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— Amalia — gruñó Kensi —. Te lo he dicho cien veces… Oye, acabo de telefonear a Dupin…

— ¿Y qué?

La secretaria regresó con un montón de bloques de notas entre los brazos.

— Estas son todas sus órdenes, jefe — susurró —. Las había olvidado totalmente. Seguro que también hay que quemarlas, ¿sí?

— Por supuesto, Amalia — dijo Andrei —. Gracias por acordarse. Quémelas, Amalia, quémelas. ¿Qué dijo Dupin?

— Quería prevenirlo, decirle que todo estaba en orden, que habíamos eliminado todas las huellas. Y se asombró, preguntó qué huellas eran ésas. ¿Acaso había escrito algo así? Estaba terminando un reportaje detallado sobre el heroico asalto a la alcaldía, y se disponía a escribir un editorial titulado «Friedrich Geiger y el pueblo».

— Es una puta — dijo Andrei, con desgana —. Por cierto, como todos nosotros…

— ¡Cuando dices esas cosas, refiérete a ti mismo! — le gritó Kensi.

— Perdona — respondió Andrei, con la misma desgana —. Digamos que no todos somos unas putas. La mayoría, nada más.

Izya soltó una risita repentina.

— Aquí tenemos a una persona inteligente — proclamó, agitando una hoja de papel —. «Es totalmente obvio — leyó —, que la gente como Friedrich Geiger sólo aguardan alguna desgracia importante, no importa que sea de corta duración, basta que constituya una sensible interrupción del equilibrio, para desatar las pasiones y salir a la superficie, montados en la ola del motín…» ¿Quién ha escrito semejante cosa? — Buscó el remitente —. ¡Vaya, por supuesto! ¡A la hoguera, a la hoguera! — arrugó el papel y lo tiró al hogar.

— Escucha, Andrei — dijo Kensi —. ¿No es hora ya de pensar en el futuro?

— ¿Y qué hay que pensar? — gruñó Andrei mientras continuaba trajinando con el atizador —. De alguna manera sobreviviremos, resistiremos…

— ¡No hablo de nuestro futuro! — dijo Kensi —. Hablo del futuro del periódico, del futuro del Experimento.

Andrei lo miró con asombro, Kensi parecía el mismo de siempre. Como si no hubiera ocurrido nada. Como si nada hubiera pasado durante los últimos meses. Parecía estar más preparado a pelear que en otras ocasiones. Aunque fuera a pelear en nombre de la legalidad y los ideales. Como el martillo de un revólver, esperando que apretaran el gatillo. ¿O sería posible que no le hubiera ocurrido nada a él personalmente?

— ¿Has hablado con tu Preceptor? — preguntó Andrei.

— Sí, he hablado — respondió Kensi con aire retador.

— ¿Y qué te ha dicho? — preguntó Andrei, sobreponiéndose al pudor habitual que acompañaba siempre a las conversaciones sobre los Preceptores.

— Eso no le incumbe a nadie, y no tiene la menor importancia. ¿Qué pintan aquí los Preceptores? Geiger también tiene un Preceptor. Cada bandido en la Ciudad cuenta con un Preceptor. Pero eso no impide que cada cual piense por sí solo.

Andrei sacó un cigarrillo del paquete, lo ablandó entre los dedos y, frunciendo el ceño a causa del calor, lo encendió pegándolo al atizador incandescente.

— Estoy harto de todo — dijo, muy quedo.

— ¿De qué estás harto?

— De todo… En mi opinión, hay que huir de aquí, Kensi. Que se vayan todos al diablo.

— ¿Qué es eso de huir? ¿Qué quieres decir?

— Hay que largarse antes de que sea tarde, huir a las ciénagas, adonde el tío Yura, lo más lejos posible de todo este burdel. El Experimento se ha descontrolado, nosotros no podemos controlarlo de nuevo, así que la terquedad no tiene sentido. En las ciénagas al menos tendremos armas, tendremos la fuerza…

— ¡No me iré a las ciénagas! — declaró Selma de repente.

— No te lo estoy proponiendo a ti — dijo Andrei, sin volverse.

— Andrei — replicó Kensi —, eso sería desertar.

— Según tú, desertar, pero en mi opinión se trata de una maniobra inteligente. Pero haz lo que quieras. Me has preguntado qué pensaba sobre el futuro, y te respondo: no tengo nada que hacer aquí. De todas maneras, cesarán a todo el consejo de redacción y nos mandarán a recoger babuinos muertos. Bajo custodia. Y eso, en el mejor de los casos…

— ¡Y aquí tenemos a otra persona inteligente! — proclamó Izya con admiración —. Escuchad: «Soy un antiguo suscriptor de vuestro diario, y en general apruebo su posición. Pero ¿por qué defendéis constantemente a F. Geiger? ¿Será que no contáis con la suficiente información? Sé, de muy buena tinta, que Geiger ha abierto expedientes a todas las personas de alguna importancia en la Ciudad. Su gente se ha infiltrado en todo el aparato de la municipalidad. Seguramente, también en vuestro diario. Os aseguro que los militantes del PRR no son tan pocos como pensáis. Sé también que cuentan con armas…» — Izya miró el reverso de la carta —. Aja, mira de quién se trata… «Ruego no publicar mi nombre.» ¡A la hoguera, a la hoguera!

— Se podría pensar que conoces a todas las personas inteligentes de la Ciudad — dijo Andrei.

— A propósito, no son tantos — replicó Izya, metiendo la mano en el montón de papeles —. Y no hablo siquiera de que la gente inteligente casi nunca escribe a los diarios.

Se hizo el silencio, Dennis, satisfecho después del último cigarrillo, se acercó también al hogar y comenzó a tirar papeles al fuego en grandes montones.

— ¡Remueva, remueva, jefe! — dijo —. ¡Con más ánimo! Déme el atizador.

— En mi opinión, marcharse ahora de la ciudad es simplemente una cobardía — intervino Selma, retadora.

— Ahora tenemos que contar con cada persona honesta — coincidió Kensi —. Si nosotros nos marchamos, ¿quién se queda? ¿Quieres entregarle el periódico a los Dupin?

— Quedarás tú — dijo Andrei, cansado —. Puedes traer a Selma al periódico. O a Izya…

— Tú conoces bien a Geiger — le interrumpió Kensi —. Podrías utilizar tu influencia…

— No tengo la menor influencia sobre él — dijo Andrei —. Y si la tuviera, no quiero utilizarla. No sé hacer esas cosas, y me repelen.

De nuevo, todos callaron. Sólo se oía zumbar las llamas por el tubo de la chimenea.

— Por lo menos, que lleguen lo más pronto posible — gruñó Dennis, mientras tiraba al fuego el último montón de cartas —. Quiero beber algo, no tengo fuerzas para nada, pero para beber…

— No vendrán enseguida — replicó Izya al momento —. Antes, llamarán. — Tiró al fuego la carta que había estado leyendo y comenzó a pasearse por el despacho —. Dennis, usted no lo entiende, no lo sabe. ¡Es un ritual! Un procedimiento diseñado en tres países hasta sus menores detalles, probado hasta la saciedad. Chicas, ¿no hay nada de comer por aquí? — preguntó de repente.

— ¡Ahora, ahora mismo! — chilló la delgadísima Amalia, levantándose de un salto, y salió corriendo al recibidor.

— Por cierto — recordó Andrei, quién sabe por qué razón —. ¿Dónde está el censor?

— Tenía muchas ganas de quedarse — explicó Dennis —. Pero el señor Ubukata lo echó. El censor gritaba como un loco: «¿Adonde puedo ir? ¡Me estáis matando!». Hubo que pasarle el pestillo a la puerta para que no volviera a entrar. Al principio intentó abrirla con todo el cuerpo, pero al rato se desesperó y se fue. Oiga, voy a abrir un poco las ventanas. Este calor me tiene exhausto.

La secretaria regresó con una sonrisa tímida en sus labios pálidos, sin cosméticos, y le tendió a Izya una bolsa de plástico transparente con unas frituras. — ¡Mmm! — gritó Izya y comenzó a hacer ruidos con la boca.

— ¿Te duelen las costillas? — preguntó Selma muy queda, inclinándose hacia Andrei.

— No — se limitó a responder éste. La apartó, caminó hacia la mesa y en ese momento sonó el teléfono. Todos volvieron la cabeza y clavaron los ojos en el aparato de color blanco. El teléfono continuaba sonando.