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— No se nace ladrón. Uno se convierte en ladrón. Además, ya lo ha oído: «¿Cómo podemos saber qué necesita el Experimento? El Experimento es eso, un experimento…». — Donald calló un momento —. El fútbol es el fútboclass="underline" balón redondo, terreno de juego rectangular, que gane el mejor…

Las farolas se terminaron, la parte residencial de la ciudad había quedado atrás. Entonces, a los lados del camino en mal estado, había una hilera de ruinas abandonadas: restos de columnatas absurdas hundidas en cimientos pésimos, paredes apuntaladas con agujeros en lugar de ventanas, arbustos espinosos, montones de leños podridos, ortigas y malas hierbas, arbolitos escuálidos, semiasfixiados por las lianas entre montones de ladrillos ennegrecidos. Y después aparecía de nuevo, delante, un resplandor nebuloso. Donald giró a la derecha, dejó espacio a un camión vacío que venía a su encuentro, derrapó en las roderas profundas, llenas de fango, y finalmente frenó a pocos centímetros de los faros rojos del último camión de basura de la cola. Apagó el motor y miró el reloj. Andrei también miró el suyo. Eran casi las cuatro y media.

— Estaremos parados una hora — dijo Andrei, animado —. Vamos a ver quién tenemos ahí delante.

Otro vehículo se aproximó por detrás y se detuvo.

— Vaya solo — dijo Donald, se reclinó en el asiento y se cubrió el rostro con el sombrero.

Entonces Andrei también se reclinó, apartó el alambre del asiento y encendió un cigarrillo. Delante, la descarga avanzaba a toda máquina. Se oían los chirridos de las tapas de los bidones.

— Ocho… diez… — gritaba la voz aguda del controlados.

En un poste se balanceaba una bombilla de mil vatios, cubierta por un plato de hojalata.

— ¿Adonde vas, hijo de perra? — se oyó gritar de repente —. ¡Ve para atrás!

— ¡Tú, bestia ciega! ¿Quieres que te rompa los dientes?

A la izquierda y a la derecha se alzaban montañas de desperdicios que se habían adherido entre sí formando una masa densa, y el vientecillo nocturno difundía un horrible hedor.

— ¡Hola, cargamierdas! — tronó de pronto una voz conocida junto al oído —. ¿Cómo va el gran Experimento?

Se trataba de Izya Katzman en tamaño naturaclass="underline" despeinado, gordo, desaliñado y, como siempre, rebosante de una repelente alegría de vivir.

— ¿Lo habéis oído? Dicen que existe un proyecto para la solución final del problema del delito. ¡Eliminarán la policía! En su lugar, por la noche soltarán a la calle a los locos. Será el final de bandidos y gamberros, ¡sólo a un loco se le ocurrirá salir de noche a la calle!

— No tiene gracia — dijo Andrei con sequedad.

— ¿Que no tiene gracia? — Izya trepó al estribo y metió la cabeza en la cabina —. ¡Todo lo contrario! ¡Tiene muchísima gracia! No habrá más gastos adicionales. Y por la mañana, los conserjes serán los encargados de llevar de vuelta a los locos a sus lugares de residencia…

— Por esa razón, a los conserjes se les dará una ración adicional, consistente en un litro de vodka — prosiguió Andrei y eso divirtió mucho a Izya, que se puso a reír con extraños sonidos guturales, a mugir y a manotear en el aire.

De repente. Donald soltó un taco en voz baja, abrió su portezuela y desapareció de un salto en la oscuridad. Al momento, Izya dejó de reírse.

— ¿Qué le ocurre? — preguntó, inquieto.

— No lo sé — respondió Andrei, sombrío —. Seguramente le has dado ganas de vomitar. Lleva varios días así.

— ¿De verdad? — Izya miró por encima de la cabina en la dirección por la que Donald había desaparecido —. Qué lástima. Es un buen hombre. Pero no acaba de adaptarse.

— ¿Y quién puede adaptarse?

— Yo estoy adaptado. Tú también. Van está adaptado… Hace poco. Donald estaba molesto, preguntaba por qué había que hacer cola para descargar la basura. Se quejaba de que hubiera un controlador, quería saber qué era lo que controlaba.

— Y tenía razón. En realidad, es una idiotez supina.

— Pero eso no te pone nervioso — objetó Izya —. Tú entiendes perfectamente que el controlador no se gobierna a sí mismo. Lo pusieron a controlar y él controla. Pero como no le alcanza el tiempo para controlar, se forma una cola, eso lo entendemos todos. Y la cola tiene sus reglas… — Izya gruñó y salpicó nuevamente —. Por supuesto, si Donald ocupara el lugar de los jefes, construiría aquí un camino decente, con entradas para descargar la basura, y mandaría al controlador, ese león imponente, a trabajar como policía, para que se dedicara a cazar bandidos. O con los granjeros, a la primera línea…

— ¿Y qué? — pronunció Andrei, impaciente.

— ¡Cómo que y qué! Donald no es uno de los jefes.

— ¿Y por qué los jefes actúan así?

— ¿Y qué les importa eso? — gritó Izya con alegría —. ¡Piénsalo! ¿Se recoge la basura? ¡Se recoge! ¿Se controla la descarga? ¡Se controla! ¿Sistemáticamente? ¡Sistemáticamente! Cuando termina el mes, se presenta un informe: se han recogido tantos bidones de mierda más que el mes pasado. El ministro está satisfecho, el alcalde está satisfecho, todos están satisfechos y si Donald no está satisfecho, nadie lo obligó a venir aquí, lo hizo de manera voluntaria.

El camión delantero soltó una nube de humo grisáceo y adelantó unos quince metros. Andrei ocupó de un salto el asiento tras el volante y miró por la ventanilla. No se veía a Donald por ninguna parte. Entonces, encendió el motor con cierta aprensión y avanzó lentamente. En el corto trayecto, el motor se le caló tres veces, Izya caminaba a su lado, estremeciéndose cada vez que el vehículo comenzaba a corcovear. Después se puso a contar algo sobre la Biblia, pero Andrei lo oía mal, estaba cubierto de sudor a causa de la tensión.

Bajo la potente bombilla todo seguía igual, se oían tacos y los sonidos metálicos de los bidones. Algo botó sobre el techo de la cabina, pero Andrei no le prestó atención. Por detrás se acercó el enorme Oskar Hayderman con su ayudante, un negro haitiano, y le pidió un cigarrillo. El negro, llamado Silva, apenas se distinguía en la oscuridad, salvo por sus dientes blancos.

Izya se puso a conversar con ellos, llamando ton-ton macoute a Silva, mientras Oskar preguntaba por un tal Thor Heyerdahl. Silva hacía horribles muecas, como si disparara ráfagas con un fusil automático. Izya se aguantaba las tripas y hacía como si lo hubieran matado. Andrei no entendía nada y, al parecer, Oskar tampoco. Enseguida se aclaró que confundía Haití con Tahití…

Algo volvió a rodar por el techo de la cabina, y de repente un montón de basura pegajosa golpeó el capó y se deshizo.

— ¡Eh! — gritó Oskar a la oscuridad —. ¡Basta ya! Delante, veinte gargantas volvieron a gritar y la densidad de los tacos alcanzó un nivel nunca visto. Algo ocurría, Izya soltó un gemido lastimero, se agarró el vientre y se dobló por la cintura, esta vez en serio. Andrei abrió la portezuela, comenzó a asomarse y en ese momento una lata de conservas vacía le dio en la cabeza. No le dolió, pero se molestó mucho. Silva se agachó y se deslizó hasta desaparecer en la oscuridad. Andrei se protegió la cabeza y la cara, y se puso a examinar los alrededores.

No se veía nada. De detrás del montón de basura a la izquierda lanzaban latas oxidadas, pedazos de madera podrida, huesos viejos y hasta trozos de ladrillo. Se oyó el sonido de cristales que se rompían. Un feroz bramido de indignación brotó de la fila de camiones.

— ¡¿Quiénes son los canallas que andan divirtiéndose ahí?! — gritaban, casi a coro.

Rugían los motores y se encendían los faros. Algunos camiones comenzaron a moverse hacia atrás y hacia adelante. Al parecer, los choferes intentaban moverlos de manera que se pudieran iluminar las colinas de desperdicios, desde donde ya llegaban volando ladrillos enteros y botellas vacías. Varios hombres imitaron a Silva, se agacharon y desaparecieron corriendo en la oscuridad.