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El hombre bajito que llevaba sombrero hongo también lo miraba atentamente. Había silencio. Las altas ventanas estaban tapadas con gruesas cortinas, y el ruido exterior apenas llegaba a la habitación. De repente, el hombre bajito que llevaba sombrero hongo se levantó de un salto y se detuvo junto a Andrei. Los ojos grises, casi sin pestañas, parpadeaban, y su enorme nuez se desplazó desde el botón superior del abrigo hasta casi tocar la barbilla.

— ¿Redactor jefe? — musitó el hombre bajito, y en ese momento Andrei lo reconoció por fin, y mientras la congoja lo dejaba sin fuerzas y cesaba de percibir el suelo bajo los pies, se dio cuenta de que también a él lo habían reconocido.

El rostro monacal se distendió en una mueca agresiva, mostrando unos escasos dientes podridos, el hombre bajito se agachó y Andrei sintió un fuerte dolor en el vientre, como si sus entrañas hubieran reventado, y a través de la niebla nauseabunda que le cubría los ojos vio de repente el suelo encerado… Huir, huir… En su cabeza estallaron fuegos artificiales: el techo, lejano y oscuro, surcado de grietas, comenzó a temblar y a girar lentamente… De la angustiosa oscuridad que comenzaba a rodearlo salían picas al rojo vivo y se le clavaban en los costados… «Me matará… ¡Me matará!» De repente, su cabeza se hinchó y, despellejándose las orejas, se introdujo en una estrecha ranura maloliente.

— Tranquilo, Coxis — decía sin prisa una voz atronadora —, tranquilo, todo a la vez, no.

Andrei gritó con todas sus fuerzas, una papilla espesa y caliente le afluyó a la boca, comenzó a ahogarse y vomitó.

No había nadie en la habitación. La enorme cortina estaba recogida y la ventana abierta de par en par, el aire era frío y húmedo y se oía un rugido lejano. Andrei logró apoyarse con dificultad sobre las manos y las rodillas, y comenzó a desplazarse a lo largo de la pared. Hacia la puerta. Para salir de allí…

En el pasillo volvió a vomitar. Se quedó tirado allí unos momentos, agotado a más no poder, y después intentó ponerse de pie.

«Me siento mal — pensó —, muy mal. — Se sentó y comenzó a palparse la cara. Tenía el rostro húmedo y pegajoso, y en ese momento se dio cuenta de que veía sólo con un ojo. Le dolían las costillas, le costaba trabajo respirar. Le dolían las quijadas y el bajo vientre irradiaba un dolor torturante —. Canalla, Coxis. Me has destrozado.» Se echó a llorar. Estaba sentado en el suelo, en el pasillo desierto, con la espalda apoyada en las molduras doradas, y lloraba. No podía contenerse. Sin dejar de llorar, levantó torpemente los faldones del impermeable y metió la mano bajo el cinturón. El dolor era terrible, pero no provenía de allí, sino de más arriba. Le dolía todo el vientre. Tenía empapados los calzoncillos.

A pasos estruendosos, alguien llegó corriendo desde lo profundo del pasillo y se detuvo junto a él. Era un policía rubicundo, sudoroso, sin gorra y con ojos que denotaban confusión. Se detuvo allí varios segundos, como indeciso, y de repente siguió corriendo, mientras que de lo profundo del pasillo llegaba un segundo policía, también a la carrera, que se quitaba la guerrera por el camino.

En ese momento Andrei se dio cuenta de que en el lugar desde donde venían corriendo se oía el ruido de muchas voces. Entonces se levantó haciendo un esfuerzo, se recostó a la pared, caminó hacia las voces sin dejar de sollozar, palpándose con miedo el rostro y haciendo frecuentes paradas para descansar, doblarse y agarrarse el vientre.

Llegó hasta la escalera y se agarró de los resbaladizos pasamanos de mármol. Abajo, en el enorme vestíbulo, se movía una gran masa humana. No era posible entender que pasaba allí. Los proyectores colocados a lo largo del pasillo iluminaban con una luz cegadora aquella masa en la que, de vez en cuando, aparecían barbas diversas, gorras de uniforme, cordones dorados arrancados a los policías, bayonetas, manos abiertas, calvas pálidas… De todo aquello subía hacia el techo un hedor húmedo.

Andrei cerró los ojos para no ver nada de aquello y comenzó a bajar a tientas, agarrándose de los pasamanos, de lado, de espaldas, sin darse cuenta de por qué lo hacía. Se detuvo varias veces para tomar aliento y gemir, abriendo los ojos. Miró hacia abajo y aquel espectáculo volvió a provocarle náuseas, cerró de nuevo los ojos y volvió a agarrarse de los pasamanos. Cuando llegó abajo, sus manos se quedaron sin fuerzas, se soltó y rodó por los últimos escalones hasta el descansillo de mármol, adornado con enormes escupideras de bronce. Entre el mareo y el ruido, escuchó de repente un rugido nasal y ronco.

— ¡Pero si es Andriuja! ¡Muchachos, aquí están matando a los nuestros…!

Abrió los ojos y vio al tío Yura a su lado, despeinado, con la guerrera hecha jirones, con los ojos asilvestrados y muy abiertos, la barba erizada, y le vio levantar la ametralladora en sus brazos extendidos y, sin dejar de mugir como un toro, disparar una larga ráfaga al pasillo, a los proyectores, a los cristales del salón…

Después, su percepción se volvió fragmentaria porque perdía y recobraba el conocimiento junto con el dolor y las náuseas que iban y venían. Al principio, se descubrió en el centro del vestíbulo. Se arrastraba con terquedad hacia una lejana puerta abierta, pasando por encima de cuerpos inmóviles mientras sus manos resbalaban en algo mojado y frío.

— Oh, Dios mío. Oh, Dios mío — gemía alguien monótonamente a su lado, mascullando.

La alfombra estaba llena de cristales rotos, cartuchos de bala, trozos de yeso… Unos hombres horribles, con antorchas en las manos, entraron corriendo por la puerta y se dirigieron directamente hacia él. Después, estaba fuera, en el portal. Sentado, con las piernas abiertas, con las manos apoyadas sobre la piedra fría, y un fusil sin cerrojo sobre las rodillas. Olía a humo, en un lugar al borde de su conciencia retumbaba una ametralladora, los caballos relinchaban asustados…

— Aquí me van a aplastar, seguro que me van a aplastar… — repetía él en voz alta, con monotonía, como si quisiera grabárselo en la cabeza.

Pero no lo aplastaron. Volvió en sí sobre el pavimento, a un lado de la escalera. Pegaba la mejilla al granito irregular, encima de él ardía una lámpara de mercurio, el fusil había desaparecido al igual que su cuerpo, le parecía estar suspendido en el vacío con la mejilla pegada al granito, y delante de él, en la plaza, se desarrollaba una extrañísima tragedia.

Vio un blindado que se movía con chirridos metálicos a lo largo de las farolas que bordeaban la plaza, a lo largo del anillo de carretas y carretones, mientras su torreta giraba a uno y otro lado salpicándolo todo de balas trazadoras que volaban por toda la plaza, y delante del blindado galopaba un caballo, que arrastraba sus arreos… Y de pronto, del montón de vehículos, salió un carro cubierto por una lona, cortándole el camino al blindado. El caballo saltó bruscamente a un lado y chocó contra el poste de una farola, mientras que el blindado frenó de repente y derrapó. En ese momento apareció un hombre alto vestido de negro, levantó una mano y se dejó caer sobre el asfalto. Bajo el blindado hubo una llamarada, se oyó un estallido y el vehículo metálico se achantó pesadamente sobre la parte trasera. El hombre de negro salió corriendo de nuevo. Dio la vuelta al blindado, metió algo por la tronera de observación del conductor y saltó a un lado. Entonces, Andrei vio que se trataba de Fritz Geiger. La tronera se iluminó por dentro, el blindado se estremeció, y por allí salió una larga lengua de fuego. Fritz, con las piernas dobladas y apoyándose con las manos en el suelo, se movía de lado, como un cangrejo, en torno al vehículo, y entonces la puerta del blindado se abrió y de allí salió un bulto despeinado, envuelto en llamas, que con un penetrante aullido comenzó a rodar por el asfalto, soltando chispas.