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— ¿Qué te pasa ahora? — preguntó Andrei, decaído —. ¿Te has peleado con el censor?

Tomó las galeradas y las miró atentamente, sin comprender nada ni ver otra cosa que no fueran las líneas y anotaciones en rojo.

— De las cartas de los lectores sólo queda una — dijo Kensi con furia —. El editorial no pasa, es demasiado fuerte. No se pueden publicar los comentarios sobre la intervención del alcalde, demasiado provocadores. Ni la entrevista con los granjeros, es un asunto delicado, inoportuno… Así no puedo trabajar, Andrei. Eres el único que puede hacer algo. ¡Esos canallas están matando el periódico!

— Aguarda — dijo Andrei, arrugando el rostro —. Aguarda, deja ver de qué se trata…

De repente, un enorme perno oxidado comenzó a atornillarse en su nuca, en la depresión junto a la base del cráneo. Cerró los ojos y gimió en voz baja.

— ¡Con esos gemidos no vas a resolver nada! — dijo Kensi, dejándose caer en el butacón para los visitantes y encendiendo un cigarrillo con dedos temblorosos —. Tú gimes, yo gimo, y quien debiera gemir es ese canalla, no nosotros.

La puerta volvió a abrirse de par en par. El censor, un tipo grueso, sudoroso, con el rostro lleno de manchas rojas, que respiraba como si estuviera huyendo de alguien, entró de súbito en la habitación.

— ¡Me niego a trabajar en estas condiciones! — gritó desde la puerta —. Señor redactor jefe, no soy un niño. ¡Soy un funcionario del estado! ¡No estoy aquí para divertirme! ¡No tengo la intención de seguir oyendo semejantes insultos de boca de sus subordinados! ¡Ni que me llamen…!

— ¡A usted habría que estrangularlo, no insultarlo! — masculló Kensi desde su asiento, con ojos brillantes como los de una serpiente —. Usted es un saboteador y no un funcionario.

El censor se quedó como de piedra, y sus ojos enrojecidos pasaban alternativamente de Kensi a Andrei.

— ¡Señor redactor jefe! — dijo, finalmente, con voz serena, casi solemne —. ¡Le comunico mi protesta más formal! Entonces, haciendo un enorme esfuerzo por contenerse, Andrei dio una violenta palmada sobre la mesa.

— Les ordeno a los dos que se callen — dijo —. Siéntese, por favor, señor Paprikaki.

El señor Paprikaki se sentó frente a Kensi, y entonces, sin mirar a nadie, se sacó del bolsillo un enorme pañuelo a cuadros y se puso a secarse el sudor del cuello, las mejillas, la nuca y la nuez.

— Vamos a ver — dijo Andrei, revisando las galeradas —. Preparamos una selección con diez cartas…

— ¡Una selección tendenciosa! — declaró de inmediato el señor Paprikaki.

— ¡Ayer recibimos novecientas cartas sobre el problema del pan! — se disparó Kensi de nuevo —. Y todas con el mismo contenido, si no peor…

— ¡Un minuto! — dijo Andrei, levantando la voz y dando otra palmada sobre la mesa —. ¡Déjenme hablar! Y si no les gusta, salgan al pasillo y resuelvan sus problemas allí. Señor Paprikaki, nuestra selección está basada en un minucioso análisis de las cartas recibidas en la redacción. El señor Ubukata tiene toda la razón: tenemos cartas mucho más violentas y agresivas. Pero en la selección incluimos precisamente la correspondencia más calmada y menos agresiva. Cartas de personas que no sólo tienen hambre o están asustadas, sino que entienden lo complejo de la situación. Además, llegamos a incluir una carta que expresa su apoyo al gobierno, aunque es la única entre siete mil, que hemos…

— No tengo nada en contra de esa carta — lo interrumpió el censor.

— Faltaría más — dijo Kensi —, si la escribió usted mismo.

— ¡Eso es mentira! — el censor chilló con tanta fuerza que el perno herrumbroso volvió a clavarse en la nuca de Andrei.

— Pues si no fue usted, sería algún otro de su pandilla — repuso Kensi.

— ¡Usted es un chantajista! — gritó el censor, y de nuevo el rostro se le cubrió de rosetones.

La exclamación era algo extraña, y durante unos momentos reinó el silencio. Andrei siguió revisando las galeradas.

— Hasta hoy hemos logrado una buena colaboración, señor Paprikaki — dijo, conciliador —. Estoy seguro de que ahora tenemos que llegar a un compromiso…

— ¡Señor Voronin! — dijo con sentimiento el censor, comenzando a inflar las mejillas —. ¿Qué tengo que ver yo en todo esto? El señor Ubukata es una persona de mal carácter, lo único que desea es dar salida a su ira, y le da lo mismo con quién. Pero entienda usted que yo actúo en correspondencia con las instrucciones recibidas. En la Ciudad falta poco para que estalle un motín. Los granjeros están a punto de armar una degollina. La policía no es de fiar. ¿Qué quiere usted, sangre? ¿Incendios? Yo tengo hijos y no deseo nada de eso. ¡Y usted tampoco! En días como éstos, la prensa debería contribuir a aliviar la situación y no a agudizarla. Ése es el planteamiento, y debo decirle que coincido plenamente con él. E incluso, si no estuviera de acuerdo, de todas maneras estoy obligado, es mi deber… Ayer arrestaron al censor del Expreso por negligencia, por complicidad con elementos subversivos.

— Lo entiendo perfectamente, señor Paprikaki — dijo Andrei, de la manera más cordial posible —. Pero a fin de cuentas, usted mismo puede ver que la selección de cartas es totalmente moderada. Entiéndame, se debe precisamente al hecho de que vivimos tiempos duros el que no podamos ceder ante las presiones del gobierno. Precisamente por el hecho de que estamos ante una posible rebelión de los elementos desclasados y los granjeros, debemos hacer todo lo posible para que el gobierno medite. ¡Estamos cumpliendo con nuestro deber, señor Paprikaki!

— No aprobaré esa selección de cartas — dijo Paprikaki muy bajito.

Kensi masculló un taco.

— Nos veremos en la obligación de publicar el diario sin su aprobación — dijo Andrei.

— Muy bien — dijo Paprikaki, angustiado —. Encantador. Una delicia. Le pondrán una multa al periódico y a mí me arrestarán. Y secuestrarán la tirada. Y lo arrestarán a usted también.

Andrei agarró la hoja titulada Bajo el signo del Renacimiento Radical y la agitó ante las narices del censor.

— ¿Y por qué no arrestan a Fritz Geiger? — preguntó —. ¿A cuántos censores de este periódico han arrestado?

— No sé — replicó Paprikaki con serena desesperación —. ¿Y a mí, qué me importa eso? A Geiger lo arrestarán en cualquier momento, le llegará su hora…

— Kensi — dijo Andrei —. ¿Cuánto tenemos en la caja? ¿Alcanza para pagar la multa?

— Haremos una colecta entre los trabajadores — dijo Kensi con diligencia y se levantó —. Le daré al maquetista la orden de que ponga en marcha las rotativas. De alguna manera saldremos de ésta…

Caminó hacia la puerta mientras el censor lo miraba marcharse con melancolía, suspiraba y se sonaba la nariz.

— No tiene usted corazón — balbuceaba —. Ni cerebro. Mocosos…

— Andrei — dijo Kensi deteniéndose en el umbral —, yo en tu lugar iría a la alcaldía y apelaría a todos los resortes posibles.

— De qué resortes hablas… — masculló Andrei, sombrío.

— Ve a ver al sustituto del consejero político. — Kensi deshizo el camino y volvió a la mesa —. A fin de cuentas, también es ruso. Has bebido vodka con él.

— Y también le he roto la jeta — añadió Andrei, con aire lúgubre.

— No importa, no es rencoroso — dijo Kensi —. Y además, sé de buena tinta que se le puede untar.

— ¿Y a quién no se puede untar en la alcaldía? — dijo Andrei —. Pero no se trata de eso. — Suspiró —. Está bien, pasaré por ahí. Quizá pueda averiguar algo… ¿Y qué vamos a hacer con Paprikaki? Ahora mismo irá corriendo a telefonear… Eso es lo que va a hacer, ¿no?

— Por supuesto — asintió Paprikaki, sin el menor entusiasmo.