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— Adelante, Andrei — dijo Kensi, impaciente.

— Sí — contestó Andrei cogiendo el auricular.

— ¿Es la redacción del Diario Urbano? — preguntó una voz diligente.

— Sí — respondió Andrei.

— Por favor, con el señor Voronin.

— Soy yo.

Se oyó respirar a alguien y después sonaron los pitidos del final de la comunicación. Con el corazón latiéndole con violencia. Andrei colgó el teléfono cuidadosamente.

— Son ellos — dijo.

Izya masculló algo incomprensible, asintiendo largamente con la cabeza. Andrei se sentó. Todos lo miraban: Dennis, con una tensa sonrisa; Kensi, agotado y despeinado: Amalia, muy asustada; y Selma, con el rostro pálido. También Izya lo miraba mientras masticaba e intentaba a la vez sonreír, frotándose los dedos grasientos en los faldones de su chaqueta.

— ¿Qué miráis? — pronunció Andrei, con irritación —. Largaos todos de aquí.

Nadie se movió.

— ¿Por qué te preocupas? — dijo Izya, contemplando la última fritura —. Todo será tranquilo y pacífico, como dice el tío Yura. Tranquilo y pacífico, honesto y noble… Pero no debes hacer movimientos bruscos. Como si se tratara de una cobra.

Al otro lado de la ventana se oyó el traqueteo del motor de un auto y el chirrido de los frenos.

— ¡Kaize, Velichenko, conmigo! — ordenó una voz penetrante —. ¡Mirovich, de guardia junto a la puerta de entrada!

Y un segundo después, se oyó cómo llamaban abajo dando puñetazos en la puerta.

— Iré a abrir — dijo Dennis, y Kensi corrió al hogar y comenzó a revolver con todas sus fuerzas las cenizas todavía humeantes, haciéndolas volar por todo el recinto.

— ¡No haga movimientos bruscos! — le gritó Izya a Dennis, que se alejaba.

La puerta de abajo se estremeció y los vidrios temblaron, con un sonido quejumbroso. Andrei se levantó, cruzó las manos a la espalda apretándolas con todas sus fuerzas, y quedó de pie en el centro del despacho. La reciente sensación de náusea, angustia y flojera en las piernas volvió a adueñarse de él. Abajo cesó el ruido, dejó de escucharse el golpeteo, se oyeron voces irritadas y a continuación muchas botas comenzaron a recorrer los despachos vacíos.

«Como si se tratara de todo un batallón — le pasó a Andrei por la cabeza. Retrocedió y apoyó el trasero en la mesa. Le temblaban las rodillas —. No permitiré que me golpeen — pensó, con desesperación —. Prefiero que me maten. No he cogido la pistola… Qué lástima… ¿Será correcto no haberla cogido?»

Por la puerta, directamente frente a él, entró un hombre grueso de baja estatura, con un abrigo de buena calidad, con brazaletes blancos en las mangas y tocado con una enorme boina en la que se veía un distintivo. Calzaba botas muy brillantes, llevaba el abrigo ridículamente ceñido con un ancho cinturón del que colgaba, en el lado izquierdo, una funda amarilla totalmente nueva. Detrás del hombre entraron otros más, pero Andrei no los vio. Como encantado, contemplaba el rostro pálido y abotagado, de rasgos poco precisos y ojos enrojecidos.

«Tendrá conjuntivitis — le pasó por la cabeza —. Y está tan bien afeitado que el rostro le brilla como si se hubiera dado laca.»

El hombre de la boina examinó rápidamente el despacho y clavó después los ojos en Andrei.

— ¿El señor Voronin? — pronunció, con voz muy aguda y entonación interrogativa.

— Soy yo — alcanzó a decir Andrei con gran esfuerzo, mientras se agarraba del borde de la mesa con ambas manos.

— ¿El redactor jefe del Diario Urbano?

— Sí.

El hombre de la boina saludó con dos dedos, con gesto hábil, pero como al paso.

— Tengo el honor, señor Voronin — dijo, altisonante —, de entregarle un mensaje personal del señor presidente Friedrich Geiger.

Era obvio que tenía la intención de sacar el mensaje personal con un movimiento elegante, pero algo le salió mal y tuvo que buscar un rato en las profundidades de su abrigo, inclinado ligeramente hacia la derecha, con una expresión como de quien está siendo atacado por insectos. Andrei lo miraba como un condenado, sin entender nada, todo ocurría de forma extraña. No era eso lo que había esperado. «Quizá no sea nada», le pasó por la cabeza, pero en ese mismo instante apartó la idea de sí con un estremecimiento supersticioso.

Finalmente, apareció el mensaje y el hombre de la boina se lo tendió a Andrei con expresión irritada y algo ofendida. Andrei tomó el sobre crujiente y lacrado. Era un sobre postal de lo más corriente, largo, de color azul, con la imagen estilizada de un corazón con dos alitas de pájaro. En el sobre, una letra conocida había escrito: ANDREI VORONIN. REDACTOR JEFE DEL DIARIO URBANO, PERSONAL Y CONFIDENCIAL. F. GEIGER, PRESIDENTE. Andrei rasgó el sobre y extrajo una hoja corriente de papel de escribir con el borde azul.

¡Querido Andrei! Ante todo, permíteme agradecerte de todo corazón la ayuda y el apoyo que he recibido continuamente por parte de tu periódico durante estos últimos meses decisivos. Ahora, como puedes ver, la situación ha variado de manera radical. Estoy seguro de que la nueva terminología y algunos excesos inevitables no te confundirán: las palabras y los medios han cambiado, pero los objetivos siguen siendo los de siempre. Toma el diario en tus manos, has sido designado su redactor jefe y editor, de manera permanente y con plenos poderes. Elige tus colaboradores según tu criterio, amplía la plantilla, exige nuevas capacidades tipográficas, te doy carta blanca en todos los sentidos. El portador de esta carta, el subadjutor Raymond Zwirik, ha sido designado representante político de mi dirección de información en tu periódico. Como te darás cuenta enseguida, se trata de un hombre de pocas luces, pero conoce bien su oficio. Te ayudará a ponerte al día en la política general, sobre todo en los primeros tiempos. En caso de posibles conflictos, dirígete, por supuesto, personalmente a mí. Te deseo éxitos. Les enseñaremos a esos liberales babosos cómo hay que trabajar. Cordialmente, Fritz.

Andrei leyó dos veces el mensaje personal y confidencial, después dejó caer la mano en la que sostenía la carta y miró a su alrededor. De nuevo, todos lo miraban, pálidos, decididos y tensos. Sólo Izya brillaba como un samovar recién pulido, y a espaldas de los presentes lanzaba besos imaginarios al espacio. El subadjutor (qué demonios querría decir aquella palabra, le parecía haberla oído… adjutor, coadjutor… algo histórico, o de Los tres mosqueteros), el subadjutor Raymond Zwirik también lo miraba, con severidad pero con aire protector. Y junto a las puertas, balanceándose sobre los pies, había unos tipos desconocidos con carabinas y brazaletes blancos en las mangas que también lo miraban.

— Pues bien — comenzó a decir Andrei, mientras doblaba la misiva y la guardaba en el sobre. No sabía por dónde comenzar. — ¿Se trata de sus colaboradores, señor Voronin? — preguntó el subadjutor, en tono práctico, tomando la iniciativa con un ademán.

— Sí — dijo Andrei.

— Hum — pronunció Raymond Zwirik, con vacilación en la voz, mirando fijamente a Izya.

— Y usted, ¿quién es? — le preguntó con brusquedad Kensi en ese momento.

El señor Raymond Zwirik clavó sus ojos en él y a continuación, con cierto asombro, miró a Andrei, que tosió un par de veces.

— Señores — pronunció —. Permítanme que les presente al señor Zwirik, subcoadjutor…

— ¡Subadjutor! — lo corrigió Zwirik, airado.

— ¿Qué? Ah, sí, subadjutor. No subcoadjutor, sino simplemente subadjutor… Representante político en nuestro periódico. Desde este momento.