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Salió, haciendo eses sobre los mosaicos ennegrecidos, encogiendo los dedos de asco. Fue hacia donde colgaba su ropa. De reojo percibió un movimiento en el rincón, se volvió y vio unas nalgas escuálidas, cubiertas de vello negro. Siempre era lo mismo: alguien, desnudo y de rodillas, miraba por una grieta hacia el vestidor femenino. El tipo estaba tan atento que parecía de piedra.

Andrei cogió su toalla y comenzó a secarse. Era una toalla barata, cuartelaria, que apestaba a fenol, y no absorbía el agua sino más bien la extendía por la piel.

El tipo desnudo seguía fisgoneando. Su pose antinatural recordaba la de un ahorcado: por lo visto, el agujero de la pared lo había hecho un adolescente, era incómodo y quedaba muy abajo. Después, al parecer, perdió el objeto de su atención. Suspiró ruidosamente, se sentó, bajó los pies y fue entonces cuando vio a Andrei.

— Ya se ha vestido — dijo —. Qué mujer más bella.

Andrei se quedó callado. Se puso los pantalones y comenzó a calzarse.

— De nuevo me he vuelto a arrancar la ampolla — dijo el tipo desnudo, que se examinaba la palma de la mano —. Ya ni sé cuántas veces. — Extendió la toalla y la miró por ambos lados con gesto dubitativo —. Lo único que no entiendo — prosiguió, mientras se frotaba la cabeza —, es que no traigan las excavadoras. Una excavadora nos sustituiría a todos. Andamos paleando tierra como esos…

Andrei se encogió de hombros y gruñó algo que ni siquiera él mismo entendió.

— ¿Eh? — preguntó el hombre desnudo, asomando la oreja por detrás de la toalla.

— Digo que en toda la ciudad sólo hay dos excavadoras — explicó Andrei, con irritación. Se le había roto el cordón del zapato derecho y ya no le quedaría más remedio que seguir la conversación.

— Pues yo creo que si las trajeran para acá… — replicó el tipo desnudo, mientras se frotaba con energía el pecho lleno de vellos, parecido al de un pollo —. Pero a pala… Hay que saber trabajar con la pala, y yo pregunto: ¿cómo vamos a saber eso, si somos de planificación urbana?

— Las excavadoras se necesitan en otro sitio — gruñó Andrei. El maldito cordón no se dejaba atar.

— ¿En qué otro sitio podrían hacer falta? — se agarró enseguida el planificador desnudo —. Por lo que sé, nuestra Gran Obra está aquí. ¿Dónde se necesitarían entonces las excavadoras? ¿En la Más Grande? No he oído de la existencia de ésa.

«No sé por qué demonios me pongo a discutir contigo — pensó Andrei con maldad —. ¿Y por qué estoy discutiendo con este tipo? Hay que estar de acuerdo con lo que diga y no discutir. Si le hubiera dicho que sí un par de veces, se hubiera callado. No, no se hubiera callado, se habría puesto a contar alguna historia de tías en cueros… De lo útil que le resulta divertirse mirándolas. O de cualquier otra imbecilidad.»

— Pero ¿de qué se queja? — dijo, irguiéndose —. Le piden que trabaje sólo una hora al día y se queja como si le estuvieran metiendo una regla por el ano. Qué desgracia, se ha arrancado una ampolla. Un accidente laboral.

El tipo desnudo de planificación urbana lo miró, sorprendido, con la boca entreabierta. Enclenque, peludo, con las rodillas hinchadas, con esa pancita…

— ¡Trabajamos para nosotros mismos! — prosiguió Andrei con encarnizamiento mientras se anudaba la corbata —. No es para otros, nos piden que trabajemos para nosotros mismos. Pues no, de nuevo nos molestamos, de nuevo no nos viene bien. Seguro que hasta el Cambio paleaba mierda, ahora trabaja en planificación urbana pero sigue quejándose… — Se puso la chaqueta y se dedicó a doblar el chándal. Y, en ese momento, el tipo de planificación urbana logró articular palabra.

— ¡Aguarde, caballero! — gritó, ofendido —. ¡No se trata de eso! Estaba hablando de racionalidad, de eficacia… ¡Qué curioso! Tomé parte en el asalto a la alcaldía. Y le digo que si ésta es la Gran Obra, deberíamos traer los equipos para acá. ¡Y no le permito que me grite!

— Qué gran cosa, conversar con usted aquí… — dijo Andrei, mientras envolvía el chandal en un periódico sobre la marcha y salía del vestidor.

Selma lo esperaba ya sentada en un banco no lejos. Fumaba, pensativa, mirando hacia la excavación, con las piernas cruzadas como de costumbre, fresca y rosada tras la ducha. Andrei sintió un pinchazo desagradable al pensar en la posibilidad de que aquel aborto peludo hubiera babeado mientras la miraba precisamente a ella. Se le acercó y le acarició el cuello fresco.

— ¿Nos vamos?

La chica levantó los ojos hacia él, sonrió y frotó la mejilla contra su mano.

— Déjame terminar el cigarrillo — le propuso.

— De acuerdo — asintió Andrei, se sentó y también se puso a fumar.

En la excavación trabajaban centenares de personas, la tierra salía volando de las palas, el sol sacaba destellos a los metales. La fila de carretillas llenas de argamasa llegaba hasta el otro lado, y junto a las planchas de hormigón se amontonaban los trabajadores del siguiente turno. El viento hacía arremolinarse el polvo rojizo, difundía fragmentos de marchas militares que salían por los altavoces colocados sobre columnas de cemento, hacía balancearse enormes planchas de contrachapado con consignas descoloridas: «Geiger ha dicho: ¡es necesario! La ciudad responde: ¡lo haremos!». «La Gran Obra es un golpe contra los no humanos», «El Experimento está por encima de los experimentadores».

— Otto prometió que hoy estarían las alfombras — dijo Selma.

— Eso está muy bien — se alegró Andrei —. Coge la más grande. La pondremos en el salón.

— Yo la quería para tu despacho. En la pared. Acuérdate, te lo dije el año pasado cuando nos mudamos.

— ¿En mi despacho? — pronunció Andrei, pensativo. Se imaginó su despacho, la alfombra y las armas: sería impresionante —. Correcto. Muy bien, en el despacho.

— Pero llama sin falta a Rumer — dijo Selma —. Que nos mande un obrero.

— Llama tú misma — dijo Andrei —. No creo que tenga tiempo… No, está bien, yo llamo. ¿Adonde hay que mandarlo? ¿A casa?

— No, directamente al almacén. ¿Vendrás a comer? — Sí, seguramente. A propósito, Izya sigue amenazando con pasar por allí.

— ¡Pues muy bien! Invítalo, y que venga hoy por la noche. Hace muchísimo tiempo que no nos reunimos. Y hay que invitar a Van, que venga con Maylin.

— Aja — dijo Andrei. No había pensado en Van —. Y, además de Izya. ¿tienes intención de invitar a alguno de los nuestros? — preguntó, con precaución.

— ¿De los nuestros? Podría llamar al coronel — dijo Selma, indecisa —. Es muy simpático. En general, si vamos a invitar hoy a alguno de los nuestros, que sea en primer lugar a los Dollfuss. Ya hemos estado dos veces en su casa, me resulta violento.

— Si viniera sin la mujer — dijo Andrei.

— Eso es imposible.

— ¿Sabes qué? — dijo Andrei —. Por ahora, no los llames. A la noche, decidimos. — Veía con claridad que Van y los Dollfuss no se iban a llevar bien —. ¿No sería mejor invitar a Chachua?

— ¡Genial! — dijo Selma —. Se lo echaremos a la mujer de Dollfuss. Todos lo pasarán muy bien. — Tiró la colilla —. ¿Nos vamos?

De la excavación salía una polvorienta multitud de Grandes Constructores en dirección a las duchas. Eran obreros de la fundición, sudorosos y habladores.

— Vámonos — dijo Andrei.

Se dirigieron a la parada de autocares por un caminito de arena entre dos filas de tilos escuálidos, resembrados poco tiempo antes. Allí había dos vehículos descascarados, rebosantes de gente. Andrei miró su reloj: faltaban siete minutos para que salieran. Unas mujeres, con el rostro enrojecido, echaban fuera del primer autocar a un borracho, que daba gritos mientras las mujeres chillaban con voces histéricas.