me parece que tenemos algo en común, otras veces estoy en un callejón sin salida, en un absurdo… Geiger mismo, es un antiguo fascista, incluso ahora… Incluso ahora me resulta muy repulsivo, no como persona, sino como tipo de individuo, como… O Kensi. Es algo así como un socialdemócrata, un pacifista tolstoyano… No, no entiendo.

— El Experimento es el Experimento — dijo el Preceptor —. Lo que se pide de ti no es comprensión, sino algo bien diferente.

— ¡¿Qué?!

— Si lo supiera…

— Pero ¿todo eso se hace en nombre de la mayoría? — preguntó Andrei, casi con desesperación.

— Por supuesto — afirmó el Preceptor —. En nombre de la mayoría ignorante, apaleada, oscura y totalmente inocente.

— A la que hay que entender — completó Andrei —, ilustrar, convertir en dueña del planeta. Sí, eso lo entiendo. En aras de eso es posible aceptar muchas cosas… — Calló, tratando de reunir unas ideas que se le escapaban —. Además, está la Anticiudad — añadió, indeciso —. Y eso es peligroso, ¿no es verdad?

— Muy peligroso — dijo el Preceptor.

— Entonces, incluso aunque no esté totalmente seguro con respecto a Katzman, he actuado correctamente. No tenemos derecho a arriesgar nada.

— ¡Sin la menor duda! — respondió el Preceptor. Sonreía, estaba satisfecho de Andrei, y éste se daba cuenta —. Sólo el que no hace nada no se equivoca nunca. Lo peligroso no son los errores, lo peligroso es la pasividad, la falsa pureza, la devoción a los antiguos mandamientos. ¿Adonde pueden llevarnos esos mandamientos? Sólo al mundo de antes.

— ¡Sí! — dijo Andrei, emocionado —. Eso lo entiendo muy bien. Es precisamente lo que debemos defender. ¿Qué es la persona? Una unidad social. Un cero a la izquierda. No se trata de individuos, sino del bienestar de la sociedad. En nombre del bienestar de la sociedad estamos obligados a cargar lo que sea sobre nuestra conciencia, formada en los antiguos mandamientos, a infringir cualquier ley, escrita o no. Sólo tenemos una ley: el bienestar de la sociedad.

— Te haces adulto, Andrei — dijo, casi con solemnidad el Preceptor, levantándose —. Lentamente, pero te haces adulto. — Alzó una mano a guisa de saludo, atravesó sin ruido la habitación y desapareció tras la puerta.

Andrei permaneció un rato sentado allí, con la mente en blanco, reclinado en su silla, fumando y contemplando el humo azul que revoloteaba en torno a la bombilla desnuda junto al techo. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Ya no sentía el cansancio, la somnolencia que lo atormentaba desde el día anterior había desaparecido, tenía deseos de trabajar, de actuar, y le incomodaba pensar que, de todos modos, ahora debía marcharse a dormir unas horas para no andar después atontado.

Con un gesto de impaciencia acercó el teléfono, levantó el auricular y en ese mismo momento recordó que no había manera de llamar al sótano. Entonces se levantó, cerró la caja fuerte, comprobó que los cajones de la mesa tuvieran el cerrojo echado y salió al pasillo.

Allí no había nadie, el agente de guardia dormitaba detrás de su mesita.

— ¡No se duerme en el puesto! — le reprochó Andrei al pasar junto a él.

En el edificio reinaba un silencio retumbante, precisamente a esa hora, pocos minutos antes de que conectaran el sol. La mujer de la limpieza, medio dormida, arrastraba sin muchas ganas un trapo húmedo por el suelo de cemento. Las ventanas de los pasillos estaban abiertas de par en par, los vahos hediondos de centenares de cuerpos humanos desaparecían paulatinamente y se perdían en las tinieblas, expulsados por el frío aire matutino.

Haciendo sonar los tacones sobre la resbaladiza escalera de metal, Andrei bajó al sótano, con un gesto descuidado le indicó al agente de guardia que permaneciera sentado, y abrió una puerta metálica bajita.

Fritz Geiger, sin chaqueta y con la camisa arremangada, de pie junto a un lavabo oxidado, silbaba una conocida marcha y se frotaba los musculosos brazos con agua de colonia. No había nadie más en el recinto.

— Ah, eres tú — dijo Fritz —. Qué bien. Precisamente, ahora iba a subir a verte. Dame un cigarrillo, se me ha terminado el tabaco.

Andrei le tendió el paquete, Fritz sacó un cigarrillo, lo ablandó entre los dedos, se lo llevó a los labios y miró a Andrei con expresión burlona.

— ¿Qué pasa? — Andrei no se contuvo.

— ¿Cómo que qué pasa? — Fritz encendió el cigarrillo e inhaló el humo con placer —. Perdiste el tiempo. No es un espía ni nada parecido. — ¿Cómo es posible? — balbuceó Andrei, paralizado —. ¿Y la carpeta?

Fritz soltó una carcajada con el cigarrillo en la comisura de la boca y se echó un poco más de agua de colonia en la mano.

— Nuestro judío es un mujeriego sin remedio — dijo, en tono académico —. En la carpeta tenía cartas de amor. Venía de casa de una mujer, se pelearon y él recogió sus cartas. Le tiene un miedo mortal a su viuda, y no seas idiota, trataba de deshacerse de la carpeta a la primera oportunidad. Dice que, por el camino, la tiró en una alcantarilla… ¡Qué lástima! — prosiguió Fritz, aún en tono académico —. Debió retirarle esa carpeta, señor juez de instrucción Voronin, desde el primer momento, hubiéramos conseguido un excelente material para comprometerlo, ¡y tendríamos a nuestro judío agarrado por ahí mismo! — Fritz mostró por dónde tendrían agarrado al judío. En los nudillos tenía arañazos recientes —. Por cierto, nos firmó el acta del interrogatorio, así que al menos tenemos del lobo un pelo.