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El caballo salió a toda velocidad, por el lado izquierdo las casas desaparecieron, la niebla retrocedió, se disolvió y apareció el Bulevar de los Babuinos: la fuente del ruido estaba, sin duda, allí. Una fila de camiones, con los motores encendidos, formaba un semicírculo en el bulevar. Sobre los camiones y entre ellos había gente con brazaletes blancos, y por la calle, entre arbustos y árboles que ardían, corrían personas con pijamas a rayas y babuinos totalmente enloquecidos. Tropezaban, se caían, trepaban a los árboles, se desprendían de las ramas, intentaban esconderse entre los arbustos, mientras los que llevaban brazaletes blancos disparaban sin parar con fusiles y ametralladoras. El pavimento estaba cubierto por multitud de cuerpos, algunos de los cuales humeaban o ardían. De uno de los camiones salió un chorro siseante de fuego acompañado por nubes de humo, y otro árbol, del que colgaban muchos monos, estalló en llamas como una enorme antorcha.

— ¡Estoy sano! — chilló alguien con una insoportable voz de falsete —. ¡Es un error! ¡Soy normal! ¡Es un error!

Saltando y estremeciéndose, con un agudo dolor en las costillas, sintiendo el calor y el hedor, pasaron por delante de todo aquello que los ensordeció y agredió sus miradas, y unos segundos después la niebla titilante volvió a cerrarse a sus espaldas, pero el tío Yura siguió arreando largo rato al caballo, dando gritos y haciendo restallar las riendas.

«Vete a saber qué diablos era eso — se repetía Andrei sin parar, que se había recostado extenuado en Selma —. Qué demonios es eso, están locos, la sangre los ha idiotizado… La ciudad ha caído en manos de orates, de orates sanguinarios, ahora todo acabará, no se detendrán, más tarde vendrán a por nosotros…»

El carretón se detuvo de repente.

— No es posible — dijo el tío Yura, girando todo el cuerpo —. Eso, hay que… — Buscó entre los sacos que yacían en el carretón, sacó una garrafa, le quitó el tapón con los dientes, lo escupió a un lado y se puso a beber a morro. Después, le pasó la garrafa a Stas y se secó los labios —. Os dedicáis a exterminar… El Experimento… Está bien. — Sacó del bolsillo un periódico doblado, arrancó una esquina con cuidado y buscó el tabaco —. Actuáis sin paliativos. ¡A lo bestia! ¡Muy a lo bestia!

Stas le pasó la garrafa a Andrei, que la rechazó con un gesto. Selma la tomó, bebió dos tragos y se la devolvió a Stas. Todos guardaron silencio. El tío Yura fumaba uno de sus enormes cigarrillos, emitiendo un gruñido gutural como el de un perro corpulento. Después se volvió y empuñó de nuevo las riendas.

Sólo faltaba una manzana para llegar al callejón de la Letrina cuando de nuevo la niebla que tenían delante se llenó de luz y comenzó a oírse el sonido desacompasado de múltiples voces. En el cruce, en el centro de la calle, bajo la luz de enormes proyectores, había una gran multitud que se agitaba, zumbaba y gritaba. Era imposible seguir adelante.

— Parece un mitin — dijo el tío Yura, volviéndose.

— Es lo normal — asintió Stas con tristeza —. Si ya se dedican a fusilar, quiere decir que hacen mítines… ¿No hay manera de seguir adelante?

— Aguarda, hermanito, ¿y para qué queremos seguir adelante? — dijo el tío Yura —. Hay que oír qué dice la gente. Quizá digan algo sobre el sol. Mira, aquí hay muchos de los nuestros.

El zumbido de las voces desapareció.

— Y repito de nuevo — decía una voz gutural y furiosa, amplificada por los micrófonos —: sin cuartel. ¡Limpiaremos la Ciudad! ¡De basura! ¡De fango! ¡De holgazanes de toda clase! ¡Los ladrones, a la horca!

— ¡Aaaa! — rugió la multitud.

— ¡Los corruptos, a la horca!

— ¡Aaaa!

— ¡Los que vayan contra el pueblo, a la horca!

— ¡Aaaa!

Andrei ya podía ver claramente al orador. En el centro mismo de la multitud sobresalía el lateral remachado de un vehículo militar, al que se agarraba con ambas manos el ex suboficial de la Wehrmacht y actual dirigente del Partido del Renacimiento Radical Friedrich Geiger, iluminado por la luz azulada del proyector. Se balanceaba, adelante y atrás, con el largo torso vestido de negro, y gritaba con la boca abierta.

— ¡Y eso será únicamente el comienzo! ¡Estableceremos en nuestra ciudad un orden auténticamente popular, auténticamente humano! ¡No tenemos nada que ver con ningún tipo de Experimentos! ¡No somos conejillos de Indias! ¡No somos conejos! ¡Somos personas! ¡Nuestras armas son el raciocinio y la conciencia! ¡No permitiremos que nadie disponga de nuestro destino! ¡Nosotros mismos dispondremos de nuestro destino! ¡El destino del pueblo está en manos del pueblo! ¡El destino de las personas está en manos de las personas! ¡El pueblo me ha confiado su destino! ¡Sus derechos! ¡Su futuro! ¡Y yo juro que seré digno de esa confianza!

— ¡Aaaa!

— ¡Seré implacable! ¡En nombre del pueblo! ¡Seré cruel! ¡En nombre del pueblo! ¡No permitiré ningún enfrentamiento! ¡Basta ya de luchas intestinas! ¡No habrá comunistas! ¡No habrá socialistas! ¡No habrá capitalistas! ¡No habrá fascistas! ¡Basta de pelear unos contra otros! ¡Luchemos los unos por los otros!

— ¡Aaaa!

— ¡No habrá partidos! ¡No habrá nacionalidades! ¡No habrá clases! ¡Todo el que promueva la división, a la horca! ¡Si los pobres continúan peleando contra los ricos! ¡Si los comunistas continúan peleando contra los capitalistas! ¡Si los negros continúan peleando contra los blancos! ¡Nos aplastarán! ¡Nos aniquilarán! ¡Pero si nosotros marchamos hombro con hombro! ¡Con las armas en la mano! ¡O con las herramientas! ¡O los arados! ¡Entonces no habrá fuerza alguna que pueda aplastarnos! ¡Nuestra arma es la unidad! ¡Nuestra arma es la verdad! ¡Por dura que sea! ¡Sí, nos han metido en una trampa! ¡Pero juro por Dios que la fiera es demasiado grande para esa trampa!

— ¡Aaa! — estuvo a punto de gritar la multitud, pero la sorpresa la hizo callar.

El sol se encendió.

El sol se encendió por primera vez en doce días. Su disco dorado comenzó a arder en el lugar acostumbrado, cegando y quemando los rostros grises y descoloridos, lanzando destellos insoportables por los cristales de las ventanas, dando vida y calcinando millones de colores, desde las columnas de humo negro en las azoteas más lejanas hasta el verde marchito de los árboles y el rojo ladrillo de las paredes sin revoque.

La multitud soltó un rugido impresionante, y Andrei rugió junto con los demás. Ocurría algo inaudito. Lanzaban los gorros al aire, la gente se abrazaba, lloraban unos, otros disparaban al aire; alguien, presa de una loca alegría, comenzó a lanzar ladrillos contra los proyectores, mientras Fritz Geiger se erguía sobre todo aquello como si fuera Dios después de decir «Hágase la luz», señalando con su largo brazo negro hacia el sol, con los ojos muy abiertos y la barbilla, orgullosa, apuntando hacia arriba. Al momento, su voz volvió a reinar sobre la multitud.

— ¿Lo veis? ¡Ya se han asustado! ¡Ya tiemblan ante vosotros! ¡Ante nosotros! ¡Pero es tarde, señores! ¡Es tarde! ¿Quieren volver a cerrar la trampa? ¡Pero la gente ha escapado de ella! ¡No habrá clemencia para los enemigos de la humanidad! ¡Para los especuladores! ¡Para los holgazanes y parásitos! ¡Para los que malversan los bienes del pueblo! ¡El sol está de nuevo con nosotros! ¡Lo hemos arrancado de sus garras siniestras! ¡De los enemigos de la humanidad! ¡Y nunca más! ¡Lo entregaremos! ¡Nunca más! ¡A nadie…!

— ¡Aaaa!

Andrei volvió en sí, Stas no estaba en el carretón. El tío Yura, con las piernas separadas, estaba de pie en el pescante sacudiendo la ametralladora, y gritando ferozmente, a juzgar por su nuca enrojecida, Selma lloraba, mientras le daba puñetazos a Andrei en la espalda.

«Muy hábil — pensó Andrei, fríamente —. Será peor para nosotros. ¿Y qué hago aquí sentado? Debería huir, y sigo aquí» Sobreponiéndose al dolor en el costado, se levantó y de un salto bajó del carretón. A su alrededor, la multitud rugía y se agitaba. Andrei echó a andar, acortando camino. En un primer momento intentó protegerse con los codos, pero en aquel desorden era imposible. Cubierto de sudor frío a causa del dolor y la náusea incipiente, empujó, pisoteó, avanzó, embistió incluso y finalmente logró llegar al callejón de la Letrina. Pero la voz de Geiger lo acompañó, atronadora, durante todo el recorrido.