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— ¿Adonde?

— A beber. Hay que acabarse todo el aguardiente y regresar a casa de una puñetera vez. ¿Para qué estamos perdiendo el tiempo? Allá se me pudre la patata. Vamos.

— No, tío Yura — dijo Andrei, como pidiéndole perdón —. Ahora no puedo. Tengo que ir a la alcaldía.

— ¿A la alcaldía? ¡Vamos! ¡Stas! Stas, ven…

— ¡Aguarda, tío Yura! Es que… no te dejarán entrar.

— ¿A quién? ¿A mí? — rugió el tío Yura, con una mirada de ferocidad —. ¡Vamos ahora mismo! ¡A ver quién se atreve a no dejarme pasar! ¡Stas! — Abrazó a Andrei por los hombros y lo arrastró a través del espacio vacío iluminado hasta llegar a la fila de policías —. Entiéndeme — susurraba con vehemencia al oído de Andrei, que se resistía —. Me da miedo, ¿entiendes? No se lo he dicho a nadie, pero a ti sí te lo digo. ¡Me da pavor! ¿Y si no vuelve a encenderse nunca más? Nos trajeron a este sitio y nos abandonan. Lo mejor es que lo expliquen, que digan la verdad, hijos de puta, así no se puede vivir. Ya no puedo dormir, ¿lo entiendes? Eso no me había ocurrido nunca, ni siquiera en el frente. ¿Crees que estoy borracho? Borracho, una mierda, es el terror, el terror que se ha adueñado de mí.

Aquel susurro febril hizo que una ola gélida recorriera la columna vertebral de Andrei. Se detuvo a unos cinco pasos de los policías. Le parecía que todo el mundo en la plaza lo miraba fijamente, tanto los granjeros como los policías.

— Escúchame, tío Yura — dijo, poniendo en su voz toda la convicción de que era capaz —. Ahora voy a entrar ahí, arreglaré cierto asunto relativo a mi periódico, y tú vas a esperarme aquí. Después, iremos a mi casa y hablaremos en detalle de todo.

— No — dijo el tío Yura, negando violentamente con la cabeza —, voy contigo. Yo también tengo que arreglar un asunto…

— ¡No te van a dejar pasar! Y a mí tampoco, por tu culpa.

— Vamos, vamos — balbuceaba el tío Yura —. ¿Cómo que no me dejarán pasar? ¿Por qué no me van a dejar pasar? Vamos calladitos, serios.

Estaban ya junto a la fila cuando un capitán de elegante uniforme, con la cartuchera desabrochada al lado izquierdo del cinturón, fue a su encuentro.

— ¿Adonde van, señores? — preguntó con frialdad.

— Soy el redactor jefe del Diario Urbano — dijo Andrei, echando con suavidad a un lado al tío Yura para que dejara de abrazarlo —. Debo reunirme con el asesor político.

— Muéstreme sus documentos, por favor — una mano, forrada en piel de ante, apareció extendida delante de Andrei.

Andrei sacó su identificación, se la entregó al capitán y miró de reojo al tío Yura. Para su asombro, éste permaneció tranquilo, sorbiendo por la nariz y arreglándose de vez en cuando el cinturón de la ametralladora, aunque no fuera necesario en absoluto. Sus ojos, al parecer, estaban sobrios del todo y recorrían lentamente la fila de policías.

— Puede pasar — dijo el capitán con cortesía, mientras devolvía la identificación —. Aunque debo decirle… — Sin terminar, se volvió hacia el tío Yura —: ¿Y usted?

— Viene conmigo — dijo Andrei, presuroso —. En cierto sentido, representa… a una parte de los granjeros.

— ¡Los documentos!

— ¿Qué documentos puede tener un granjero? — dijo Yura, en tono amargo.

— No puedo dejarlo pasar sin documentos.

— ¿Y por qué no puedo pasar sin documentos? — El tío Yura estaba muy descontento —. Sin un asqueroso papelito, ya no soy persona, ¿cierto?

Alguien comenzó a soplar aire caliente tras la nuca de Andrei. Se trataba de Stas Kowalski, que con aire belicoso, trastabillando, cubría la retaguardia. Otras personas comenzaron a agruparse lentamente, como sin muchas ganas, en el espacio iluminado.

— ¡Señores, señores, no se amontonen! — dijo el capitán, nervioso —. ¡Pase usted, caballero — le gritó con rabia a Andrei —. ¡Señores, un paso atrás! ¡Está prohibido amontonarse!

— O sea, que si no tengo un papelito lleno de garabatos — se lamentaba el tío Yura —, eso quiere decir que no puedo pasar, que no existo…

— ¡Rómpele el hocico! — propuso Stas, con voz inesperadamente clara.

El capitán agarró a Andrei por la manga del impermeable y le dio un fuerte tirón, de manera que un segundo después quedó detrás de la fila. Los policías volvieron a ocupar su lugar de inmediato, separando de él a los granjeros que se agolpaban frente al capitán, y Andrei, sin esperar el desarrollo ulterior de los acontecimientos, echó a andar con rapidez hacia la entrada débilmente iluminada. A sus espaldas seguía la discusión.

— Quieren carne y trigo, eso sí, pero cuando se trata de pasar a alguna parte…

— ¡Les ruego que no se amontonen! Tengo orden de arrestar…

— ¿Por qué no dejas pasar al representante, eh?

— ¡El sol! ¡El sol, canallas! ¿Cuándo lo van a encender de nuevo?

— ¡Señores, señores! Yo no soy responsable de eso.

Por la escalera de mármol bajaban más policías al encuentro de Andrei, haciendo sonar los tacones. Iban armados con fusiles y llevaban la bayoneta calada.

— ¡Preparen los balones! — ordenó una voz discretamente.

Andrei terminó de subir la escalera y miró atrás. El espacio iluminado estaba lleno de personas. Los granjeros, unos lentamente y otros a la carrera, se apresuraban hacia la multitud de personas que se había formado allí.

Andrei tiró con esfuerzo de la pesada puerta, alta, con refuerzos de bronce, y entró en el vestíbulo. También estaba oscuro y se percibía un característico olor a cuartel. En lujosos butacones, en sofás y directamente sobre el suelo dormían policías, cubiertos con sus capotes. En el pasillo débilmente iluminado que se extendía a lo largo de tres de las paredes del vestíbulo, se veían varias figuras. Andrei no pudo distinguir si llevaban armas o no.

Subió corriendo al segundo piso por la blanda alfombra que cubría la escalera. Allí estaba el departamento de prensa. Echó a andar por el largo pasillo y, de repente, la duda se apoderó de él. En aquel enorme edificio reinaba ese día un silencio excesivo. Por lo general allí había montones de personas, se oían las teclas de las máquinas de escribir, sonaban los timbres de los teléfonos, el ruido de las conversaciones dejaba paso a los gritos de los jefes, pero entonces no había nada de aquello. Algunas oficinas estaban abiertas de par en par, pero se encontraban a oscuras, y en el pasillo sólo estaba encendida una lámpara de cada cuatro.

El presentimiento era cierto: el despacho del asesor político estaba cerrado con llave, y en el cubículo de sus ayudantes había dos desconocidos que vestían abrigos grises idénticos, abotonados hasta la barbilla, y llevaban sombreros hongo iguales, desplazados hacia los ojos.

— Les ruego me perdonen — dijo Andrei, enojado —. ¿Dónde puedo encontrar al señor asesor político o a su sustituto?

Las cabezas enfundadas en sombreros hongo se volvieron lentamente hacia él.

— ¿Y para qué desea verlo? — preguntó el de menor estatura.

De repente, el rostro de aquel hombre no le pareció totalmente desconocido a Andrei, y lo mismo le ocurrió con la voz. Y por alguna razón le resultó extraño y desagradable que aquel hombre estuviera allí. No tenía nada que hacer en ese sitio. Andrei torció el gesto y explicó con voz entrecortada y decidida quién era él y qué necesitaba.

— Entre, por favor — dijo el hombre que le parecía conocido —, no se quede en la puerta.

Andrei entró y miró a su alrededor, pero no veía nada: ante sus ojos sólo destacaba aquel rostro liso, afeitado, monacal. «¿Dónde lo he visto? Es alguien desagradable… y peligroso. No sé para qué he venido aquí, sólo me dedico a perder el tiempo.»