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De repente, sin que viniera a cuenta. Selma bostezó y se cubrió la boca con la mano.

— ¿Representante de qué? — preguntó Kensi, sin reducir su hostilidad.

— ¡Representante político de la dirección de información! — proclamó Zwirik, en tono muy airado, sin dar tiempo a Andrei a sacar el mensaje del sobre.

— ¡Sus documentos! — dijo Kensi, bruscamente.

— ¡¿Qué?! — los ojos enrojecidos del señor Zwirik parpadearon con enojo.

— Documentos, plenos poderes, ¿tiene algo más que su estúpida tunda?

— ¡¿Quién es?! — gritó el señor Zwirik con voz penetrante, volviéndose de nuevo hacia Andrei —. ¡¿Quién es este hombre?!

— Es el señor Kensi Ubukata — se apresuró a explicar Andrei —. Vicerredactor jefe… Kensi, no se necesita documento alguno. Me ha traído una carta de Fritz.

— ¿De qué Fritz? — dijo Kensi, con gesto de asco —. ¿Qué pinta aquí ese tal Fritz?

— ¡Movimientos bruscos! — intervino Izya —. ¡Os ruego que no hagáis movimientos bruscos!

La cabeza de Zwirik se movía entre Izya y Kensi. Su rostro ya no brillaba y por momentos se ponía cada vez más rojo.

— Veo, señor Voronin — pronunció, finalmente —, que sus colaboradores no tienen todavía una idea clara de qué ha ocurrido hoy. ¡O al contrario! — Siguió alzando la voz —. ¡Se lo imaginan, pero de una manera extraña, torcida! Aquí veo papel quemado, veo rostros lúgubres, y no veo ninguna disposición para comenzar a trabajar. En el momento en que toda la Ciudad, todo nuestro pueblo…

— ¿Y ésos, quiénes son? — le interrumpió Kensi, señalando hacia los hombres que portaban carabinas —. ¿Quiénes son, nuevos colaboradores?

— ¡Pues, sí! ¡Señor ex vicerredactor jefe! Son los nuevos colaboradores. No puedo prometer que se trate de…

— Eso lo veremos — pronunció Kensi con una extraña voz chirriante y caminó hacia Zwirik —. No sé con qué fundamento…

— ¡Kensi! — intervino Andrei, en tono de indefensión.

— Con qué fundamento viene aquí a dar órdenes — prosiguió Kensi, sin prestar la menor atención a Andrei —. ¿Quién es usted? ¿Cómo tiene la osadía de comportarse de esa manera? ¿Por qué no muestra sus documentos? Ustedes no son otra cosa que bandidos armados que han entrado aquí para cometer un asalto.

— ¡Cállate, culo amarillo! — fue el grito salvaje de Zwirik, que se llevó la mano a la funda de la pistola.

Andrei se balanceó hacia delante para interponerse entre ellos, pero en ese momento lo empujaron con violencia por el hombro, y Selma se paró delante de Zwirik.

— ¡Cómo te atreves a expresarte así en presencia de mujeres, canalla! — le gritó —. ¡Culo gordo asqueroso! ¡Ladrón!

Andrei estaba totalmente confuso. Zwirik, Kensi y Selma gritaban a la vez. De reojo. Andrei vio que los tipos de la puerta se miraron, indecisos, y comenzaron a levantar sus carabinas, pero junto a ellos apareció de repente Dennis Lee, que agarraba por una pata un pesado taburete con el asiento de hierro; pero lo más terrible e increíble de todo era la zorrita de Amalia que, encorvada como una fiera, mostrando sus largos dientes blancos de aspecto terrorífico en aquel rostro pálido como el de un muerto, se acercaba sigilosamente a Zwirik, levantando sobre el hombro derecho el atizador humeante, como si fuera un palo de golf.

— ¡Me acuerdo muy bien de ti, hijo de perra, me acuerdo! — gritaba Kensi, sin ceder —. Robabas el dinero de las escuelas, miserable, y ahora te presentas como coadjutor…

— ¡Os hundiré en la mierda, eso es lo que vais a comer! ¡Enemigos de la humanidad!

— ¡Cállate, culo de puta! ¡Cállate antes de que te ponga la mano encima!

— ¡Movimientos bruscos! ¡Os lo imploro…!

Andrei, como hipnotizado, incapaz de moverse, no apartaba los ojos del atizador humeante. Se daba cuenta, sabía, que ocurriría algo horrible, irreparable, y que ya no podría impedirlo.

— ¡Vosotros, a la horca! — gritaba salvajemente el subadjutor, con los ojos inyectados de sangre, moviendo de un lado a otro su enorme pistola automática. De alguna manera, mientras todos gritaban y chillaban, había logrado extraer el arma de la funda, y la agitaba sin sentido, sin dejar de dar gritos penetrantes, pero en ese momento Kensi saltó hacia él y lo agarró por las solapas del abrigo. Zwirik trató de liberarse, empujando con ambas manos, y a continuación sonó un disparo, otro y otro más. El atizador describió una curva silenciosa en el aire, y todos quedaron paralizados.

Zwirik estaba solo en el centro del despacho y su rostro se volvía gris por momentos. Se frotaba con una mano el hombro lastimado por el atizador, mientras la otra continuaba extendida hacia delante. La pistola yacía en el suelo. Los tipos de la puerta, con la boca abierta del susto, habían bajado sus carabinas.

— Yo no quería… — pronunció Zwirik con voz temblorosa.

El taburete cayó de la mano de Dennis con estruendo, y sólo entonces Andrei comprendió a quién miraban todos. A Kensi, que retrocedía muy lentamente, con un movimiento extraño, mientras se cubría con ambas manos la parte inferior del pecho.

— Yo no quería… — repetía Zwirik con voz llorosa —. ¡Dios es testigo de que yo no quería!

A Kensi se le doblaron las piernas y se derrumbó suavemente, casi sin ruido, junto al hogar, sobre un montón de ceniza y restos de papel, y después de emitir un sonido torturado y confuso, se llevó lentamente las rodillas al vientre.

En ese momento, con un terrible grito, Selma clavó las uñas en el rostro de Zwirik, grueso, brillante, grisáceo, mientras todos los demás corrieron hacia el caído como para protegerlo, se agacharon sobre él y un minuto después Izya se irguió, volvió hacia Andrei el rostro, torcido por una extraña mueca, alzando mucho las cejas.

— Muerto… — balbuceó —. Asesinado.

Sonó el timbre del teléfono. Sin darse cuenta de qué hacía, Andrei, como en sueños, extendió la mano y tomó el auricular.

— ¿Andrei? ¿Andrei? — Era la voz de Otto Frijat —. ¿Estás bien? ¿Sano y salvo? ¡Gracias a Dios, estaba preocupado por ti! Ahora todo marchará perfectamente. Ahora Fritz nos protegerá, en caso de cualquier cosa…

Dijo algo más, habló de embutidos, de mantequilla, pero Andrei no lo escuchaba.

Selma lloraba, inconsolable, agachada en un rincón y agarrándose la cabeza entre las manos, mientras el subadjutor Raymond Zwirik frotaba sus mejillas grises, embadurnándolas con la sangre que salía de profundos arañazos y, como si de un mecanismo roto se tratara, repetía constantemente una misma frase.

— Yo no quería. Juro por Dios que no quería…

CUARTA PARTE

Señor consejero

UNO

El agua que caía estaba tibia y tenía un sabor asqueroso. La alcachofa de la ducha estaba demasiado alta, no lograba alcanzarla con la mano, y los chorritos anémicos empapaban cualquier cosa menos lo que debían. Como era habitual, el desagüe estaba atascado y había un charco sobre la rejilla. En general, era asqueroso tener que esperar. Andrei escuchó con atención: en el vestidor seguían riéndose y conversando. Al parecer, alguien había mencionado su nombre. Andrei se retorció y se volvió de espaldas, intentando que el chorrito le llegara a la columna vertebral, pero resbaló y tuvo que agarrarse de la rugosa pared de cemento, maldiciendo a media voz. Que el diablo se los lleve a todos, bien que hubieran podido pensar en construir una ducha aparte para los funcionarios del gobierno. Tenía que esperar allí, como si se dispusiera a echar raíces…

En la puerta, delante de su nariz, alguien había arañado unas palabras: mira a la derecha. Maquinalmente, Andrei miró a la derecha. Ahí habían arañado: mira hacia atrás. Andrei sonrió y cayó en la cuenta de que conocía todo aquello desde que estaba en primaria; en su momento él mismo había escrito aquellos letreros. Cerró el grifo. Había silencio en el vestidor. Entonces, abrió con cuidado la puerta y echó un vistazo. Gracias a Dios, se habían largado…