— Izya — dijo Kensi —. Te lo advierto por última vez: deja de decir tonterías o tendré que echarte de aquí.
— ¡No estoy diciendo tonterías! — repuso Izya con tristeza —. ¡Déjame terminar! ¡Debéis eliminar las cartas! Seguramente, habrá personas inteligentes que os han escrito…
— ¡De-demonios! — masculló Kensi mirándolo con atención y salió corriendo del despacho.
Dennis lo siguió, secándose el rostro y el cuello sobre la marcha.
— No entendéis nada — dijo Izya —. Todos sois unos cretinos, y sólo están en peligro las personas inteligentes.
— Tienes razón en eso de que somos unos cretinos — dijo Andrei.
— ¡Aja! ¡Te estás volviendo listo! — exclamó Izya, agitando la mano tullida —. No vale la pena. Es peligroso. ¡Ahí es donde se encierra la tragedia! Ahora mucha gente se volverá lista, pero no lo suficiente. No tendrán tiempo de comprender que en este preciso momento hay que hacerse el tonto.
Andrei miró a Selma. Selma miraba a Izya alelada. Y lo mismo hacía la secretaria, Izya estaba allí de pie, con sus botines carcelarios, sin afeitar, sucio, andrajoso, con la camisa por fuera de los pantalones, con la bragueta medio abierta por carecer de botones. Se erguía allí, con su invariable aspecto de siempre, sin cambiar nada, hablando e ilustrando a sus oyentes. Andrei se levantó de su asiento, caminó hasta el hogar, se agachó junto a la secretaria, le quitó el atizador y se puso a remover el papel, que ardía con desgana.
— Y por eso — seguía ilustrándolos Izya —, no se trata sencillamente de eliminar aquellos papeles en los que se meten con nuestro líder. Hay diferentes maneras de meterse con el líder. Hay que eliminar los papeles escritos por personas inteligentes.
— Oíd, necesito ayuda — gritó Kensi, metiendo la cabeza en el despacho —. Chicas, no os quedéis aquí sin hacer nada, seguidme…
La secretaria se puso en pie de un salto, se acomodó la faldita sobre la marcha y salió corriendo al pasillo. Selma quedó inmóvil un segundo, como esperando que alguien la detuviera, pero al momento aplastó la colilla en el cenicero y también salió.
— Pero a vosotros, nadie os va a poner un dedo encima — seguía discurseando Izya, sin ver ni oír nada —. Os darán las gracias, os entregarán papel para que aumentéis la tirada, os subirán el salario y os ampliarán la plantilla… Y sólo después, en caso de que se os ocurra protestar, os agarrarán por los calzones y os refrescarán la memoria, recordándoos a Dupin, a Filimonov y todas vuestras locuras de liberales opositores. Pero, ¿qué sentido tiene protestar ¡Y no os pasará por la cabeza protestar, sino todo lo contrario!
— Izya — dijo Andrei, mirando al fuego —. ¿Por qué aquella vez no me dijiste qué había en la carpeta?
— ¿Qué? ¿En qué carpeta? Ah, en aquélla… — Izya calló de repente, se acercó al hogar y se agachó junto a Andrei. Se mantuvieron en silencio durante varios minutos.
— En aquella ocasión fui un asno — dijo Andrei al rato —. Un gilipollas total. Pero no era un chismoso ni un charlatán. Debiste haberte dado cuenta de eso.
— En primer lugar, no fuiste un gilipollas — dijo Izya —. Peor que eso, estabas agilipollado. Era imposible hablar contigo de ser humano a ser humano. Lo sé, durante cierto tiempo también me comporté así… Además, ¿qué pintan los chismes en esto? Estarás de acuerdo conmigo en que los ciudadanos corrientes no deben enterarse de esas cosas. Porque, de lo contrario, todo podría derrumbarse…
— ¿Qué? — dijo Andrei, confuso —. ¿A causa de tus cartas de amor?
— ¿Qué cartas de amor?
Durante unos instantes se miraron asombrados el uno al otro.
— Dios mío, claro — dijo Izya, haciendo su habitual mueca —. ¿Cómo no se me había ocurrido que él te contaría todo eso? ¿Qué necesidad tenía de contártelo? Él es nuestro líder, un águila. Quien sea dueño de la información será dueño del mundo, ¡eso lo aprendió muy bien de mí! — No entiendo nada — masculló Andrei, casi con desesperación. Presentía que en ese momento conocería algo muy vil de toda aquella historia, ya de por sí bastante canallesca —. ¿De qué hablas? ¿De quién? ¿De Geiger?
— Geiger, Geiger — asintió Izya —. Nuestro gran Fritz. ¿Así que lo que yo llevaba en la carpeta eran mis cartas de amor? ¿O quizá fotos comprometedoras? La viuda celosa y el mujeriego de Katzman… Sí, yo les firmé un acta donde decía eso. — Izya se levantó con cierta dificultad y se dedicó a pasearse por el despacho, frotándose las manos y soltando su risita.
— Sí — dijo Andrei —. Eso fue lo que me contó. La viuda celosa. Entonces, ¿todo era mentira?
— Por supuesto, ¿qué pensaste?
— Lo creí — dijo Andrei, sin extenderse. Hizo chirriar los dientes y removió con ferocidad el fuego en el hogar —. ¿Y qué fue lo que ocurrió de veras?
Izya callaba. Andrei miró lentamente a su alrededor. Izya estaba de pie, frotándose lentamente las manos, mirándolo con ojos vidriosos y una sonrisa congelada en la cara.
— Resulta interesante — masculló, inseguro —. ¿Será que se le ha olvidado? Bueno, no exactamente olvidado… — De repente, caminó hasta Andrei y se agachó a su lado —. Oye, no pienso decirte nada, ¿entiendes? Y si te lo preguntan, debes responder eso mismo: no dijo nada, lo negó todo. Dijo solamente que el caso tenía relación con un gran secreto del Experimento, dijo que era peligroso conocer ese secreto. Además mostró varios sobres lacrados y dijo, guiñando un ojo, que entregaría esos sobres a personas de confianza y que serían abiertos en caso de que lo detuvieran repentinamente o de su muerte prematura, ¿entiendes? Que no dijo el nombre de esas personas de confianza. Si te lo preguntan, eso es lo que vas a decir.
— Está bien — dijo Andrei lentamente, mirando al fuego.
— Eso será lo correcto — masculló Izya, mirando también las llamas —. Pero si te torturan… Rumer es un esbirro miserable… — se estremeció —. Pero es posible que nadie te pregunte nada. No sé. Habría que meditar un poco todo esto. Es difícil idear algo así, de repente.
Calló. Andrei seguía removiendo el montón de papeles que ardían entre llamas rojizas que saltaban de un lado a otro. Izya, momentos después, continuó tirando papeles al hogar.
— No tires las carpetas, sólo los papeles — dijo Andrei —. Fíjate, el cartón arde mal. ¿Y no temes que encuentren la carpeta?
— ¿Y qué debería temer? — dijo Izya —. Que tema Geiger. Si no la encontraron enseguida, ahora no podrán encontrarla. La tiré en una alcantarilla, y después me pregunté muchas veces si habría caído dentro o fuera… ¿Por qué te pegaron? En mi opinión, tienes unas excelentes relaciones con Fritz.
— No fue Fritz — dijo Andrei, reticente —. Simplemente, tuve mala suerte.
Kensi volvió de repente, acompañado por las chicas. Sobre el impermeable, que llevaban agarrado por las puntas, traían un montón de cartas. Tras ellos venía Dennis, que todavía se secaba el sudor.
— Creo que esto es todo — dijo —. ¿O se les ha ocurrido algo más?
— ¡Apartaos! — exigió Kensi.
Bajaron el impermeable junto al hogar y todos se pusieron a tirar las cartas al fuego. El hogar comenzó a zumbar. Izya metió la mano sana en el montón de papeles, escritos con tinta de diferentes colores, sacó una carta y, con su mueca habitual, comenzó a leerla con ansiedad.
— ¿Quién fue el que dijo que los manuscritos no arden? — balbuceó Dennis mientras resoplaba. Se sentó tras la mesa y encendió un cigarrillo —. En mi opinión, arden muy bien… Qué calor. ¿Abrimos las ventanas?
De repente, la secretaria chilló, se levantó de un salto y salió corriendo. — ¡Se me había olvidado — susurraba —, se me había olvidado por completo!
— ¿Cómo se llama? — se apresuró a preguntar Andrei.