Después, volvió a desmayarse, como si hubieran bajado el telón. Hubo voces enfurecidas y chillidos sobrehumanos, y el sonido de muchos pies pisando el pavimento. Del blindado que ardía llegaba un hedor a hierro recalentado y a gasolina. Fritz Geiger, rodeado por una multitud de gente con brazaletes blancos, alzándose sobre ellos, gritaba órdenes, hacía gestos bruscos y con sus largos brazos señalaba en diversas direcciones, con el rostro y los desordenados cabellos rubios cubiertos de hollín. Otros hombres con brazaletes blancos rodearon una farola a la entrada de la alcaldía, treparon hasta arriba y desde allí dejaron caer unas largas sogas que se balancearon al viento. Arrastraban a alguien por la escalera, alguien que trataba de soltarse, que intentaba patear, que chillaba con voz de mujer histérica de tal manera que dolían los oídos, y de repente toda la escalera se llenó de gente, de rostros oscuros y barbudos, y se oyó el sonido de los cerrojos de las armas. De repente, el chillido cesó y el cuerpo oscuro se arrastró hacia arriba por la farola, sacudiéndose y retorciéndose. De la multitud salieron unos disparos, las piernas que se movían quedaron colgando extendidas, y el cuerpo oscuro comenzó a girar lentamente en el aire.
Y después, unas sacudidas espantosas despertaron a Andrei. Su cabeza saltaba sobre unos bultos que olían a algo, iba a alguna parte, lo llevaban quién sabe adonde.
— ¡Arre, arre… andando! — gritaba una voz conocida y airada.
Y frente a él, sobre el fondo del cielo negro, ardía la alcaldía. Por las ventanas salían lengüetas de fuego, lanzando chispas a la oscuridad, y se veía cómo se balanceaban los cuerpos estirados que colgaban de las farolas.
DOS
Después de lavarse y cambiarse de ropa, con una venda que le cubría el ojo derecho. Andrei yacía a medias en el sillón y miraba sombrío cómo el tío Yura y Stas Kowalski, que también llevaba la cabeza vendada, comían con ansiedad un guiso humeante directamente de la olla, Selma, llorosa, estaba sentada a su lado, sollozando espasmódicamente y tratando de tomarle la mano. Tenía el cabello despeinado, el rimel le manchaba las mejillas, su rostro estaba hinchado y totalmente cubierto de manchas rojas. Y la bata transparente que vestía, empapada por delante de agua jabonosa, le daba un aspecto extraño.
— Eso significa que quería hacerte pedacitos — decía Stas, sin dejar de comer —. Te torturó así, lentamente, para prolongar el sufrimiento. Conozco eso, los húsares azules me dieron el mismo tratamiento. Pasé por todo el procedimiento, ya habían comenzado a pisotearme cuando, gracias a Dios, resultó que no era a mí al que debían ejecutar, sino a otro…
— Te rompieron la nariz, pero eso no es nada — le ratificó el tío Yura —. La nariz no es lo principal, y rota sirve igual… Y la costilla… — Hizo un ademán con la mano en la que tenía la cuchara —. Ya ni sé cuántas costillas me he roto. Lo fundamental es que las tripas están intactas, el hígado, el páncreas…
Selma soltó un suspiro entrecortado y de nuevo trató de agarrar la mano de Andrei, que la miró.
— Deja de llorar — dijo —. Ve a vestirte.
La chica se levantó, obediente, y se fue a otra habitación. Andrei se registró la boca con la lengua, encontró algo duro y lo escupió en la palma de la mano.
— Se me ha caído un empaste — dijo.
— ¿Sí? — se asombró el tío Yura.
Andrei se lo mostró. El tío Yura lo examinó y sacudió la cabeza. Stas lo imitó.
— Un caso poco frecuente — dijo —. Yo, cuando estuve convaleciente, estuve en cama tres meses, ¿sabes? perdí todos los incisivos. Una anciana me lavaba todos los días con agua caliente. Se murió, y mírame, yo estoy vivo. Y no me pasó nada.
— ¡Tres meses! — dijo Yura con desprecio —. Cuando me volaron una nalga cerca de Elnia, estuve medio año en el hospital. Es horrible, hermanito, que te vuelen una nalga. Ahí, en las nalgas, se conectan los principales vasos sanguíneos. A mí me alcanzó la metralla de forma tangencial. Muchachos, les pregunté, ¿dónde está mi trasero? Me arrancó los pantalones del todo, como si no me los hubiera puesto. Bueno, algo quedó en las pantorrillas, pero más arriba, ¡nada! — Lamió la cuchara —. Aquella vez, a Pedia Chepariov le volaron la cabeza — dijo —. Aquel mismo proyectil.
Stas también lamió la cuchara. Durante algún tiempo se quedaron callados, mirando la olla. Después, Stas tosió con delicadeza y nuevamente metió la cuchara en el vapor. El tío Yura siguió su ejemplo.
Selma retornó, Andrei la miró y apartó los ojos.
«Se ha maquillado, la muy tonta. Se ha colgado sus pendientes enormes, lleva escote, se ha vuelto a maquillar como una zorra… Es una zorra…» No era capaz de mirarla, que se fuera al diablo. Primero, aquella vergüenza en el recibidor, y después, la vergüenza en el baño, cuando ella, llorando a todo trapo, le quitaba los calzoncillos empapados, y él se miraba los hematomas negruzcos en el vientre y en los costados y lloraba de nuevo de impotencia y de lástima hacia sí mismo. Y, por supuesto, estaba borracha, de nuevo borracha, cada día se emborrachaba, y entonces, cuando se cambió de ropa, seguramente se dio un trago directamente de la botella.
— Ese médico… — preguntó el tío Yura, pensativo —. Ése, el calvo, el que ha venido, ¿dónde lo he visto?
— Es muy posible que lo haya visto aquí — dijo Selma, con una sonrisa cautivante —. Vive en el portal de al lado. ¿De qué trabaja ahora, Andrei?
— De techador — dijo Andrei, sombrío. Todo el edificio sabía que se había acostado muchas veces con aquel médico calvo. Él no hacía ningún secreto de ello. Y, por cierto, nadie ocultaba nada.
— ¿Cómo que de techador? — se asombró Stas, y la cuchara no le llegó a la boca.
— Pues eso — explicó Andrei —. Repara techos, cubre a las tías… — Se levantó con dificultad, fue a la cómoda y sacó el tabaco. De nuevo le faltaban dos paquetes.
— Con las tías da lo mismo… — balbuceó Stas, confuso, agitando la cuchara sobre la olla —. Repara techos… ¿Y si se cae? Es médico.
— En la Ciudad siempre inventan algo — dijo el tío Yura en tono venenoso. Estuvo a punto de guardarse la cuchara en la caña de la bota, pero se dio cuenta y la dejó sobre la mesa —. A nuestra aldea, tan pronto terminó la guerra, mandaron de presidente de un koljós a un georgiano, antiguo comisario político…
El teléfono sonó y Selma lo cogió para responder.
— Sí — dijo —. Pues sí… No, está enfermo, no puede levantarse.
— Dame el teléfono — dijo Andrei.
— Es del periódico — dijo Selma en un susurro, cubriendo el micrófono con la mano.
— Dame el teléfono — repitió Andrei, alzando la voz y tendiendo la mano —. Y deja esa costumbre de contestar por los demás.
Selma le pasó el auricular y agarró el paquete de cigarrillos. Le temblaban los labios y las manos.
— Aquí, Voronin — dijo Andrei.
— ¿Andrei? — era Kensi —. ¿Dónde te has metido? Te he buscado por todas partes. ¿Qué hacemos? Hay una insurrección fascista en la ciudad.
— ¿Por qué dices que es fascista? — preguntó Andrei, asombrado.
— ¿Vendrás a la redacción? ¿O es verdad que estás enfermo?
— Iré, por supuesto que iré. Pero explícame…
— Tenemos listados — masculló Kensi deprisa —. De los corresponsales especiales y cosas así. Los archivos…
— Entiendo. Pero, dime, ¿por qué piensas que es fascista?
— No lo pienso, lo sé — respondió Kensi con impaciencia.
— Aguarda — dijo Andrei, irritado. Apretó los dientes y soltó un gemido sordo —. No te apresures… — Trataba de pensar febrilmente —. Está bien, prepáralo todo, ahora salgo para allá.