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— Ah — dijo el tipo bajito, con un gesto vago —. Está claro. Pero, ¿para qué va a la alcaldía? Sólo tiene que arrestar al censor y publicar lo que quiera.

— No me enseñéis qué tengo que hacer — dijo Andrei, que había decidido comportarse de manera insolente —. Ya hemos arrestado al censor sin necesidad de vuestros consejos. Y dejadme pasar.

— Representante de la prensa — gruñó el que le resoplaba sobre la oreja derecha.

— ¿Y qué? Que pase — autorizó el adolescente de la izquierda, en tono condescendiente.

— Adelante — dijo el hombre bajito —. Que pase. Pero después, no nos eche la culpa a nosotros. ¿Va usted armado?

— No — respondió Andrei.

— Es una lástima — dijo el hombre bajito, echándose a un lado —. Pase…

Andrei siguió adelante.

— «El jazmín es una flor divina» — dijo a sus espaldas el hombre bajito con voz de gallo, y los milicianos se echaron a reír. Andrei conocía aquel versito y sintió deseos de volverse, irritado, pero se limitó a acelerar el paso.

En la calle Mayor había bastante gente. Estaban recostados en las paredes, formaban grupos en los portales, y todos llevaban brazaletes blancos. Había algunos de pie en medio de la calzada, se aproximaban a los granjeros que iban llegando, les decían algo, y los granjeros proseguían su camino. Todas las tiendas estaban cerradas, pero no tenían colas delante de sus puertas. Cerca de la panadería, un miliciano viejo con un nudoso bastón trataba de explicarle algo a una anciana solitaria.

— Se lo digo con toda seguridad, madame. Hoy las tiendas no van a abrir. Yo mismo soy dueño de una tienda, madame, sé bien qué le estoy diciendo…

La anciana respondía, chillando, que prefería morir allí, ante aquella puerta, pero no abandonaría la cola.

Haciendo un gran esfuerzo para acallar dentro de sí la preocupación que lo embargaba y la sensación de que todo lo que lo rodeaba era irreal, como en el cine. Andrei llegó a la plaza. La salida de la calle Mayor que daba a la plaza estaba llena de carros, carretas, carretones, diligencias, coches de caballos… Olía a sudor equino y a boñiga fresca; caballos de razas variadas sacudían la cabeza y los habitantes de la ciénaga se llamaban entre sí, haciendo brillar la lumbre de sus cigarrillos. Olía a humo; no lejos habían encendido una hoguera. Un gordo bigotudo que se abotonaba la ropa sobre la marcha salió de una arcada y a punto estuvo de tropezar con Andrei, soltó un taco y siguió adelante entre los carretones, llamando a un tal Sidor con tono de urgencia.

— ¡Ven, Sidor! ¡Entra al patio, hay lugar! Pero mira donde pisas, no te vayas a embarrar…

Andrei se mordió el labio y siguió adelante. Al borde mismo de la plaza, los carretones ocupaban las aceras. Muchos estaban sin los caballos; las bestias de tiro, con maneas puestas, vagaban por los alrededores dando saltitos y oliendo el asfalto sin mucho interés. En los carretones dormían, fumaban, comían, se oía cómo deglutían y masticaban con placer. Andrei se metió en un portal y trató de mirar por encima de la multitud. Lo separaban unos quinientos pasos de la alcaldía, pero era un verdadero laberinto. Las hogueras chasqueaban y echaban humo que, iluminado por las farolas de mercurio, ascendía por encima de los carretones y las diligencias, y como si una campana gigante tirara de él se iba a la calle Mayor. Un bicho se posó con un zumbido sobre la mejilla de Andrei y le clavó el aguijón, como un alfiler. Andrei, asqueado, aplastó de una bofetada algo grande y erizado, que crujió bajo su mano.

«Lo que han traído desde las ciénagas», pensó con enojo. Del portal entreabierto salía un claro olor a amoniaco. Andrei bajó a la acera y echó a andar con decisión por el laberinto, entre los caballos y los vehículos, pero a los pocos pasos pisó algo blando y poco profundo.

El pesado edificio circular de la alcaldía se levantaba sobre la plaza como un bastión de cinco pisos. Casi todas las ventanas estaban a oscuras, sólo en unas pocas había luz, y de los pozos de los ascensores, erigidos por la pared exterior del edificio, salía una luz amarilla mate. El campamento de los granjeros rodeaba la alcaldía formando un anillo. Entre los carretones y el edificio había un espacio vacío, iluminado por brillantes farolas que se erguían sobre columnas ornamentales de hierro. Los granjeros, casi todos armados, se agrupaban bajo las farolas y delante de ellos, a la entrada de la alcaldía, había una fila de policías que, a juzgar por los galones, eran casi todos sargentos y oficiales.

Andrei se abría paso a través de la multitud armada. Alguien lo llamó y se volvió.

— ¡Estoy aquí! — le gritó una voz conocida, y Andrei vio finalmente al tío Yura que se le acercaba, balanceándose y con la mano tendida, lista para el saludo, con la guerrera de siempre, la gorra ladeada y la ametralladora que Andrei conocía tan bien colgando de un ancho cinturón que llevaba pasado por encima del hombro.

— ¡Hola, Andriuja, alma de ciudad! — gritó, haciendo chocar estruendosamente la palma de su mano contra la de Andrei —. ¡Llevo buscándote todo el tiempo; no puede ser, me digo, que con todo este lío no esté aquí nuestro Andrei! Es un chaval que siempre está en todas, me digo, seguro que está aquí por alguna parte. — El tío Yura se veía bastante nervioso. Se quitó la ametralladora del hombro, apoyó la axila sobre el cañón como si se tratara de una muleta y siguió hablando, con el mismo ardor —. Busco aquí, busco allá, y no encuentro a Andrei. A la mierda, pienso, ¿qué pasa? Fritz, el rubio amigo tuyo, está aquí. Anda dando vueltas entre los campesinos, soltando discursitos. ¡Pero tú no aparecías!

— Aguarda, tío Yura — intervino Andrei —. ¿Para qué has venido aquí?

— ¡Para exigir mis derechos! — dijo el tío Yura burlón, mientras su barba se movía como una escoba —. He venido únicamente para eso, pero al parecer no vamos a sacar nada en limpio. — Escupió al suelo y extendió el salivazo con su enorme bota —. El pueblo es como un piojo. No sabe por qué ha venido. O bien a rogar, o bien a exigir, o quién sabe si a ninguna de las dos cosas, puede que añoren la vida en ciudad, nos quedamos un rato aquí, le llenamos de mierda la ciudad y nos regresamos a casa. El pueblo es una mierda. Mira. — Se volvió y saludó a alguien con la mano —. Por ejemplo, ahí tienes a Stas Kowalski, mi amigo, Stas, cabrón… ¡Ven acá!

Stas se acercó: era un hombre encorvado, flaco, con bigotes que le colgaban con desánimo y cabellos ralos. Apestaba a aguardiente casero. Se mantenía de pie sólo por instinto, pero de vez en cuando erguía la cabeza con aire guerrero, levantaba una escopeta recortada que llevaba colgando al cuello y alzaba los párpados con enorme esfuerzo para echar una mirada amenazadora en torno suyo.

— Aquí tienes a Stas — proseguía el tío Yura —. Estuvo en la guerra, eh, Stas. ¿estuviste en la guerra? Cuéntalo — le exigía el tío Yura, abrazando a Stas por los hombros y balanceándose junto con él.

— ¡Ja! ¡Jo! — respondió Stas, intentando mostrar con todo su aspecto que había combatido, y que no tenía palabras para expresar cómo había combatido.

— Ahora está borracho — explicó el tío Yura —. Cuando no hay sol, no puede permanecer sobrio… ¿Qué te estaba contando? ¡Sí! Pregúntale por qué está perdiendo el tiempo aquí. Tiene un arma. Tiene colegas dispuestos a pelear. ¿Qué más le hace falta?

— Aguarda — dijo Andrei —. ¿Qué queréis?

— ¡Te lo estoy explicando! — dijo el tío Yura con sentimiento, soltando en ese momento a Stas, que describió un arco hacia un lado —. ¡Estoy tratando de metértelo en la cabeza! Hay que aplastar a los canallas, basta con hacerlo una vez. ¡Ellos no tienen ametralladoras! Los pisotearemos, los liquidaremos a sombrerazos. — De repente calló y volvió a colgarse la ametralladora a la espalda —. Vamos.