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— Bien, pero ten cuidado en las calles.

— Muchachos — dijo Andrei colgando el teléfono y volviéndose hacia los granjeros —. Tengo que salir. ¿Me lleváis hasta la redacción?

— Claro que sí — respondió el tío Yura. Comenzó a levantarse de la mesa mientras liaba un enorme cigarrillo sobre la marcha —. Vamos, Stas, levántate, no te quedes ahí sentado. Mientras tú y yo estamos sentados aquí, ellos están allá fuera, adueñándose del poder.

— Sí — asintió Stas, afligido, mientras se levantaba —. Es una idiotez. Al parecer cortamos todas las cabezas, los colgamos a todos, pero de todas maneras sigue sin haber sol. Me cago en… ¿Dónde he metido mi aparato?

Buscó por todos los rincones, tratando de encontrar su fusil. El tío Yura seguía fumando su enorme cigarrillo mientras se ponía una harapienta chaqueta enguatada por encima de la guerrera. Andrei se disponía a levantarse para ponerse el abrigo, pero tropezó con Selma, que estaba de pie, impidiéndole moverse, muy pálida y muy decidida.

— ¡Voy contigo! — declaró, con la misma voz chillona con la que generalmente iniciaba las disputas.

— Déjame salir — dijo Andrei, mientras trataba de apartarla con el brazo sano.

— ¡No te dejo ir a ninguna parte — repuso Selma —. ¡O me llevas contigo o te quedas en casa!

— ¡Quítate de mi camino! — estalló Andrei —. ¡Lo único que me falta allí eres tú, tonta! — ¡No te dejo ir! — dijo Selma, con odio.

Entonces, sin tomar impulso. Andrei le dio una violenta bofetada. Se hizo el silencio. Selma no se movió; su rostro blanco, donde los labios se habían convertido en una línea estrecha, se llenó de manchas rojas.

— Perdona — masculló Andrei, avergonzado.

— No te dejo ir… — repitió Selma en voz baja.

— En general — dijo el tío Yura mirando a un lado, después de toser dos veces —, en tiempos como éstos, no es bueno que una mujer se quede sola en un piso.

— Claro que sí — lo apoyó Stas —. Ahora, sola, eso no es bueno, pero si va con nosotros, nadie la tocará, somos granjeros.

Andrei seguía de pie frente a Selma, mirándola. Intentaba entender aunque fuera algo en esa mujer, y como siempre, no comprendía nada. Era una zorra, una zorra innata, una zorra por gracia de Dios, eso lo entendía. Lo había entendido desde hacía tiempo. Ella lo amaba, se había enamorado de él desde el primer día, y eso él también lo sabía, y sabía que eso no era un obstáculo para ella. Y le daría lo mismo quedarse sola entonces en el piso, en general nunca le había tenido miedo a nada. Por separado, él sabía y entendía todo lo relativo a él y a ella, pero todo junto…

— Está bien — dijo —. Ponte el abrigo.

— ¿Te duelen las costillas? — se interesó el tío Yura, que trataba de llevar la conversación por otros cauces.

— No importa — gruñó Andrei —. Puedo soportarlo. No pasa nada.

Intentó no enfrentarse a la mirada de nadie, se guardó los cigarrillos y las cerillas en el bolsillo y se detuvo un momento delante del aparador donde guardaba la pistola de Donald bajo un montón de servilletas y toallas. ¿Se la llevaría o no? Imaginó varias escenas y diversas circunstancias en las que la pistola podía ser de utilidad, y decidió no llevársela.

«Al diablo con ella, ya me las arreglaré de alguna manera. En todo caso, no tengo la menor intención de combatir.»

— ¿Qué, nos vamos ya? — dijo Stas.

Estaba de pie junto a la puerta, metiendo con cuidado la cabeza vendada por la correa de su arma automática. Selma estaba a su lado, enfundada en un largo jersey de lana cruda, que se había puesto encima de su vestido descocado. Tenía un impermeable en la mano.

— Vámonos — ordenó el tío Yura, golpeando el suelo con la culata de la ametralladora.

— Quítate los pendientes — le gruñó Andrei a Selma y salió a la escalera.

Comenzaron a bajar. Los vecinos murmuraban en los descansillos oscuros, y al ver a gente armada callaron, temerosos, y se echaron a un lado.

— ¡Es Voronin! — dijo alguien.

— Señor redactor jefe — se oyó una voz al momento —, ¿puede decirnos qué ocurre en la Ciudad?

Andrei no tuvo tiempo de responder nada, porque al que preguntaba lo mandaron callar.

— Estúpido, ¿no ves que se lo llevan detenido? — lo avergonzó alguien en un susurro siniestro. Selma se rió, histérica.

Salieron al patio, montaron en el carretón y Selma cubrió los hombros de Andrei con el impermeable.

— ¡Silencio! — ordenó el tío Yura de repente, y todos se pusieron a escuchar con atención.

— Disparan en alguna parte — dijo Stas, sin elevar la voz.

— Ráfagas largas — añadió el tío Yura —. No escatiman municiones. ¿Y de dónde las sacan? Diez cartuchos son medio litro de aguardiente casero, y mira ése cómo desperdicia… ¡Aaarre! ¡Andando! — gritó. El vehículo pasó bajo el arco de la entrada con una sacudida. Junto a la portería, con una escoba y un recogedor en la mano, se encontraba el pequeño Van.

— ¡Mira, si es Vania! — exclamó el tío Yura —. ¡Trrr! ¡Saludos, Vania! ¿Qué haces aquí?

— Barriendo un poco — respondió Van con una sonrisa —. Hola.

— Deja de barrer — dijo el tío Yura —. ¿Estás loco? Ven con nosotros, te nombraremos ministro, vestirás ropas de raso y te pasearás en limusina.

Van soltó una risita de cortesía.

— Está bien, tío Yura — dijo Andrei, impaciente —. ¡Vámonos ya! — Le dolían mucho las costillas, le resultaba incómodo permanecer sentado en el carretón y entonces lamentaba no haber ido caminando. Sin darse cuenta, se recostó en Selma.

— Bien, Vania, si no quieres, no vengas — decidió el tío Yura —. Pero lo de ministro va en serio. Péinate bien, lávate el cuello… — Hizo chasquear las riendas —. ¡Arre!

Salieron a la calle Mayor.

— ¿Tienes idea de quién es este carretón? — preguntó Stas de repente.

— Vete a saber — replicó el tío Yura sin volverse —. Creo que el caballo es del tonto ese… el que vive junto al barranco, uno pelirrojo, medio zambo… me parece que canadiense…

— Vaya. Seguro que estará rabioso.

— No — explicó el tío Yura —. Lo han matado.

— ¿De veras? — dijo Stas, y calló.

La calle Mayor estaba vacía y cubierta por una pesada niebla nocturna, aunque según el reloj eran las cinco de la tarde. Más adelante, la niebla tenía un tinte rojizo y parpadeaba inquieta. De vez en cuando estallaban manchas de luz blanca, quizá de un proyector o bien de un potente reflector, y desde allí, acallando por momentos el retumbar de las ruedas y el sonido de los cascos, llegaba el sonido de un tiroteo. Allí estaba pasando algo.

En los edificios a ambos lados de la calle había muchas ventanas iluminadas, pero la mayor parte en pisos altos, por encima del segundo. No había colas junto a las tiendas y tenderetes cerrados, pero Andrei notó que había personas congregadas en algunos portales, se asomaban con cuidado a mirar y de nuevo se escondían; los más valientes salían a la acera y miraban hacia donde parpadeaban los destellos y sonaban los disparos. En algunos sitios, sobre el pavimento yacían cosas parecidas a sacos oscuros. Andrei no comprendió enseguida de qué se trataba y sólo al rato pudo darse cuenta de que eran babuinos muertos. En un pequeño jardín, al lado de una escuela, pastaba un caballo solitario.

El carretón se sacudía, ruidoso, y todos se mantenían callados. Selma buscó en silencio la mano de Andrei, y él, rendido ante el dolor y el agotamiento, se recostó del todo en su jersey cálido y cerró los ojos.

«Estoy mal — pensó —, muy mal… ¿Qué delirios son esos de Kensi, por qué habla de una revuelta fascista? Simplemente, el terror, la ira y la desesperación han enloquecido a todos… El Experimento es el Experimento.»