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Mientras abrazaba a Selma, mientras le daba un beso sonoro y apetitoso en las mejillas y en los labios, mientras Selma gritaba algo indescifrable y exaltado y despeinaba sus cabellos erizados. Andrei se acercó a ellos, tratando de controlar la tremenda vergüenza que se había apoderado de él. La cortante sensación de culpa, de haber traicionado a un amigo, que había estado a punto de hacerle perder el sentido aquella mañana en el sótano, se había embotado a lo largo del último año, casi había desaparecido: pero ahora lo estremecía de nuevo, y al llegar junto a Izya estuvo varios segundos dudando antes de atreverse a tenderle la mano. Hubiera considerado natural que Izya no quisiera prestar atención a su mano tendida, o que hubiera dicho algo despectivo e injuriante: en su lugar, habría actuado exactamente así. Pero Izya se liberó del abrazo de Selma y le apretó la mano con calor.

— ¿Dónde te han maquillado con tanta imaginación? — preguntó, muy interesado.

— Me han dado una paliza — fue la corta respuesta de Andrei, Izya lo había sorprendido. Quería preguntarle muchas cosas, pero se limitó a una —: ¿Cómo es que estás aquí?

En lugar de responder, Izya pasó varias páginas de la colección de periódicos.

— «Ningún razonamiento — leyó con énfasis, gesticulando de forma exagerada — puede explicar la furia con la que la prensa gubernamental arremete contra el Partido del Renacimiento Radical. Pero si recordamos que son precisamente los militantes del PRR, esa diminuta y joven organización, los que denuncian más abiertamente cada caso de corrupción…»

— Deja eso — dijo Andrei, torciendo el gesto.

— «De arbitrariedad — siguió Izya, limitándose a levantar la voz —, de estupidez burocrática e indefensión administrativa; si recordamos que los militantes del PRR fueron los primeros en prevenir al gobierno sobre la inutilidad de los impuestos a las ciénagas…» ¡Bielinski! ¡Pisarev! ¡Plejanov! ¿Esto lo escribiste tú mismo o fueron tus idiotas de alquiler?

— Está bien, está bien — dijo Andrei, irritado, mientras intentaba quitarle los periódicos.

— ¡No, aguarda! — gritó Izya, amenazando con el dedo y tirando de la colección de diarios hacia sí —. ¡Aquí hay otra perla! ¿Dónde está? Ah, aquí. «En nuestra ciudad abundan las personas honestas, como en cualquier ciudad habitada por trabajadores. Pero si hablamos de las agrupaciones políticas, es posible que sólo Friedrich Geiger pueda aspirar a ese alto título…»

— ¡Basta! — gritó Andrei, pero Izya le arrancó los periódicos de la mano, como en pos de Selma, que reía triunfante, y siguió leyendo, entre resoplidos y salpicaduras de saliva.

— «¡No hablemos de discursos, hablemos de hechos! Friedrich Geiger rechazó el puesto de ministro de información: Friedrich Geiger votó contra la ley que otorgaba importantes privilegios a los funcionarios eméritos de la fiscalía; Friedrich Geiger fue el único político que se manifestó en contra de la creación de un ejército regular, en el que pretendían asignarle un alto cargo…» — Izya tiró los periódicos bajo la mesa y se frotó las manos —. ¡En política, siempre has sido un idiota de primera! Pero en estos últimos meses, tu estupidez ha aumentado de manera catastrófica. ¡Te mereces la paliza que te han dado! Pero, al menos, ¿el ojo está bien?

— Lo está — dijo Andrei lentamente. Acababa de darse cuenta de que Izya movía el brazo izquierdo con torpeza, y que no podía doblar tres dedos de esa mano.

— ¡Desconéctalo y mándalo a hacer puñetas! — se oyó el grito de Kensi, que apareció en la puerta —. Ah, Andrei, ya estás aquí… Qué bueno. ¡Hola, Selma! — Atravesó deprisa el salón y retiró del enchufe el cable del reproductor.

— ¿Por qué? — gritó Izya —. Quiero oír los discursos de mis líderes. ¡Que retumben las marchas militares!

Kensi se limitó a mirarlo con rabia.

— Andrei — dijo —, vamos a tu despacho y te contare qué hemos hecho. Y hay que pensar qué vamos a hacer de aquí en adelante.

Su cara y sus manos estaban cubiertas de hollín. Echó a andar hacia lo profundo de la redacción y Andrei lo siguió. Sólo en ese momento notó el penetrante olor a papel quemado que salía de los cubículos. Izya y Selma lo seguían.

— ¡Amnistía general! — enumeraba Izya, que seguía resoplando y agitándose —. ¡El gran líder ha abierto las puertas de las mazmorras! Necesita espacio para los nuevos detenidos… — Suspiró y gimió —. Han soltado a todos los criminales, hasta el último, y como es notorio, yo soy un criminal. Han soltado hasta a los condenados a cadena perpetua…

— Has adelgazado — dijo Selma, con lástima —. La ropa te cuelga, estás todo harapiento…

— Los últimos tres días no nos dieron nada de comer, ni nos dejaron lavarnos…

— Seguro que tienes hambre.

— Pues no, aquí he comido suficiente.

Entraron en el despacho de Andrei. El calor que hacía allí era insoportable. El sol entraba por la ventana, y en la chimenea ardía el fuego. Allí estaba la secretaria pizpireta, cubierta de hollín como Kensi, revolviendo minuciosamente con el atizador un montón de papel que ardía. En el despacho todo estaba cubierto de hollín y de copos negros de documentos calcinados.

Al ver a Andrei, la secretaria se levantó de un salto y sonrió, asustada y obsequiosa.

«Nunca se me hubiera ocurrido que ella se quedaría aquí», pensó Andrei. Se sentó tras el escritorio y, sintiéndose culpable, hizo un esfuerzo, la saludó y le devolvió la sonrisa.

— La lista de todos los corresponsales especiales, así como de los miembros del consejo de redacción, con sus direcciones — enumeraba Kensi, diligente —. Los originales de todos los artículos políticos, los originales de los resúmenes semanales…

— Hay que quemar los artículos de Dupin — dijo Andrei —. Era el mayor adversario de los del PRR, en mi opinión…

— Ya los he quemado — dijo Kensi, impaciente —. Los de Dupin, y por si acaso, los de Filimonov…

— ¿Por qué tanto trajín? — dijo Izya, alegre —. ¡A vosotros os adorarán!

— No estoy muy seguro — masculló Andrei, sombrío.

— ¿Cómo que no estás muy seguro? ¿Quieres apostar? ¡Cien billetes!

— ¡Aguarda, Izya! — dijo Kensi —. Cierra la boca durante diez minutos, por Dios. He eliminado toda la correspondencia con la alcaldía, pero he conservado la correspondencia con Geiger…

— ¡Las actas del consejo de redacción! — cayó en cuenta Andrei —. Las del mes pasado…

Presuroso, registró el cajón inferior del escritorio, sacó la carpeta y se la tendió a Kensi que, encorvado, revisó varias hojas.

— Sííí — dijo, sacudiendo la cabeza —. Me había olvidado de esto… Precisamente, aquí está la intervención de Dupin… — Caminó hacia el hogar y tiró la carpeta al fuego —. ¡Remueva, remueva bien! — le ordenó, irritado, a la secretaria, que escuchaba a sus jefes con la boca entreabierta.

En la puerta apareció el jefe del departamento de cartas de los lectores, sudado y muy ansioso. Llevaba en los brazos un montón de carpetas que sostenía por arriba con la mandíbula.

— Aquí están… — gruñó, mientras dejaba caer los documentos junto al hogar —. Hay varias encuestas sociológicas, ni siquiera he querido revisarlas… Están anotados los apellidos, las direcciones… Jefe, ¿qué le ha pasado?

— Hola Dennis — dijo Andrei —. Le agradezco que se haya quedado aquí.

— ¿Tiene el ojo bien? — preguntó Dennis, secándose el sudor de la frente.

— Bien, bien — lo tranquilizó Izya —. No estáis eliminando lo que hace falta — advirtió —. Nadie os va a tocar. Sois un diario liberal opositor, medio amarillo. Simplemente, dejaréis de ser liberales y opositores.