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— ¡Pues ahora mismo lo ato y lo echo en el armario! — dijo Kensi, chirriando los dientes de satisfacción.

— No hace falta… — dijo Andrei —. Para qué vas a atarlo y a echarlo… Enciérralo en el archivo, ahí no hay teléfono.

— Eso será uso de violencia — apuntó Paprikaki con dignidad.

— Y si lo arrestan, ¿no será acaso uso de violencia?

— ¡Pero no estoy en contra! — exclamó Paprikaki —. Simplemente yo… hacía un comentario.

— Vete, vete, Andrei — dijo Kensi, impaciente —. Puedo hacerlo todo sin ti.

Andrei se incorporó con dificultad, fue hacia el perchero arrastrando los pies y agarró su impermeable. La boina se había metido en alguna parte, la buscó debajo, entre galochas de fieltro olvidadas por los visitantes en algún momento del pasado, no la encontró, soltó un taco y salió al vestíbulo. La secretaria raquítica levantó hacia él sus ojos grises, asustados. Zorra andrajosa. ¿Cómo se llamaba?

— Voy a la alcaldía — dijo Andrei con desgana.

En la redacción todo seguía como todos los días. Alguien gritaba por el teléfono, otro escribía, apoyándose en un extremo de la mesa, los mensajeros iban de un lado a otro con carpetas y papeles en las manos, el aire estaba saturado de humo de cigarrillos, el piso estaba sucio…

— Aquí se ha excedido, no ha tenido una clara percepción de la medida, el material ha resultado más duro y más fluido que usted — le anunciaba con altivez a un autor de rostro aburrido el jefe del departamento literario, un asno fenomenal con unos quevedos dorados (ex cartógrafo de un pequeño estado, algo así como Andorra).

«A patadas, a patadas, a patadas», pensó Andrei, mientras atravesaba el local. De repente recordó cuan querido le era aquello, cuan nuevo y divertido, cómo hasta hace muy poco tiempo lo había considerado algo con grandes perspectivas, algo necesario e importante…

— Jefe, un momento — le gritó Dennis Lee, jefe del departamento de cartas de los lectores, y estuvo a punto de correr tras él.

Pero Andrei, sin volverse, se desentendió con un gesto de la mano. «A patadas, a patadas, a patadas…»

Al salir del portal, se detuvo y se subió el cuello del impermeable. Por la calle seguían pasando carretones, todos en la misma dirección, hacia el centro de la ciudad, hacia la alcaldía. Andrei se metió bien las manos en los bolsillos y, encorvando la espalda, comenzó a andar en la misma dirección. Dos minutos más tarde se dio cuenta de que caminaba al lado de una gigantesca carreta, con ruedas cuyo diámetro era igual a la altura de un hombre. Conducían la carreta dos tipos gigantescos, al parecer agotados por el largo viaje. A causa de las altas barandas de tablas no se veía la carga que llevaba la carreta, pero se distinguía bien al carretero en su sitio, aunque no tanto al hombre como su colosal capa de lona de capuchón triangular. A él sólo se le veía la barba que apuntaba hacia delante, y entre el chirrido de las ruedas y el golpeteo de los cascos se oían los extraños sonidos que emitía: o bien azuzaba a los caballos, o soltaba gases como cualquier paleto.

«Y éste también ha venido a la Ciudad — pensó Andrei —. ¿Para qué? ¿Qué buscan aquí todos ellos? Aquí no van a encontrar pan, y tampoco lo necesitan, tienen suficiente pan. Y, en general, lo tienen todo, no como nosotros, la gente de la ciudad. Hasta tienen armas. ¿Será verdad que quieren organizar una degollina, una asonada? Es posible. ¿Y qué van a sacar en limpio de todo eso? ¿Vaciarán los pisos? No entiendo nada.»

Recordó la entrevista con los granjeros y cuan decepcionado había quedado Kensi con esa entrevista aunque la hubiera hecho él mismo: había llevado a cabo una encuesta entre casi cincuenta campesinos reunidos en la plaza frente a la alcaldía. «Nosotros, como el resto de la gente»; «Estamos aburridos de vivir en las ciénagas, y se me ocurrió venir…»; «Vi que todos iban a la Ciudad; y yo también vine a la Ciudad. ¿Qué, soy yo menos que los demás?»; «¿El fusil automático? ¿Cómo podemos vivir sin un fusil automático? No podemos dar ni un paso sin el fusil…»; «Salí por la mañana a ordeñar las vacas y vi que hay gente en el camino. Estaban Siomka Kostilin. Jacques el Francés, y ése… me cago en… se me olvida su nombre constantemente, el que vive más allá de la Colina de los Piojos. Les pregunté adonde iban. Me dijeron que el sol llevaba siete días sin encenderse y venían a la Ciudad a averiguar…»; «Y vosotros, preguntadle a los jefes. Los jefes lo saben todo…»; «Dijeron que iban a dar tractores automáticos. Para que uno pudiera quedarse en casa, echándose fresco, mientras el tractor trabaja en tu lugar… Llevan tres años prometiéndolo.»

Turbio, poco claro, impreciso. Siniestro. O estaban ocultando algo, o era el instinto lo que los hacía agruparse. O habría alguna organización secreta, bien oculta… ¿Qué era aquello? ¿Una rebelión? ¿Un motín campesino? En algo había que darles la razón: el sol llevaba doce días sin encenderse, las cosechas se morían, nadie tenía idea de qué iba a ocurrir. Por eso habían decidido salir de sus hogares.

Andrei dejó atrás una pequeña cola silenciosa delante de la carnicería, y otra más adelante, en la panadería. Quienes esperaban eran, sobre todo, mujeres, y muchas de ellas tenían brazaletes blancos. Andrei recordó enseguida la Noche de San Bartolomé, y en ese momento pensó que ya no era de noche, era la una del mediodía, pero hasta entonces los tenderetes estaban cerrados. En la esquina, bajo el letrero de neón del café nocturno Kwisisan, había tres policías juntos. Tenían un aspecto extraño, como inseguro. Andrei ralentizó el paso para oír qué decían.

— ¿Qué, ahora nos ordenarán pelear contra ellos? Nos superan dos a uno.

— Pues vamos y les decimos eso mismo: no es posible llegar allí, y basta. — Entonces, nos dirán: «¿Cómo que no es posible? Sois la policía».

— Sí, la policía, ¿y qué? Somos la policía y ellos son una milicia.

«Y qué clase de milicia — pensó Andrei, pasando de largo —. No sé de ninguna milicia.» Dejó atrás otra cola y giró hacia la calle Mayor. Delante se veían las brillantes farolas de mercurio de la Plaza Central, cuyos amplios espacios estaban llenos de algo gris que se movía, cubierto de humo o de vaho, pero en ese momento lo detuvieron.

Un joven corpulento, un adolescente casi, muy crecido, que llevaba un quepis plano con la visera encima de los ojos, le cortó el paso.

— ¿Adonde va, caballero? — le preguntó en voz baja.

Tenía las manos en los costados, y llevaba brazaletes blancos en ambas mangas. Detrás de él, junto a la pared, había otros hombres de variado aspecto, todos con brazaletes blancos.

De reojo, Andrei vio que un anciano, cubierto por un impermeable de lona, seguía adelante con su carretón sin que nadie lo molestara.

— Voy a la alcaldía — dijo Andrei, que se había visto obligado a detenerse —. ¿Qué pasa?

— ¿A la alcaldía? — repitió el joven corpulento en voz alta y miró a sus acompañantes por encima del hombro; dos de ellos se separaron del grupo y caminaron hacia Andrei.

— ¿Y tendría la bondad de decirme para qué va a la alcaldía? — se interesó un tipo corpulento, bajito, sin afeitar, que vestía un mono de trabajo manchado de grasa y llevaba un casco con las letras GM. Tenía un rostro enérgico, musculoso, y sus ojos inquisitivos tenían algo de maldad.

— ¿Quiénes son ustedes? — preguntó Andrei, mientras acariciaba la pequeña barra de cobre que llevaba en un bolsillo desde hacía poco, a causa de la intranquilidad reinante.

— Somos la milicia voluntaria — respondió el tipo bajito —. ¿Qué va a hacer en la alcaldía? ¿Quién es usted?

— Soy el redactor jefe del Diario Urbano — dijo Andrei, molesto, mientras apretaba la barra de cobre. No le gustaba en absoluto que el adolescente estuviera detrás de él, a la izquierda, y que el tercer miliciano voluntario, un hombre joven, al parecer muy fuerte, resoplara sobre su oreja por la derecha —. Voy a la alcaldía para protestar por las acciones de la censura.