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— ¡El odio! ¡El odio nos guiará! ¡Basta de falso amor! ¡Basta de besos de Judas! ¡Basta de traidores a la humanidad! ¡Yo mismo daré ejemplo de odio sagrado! ¡Hice estallar un blindado de los sanguinarios gendarmes! ¡Delante de vuestros ojos! ¡Di la orden de colgar a ladrones y gángsteres! ¡Delante de vuestros ojos! ¡Con escobas de hierro barreré de nuestra ciudad la basura y las sabandijas no humanas! ¡Delante de vuestros ojos! ¡No tuve lástima de mí mismo! ¡Y me gané el derecho sagrado a no tener lástima de otros!

Andrei llegó a la entrada del periódico. La puerta estaba cerrada. Rabioso, la pateó y los cristales se estremecieron. Comenzó a golpearla con todas sus fuerzas, soltando tacos con rabia. La puerta se abrió. En el umbral estaba el Preceptor.

— Entra — dijo, echándose a un lado.

Andrei entró. El Preceptor cerró la puerta detrás de él, pasó el cerrojo y se volvió. Su rostro era blanco, como la harina, con enormes ojeras negras, y se humedecía los labios con la lengua con frecuencia. A Andrei se le encogió el corazón: nunca antes había visto al Preceptor en tal estado de abatimiento.

— ¿Es posible que todo ande tan mal? — preguntó Andrei, con desánimo en la voz.

— Pues sí — el Preceptor sonrió débilmente —. No hay nada bueno.

— ¿Y el sol? — preguntó Andrei —. ¿Por qué lo apagaron?

— ¡No lo apagamos! — masculló, angustiado, el Preceptor, apretando los puños y dando paseítos de un lado al otro del vestíbulo —. Fue una avería. Eso no figuraba en ningún plan. Nadie se lo esperaba.

— Nadie se lo esperaba — repitió Andrei, con amargura. Se quitó el impermeable y lo dejó sobre un sofá polvoriento —. Si no se hubiera apagado el sol, nada de esto habría ocurrido.

— El Experimento se descontroló — masculló el Preceptor, dándole la espalda.

— Se descontroló… — volvió a repetir Andrei —. Nunca pensé que el Experimento pudiera descontrolarse.

— Pues… — dijo el Preceptor mirándolo de reojo — en cierto sentido, tienes razón. Pero también puedes considerar lo siguiente: el Experimento, descontrolado, es también un Experimento. Es posible que sea necesario hacer cambios… introducir correcciones. Así que, en retrospectiva, ¡en retrospectiva! esas tinieblas egipcias se considerarán como parte inseparable y programada del Experimento.

— En retrospectiva… — repitió Andrei una vez más. Una rabia sorda se apoderó de él —. ¿Y qué tendrán la gentileza de ordenarnos? ¿Que nos salvemos?

— Sí. Que os salvéis. Y que salvéis.

— ¿A quién?

— A todos los que puedan ser salvados. Todo lo que pueda ser salvado. No puede ser que no quede nadie ni nada que salvar.

— ¿Nosotros vamos a salvarnos y Fritz Geiger llevará a cabo el Experimento?

— El Experimento sigue siendo el Experimento — objetó el Preceptor.

— Sí — dijo Andrei —. Desde los babuinos hasta Fritz Geiger.

— Pues sí. Hasta Fritz Geiger, más allá de Fritz Geiger y a pesar de Fritz Geiger. A causa de Fritz Geiger no nos vamos a pegar un tiro en la sien. El Experimento debe continuar. La vida sigue, a pesar de cualquier Fritz Geiger. Si estás desencantado del Experimento, piensa en la lucha por la vida.

— En la lucha por la existencia — masculló Andrei, con una sonrisa torcida —. ¡Ahora no podemos hablar de vida!

— Eso va a depender de vosotros.

— ¿Y de ustedes?

— De nosotros depende muy poco. Vosotros sois muchos, aquí sois los que deciden, no nosotros.

— Antes, usted hablaba de otra manera — repuso Andrei.

— ¡Antes tú eras otra persona! — objetó el Preceptor —. ¡Y también hablabas de otra manera!

— Temo haber hecho el tonto — masculló Andrei, lentamente —. Me temo que no he sido más que un idiota.

— No temes sólo eso — apuntó el Preceptor con cierta picardía en la voz.

A Andrei el corazón le dio un salto, como siempre ocurre cuando se cae en un sueño.

— Sí, tengo miedo. Tengo miedo a todo — dijo, grosero —. Soy un gorrión asustado. ¿Alguna vez le han pateado los testículos? — De repente, le vino a la cabeza una idea nueva —. Pero usted también tiene miedo, ¿no es verdad?

— ¡Por supuesto! Ya te he dicho que el Experimento se descontroló…

— ¡No me diga! El Experimento, el Experimento… El problema no está en el Experimento. Primero, a por los babuinos, después a por nosotros, y por último, a por ustedes, ¿verdad?

El Preceptor no respondió nada. Lo más horrible era que, ante aquella pregunta, el Preceptor no había dicho ni una palabra. Andrei seguía esperando, pero el Preceptor se limitaba a seguir dando paseítos por el vestíbulo, moviendo sin sentido los sillones de un lugar a otro, frotando el polvo de las mesitas con la manga y sin atreverse a mirar a Andrei.

Tocaron a la puerta, primero con los puños y después comenzaron a darle patadas. Andrei retiró el cerrojo y vio a Selma delante de él.

— ¡Me abandonaste! — dijo ella con indignación —. ¡Apenas he logrado llegar aquí!

Andrei, avergonzado, miró hacia atrás. El Preceptor había desaparecido.

— Perdóname — masculló —. No podía ocuparme de ti.

Le resultaba difícil hablar. Intentaba acallar dentro de sí el horror que le causaba la soledad y la sensación de indefensión. Cerró la puerta de un golpe violento y se apresuró a poner el cerrojo.

TRES

La redacción estaba desierta. Al parecer, los trabajadores habían huido cuando comenzó el tiroteo en las inmediaciones de la alcaldía. Andrei recorrió los cubículos, contemplando con indiferencia los papeles en desorden, las sillas caídas, la vajilla sucia con restos de bocadillos y las tazas con restos de café. De la parte trasera de la redacción le llegaba, muy alto, una marcha militar, lo que le resultaba muy extraño. Selma lo seguía, agarrada de su manga. Hablaba todo el tiempo, decía algo como si lo regañara, pero Andrei no la escuchaba.

«No sé por qué se me ha ocurrido venir hasta aquí — pensó —. Todos han huido, al unísono, y han hecho lo correcto. Ahora estaría en casa, acostado, acariciándome las malditas costillas, medio dormido, sin prestar atención a nada.»

Entró en el departamento de noticias de la ciudad y vio a Izya.

No se dio cuenta en un primer momento de que se trataba de Izya. Estaba de pie en un rincón, detrás de la mesa más lejana, apoyando las manos bien separadas, y revisaba una colección de periódicos antiguos. Estaba pelado casi al rape, hecho un mamarracho, un tipo extraño que vestía una sospechosa bata gris sin botones, y sólo un segundo después, cuando aquel hombre hizo una mueca conocida, enseñó los dientes y comenzó a pellizcarse la verruga del cuello, Andrei se dio cuenta de que se trataba de Izya.

Permaneció unos momentos junto a la puerta, mirándolo. Izya no los había oído entrar. En general, no oía ni se daba cuenta de nada: leía y, además, encima de su cabeza tenía un altavoz de donde salían los estruendosos compases de una marcha militar.

— ¡Pero si es Izya! — gritó Selma de repente, apartó a Andrei a un lado y echó a correr.

Izya levantó enseguida la cabeza, su sonrisa se hizo más amplia y abrió los brazos.

— ¡Vaya! — gritó, alegre —. ¡Habéis aparecido!