— ¿Vamos con la canalla o a pie? — preguntó Andrei.
— ¿Tienes tiempo?
— Sí. Vámonos caminando, junto al precipicio. Allí hace más fresco.
Selma lo tomó del brazo, torcieron a la izquierda, bajo la sombra de un edificio de cinco pisos rodeado por un encofrado de madera, y se encaminaron al precipicio por una callecita adoquinada.
Aquella zona estaba totalmente abandonada. Crecía hierba en las calles y se veían casitas vacías en mal estado, a punto de derrumbarse. Antes del Cambio, y después, en los primeros momentos, no era seguro pasear por estos lugares, no sólo de noche, sino también de día; por doquiera había prostíbulos, guaridas de maleantes, destilerías clandestinas; allí vivían peristas, buscadores profesionales de oro, prostitutas que ayudaban a robar a sus clientes y otros miserables por el estilo. Más tarde, se encargaron de ellos; a unos los pescaron y los desterraron a las ciénagas, como mano de obra de los granjeros; a otros, los delincuentes menores, los espantaron simplemente; en la precipitación fusilaron a algunos, y todas las cosas de valor que se encontraron en el lugar fueron confiscadas por la ciudad. Las barracas quedaron vacías. Al principio, las patrullas vigilaban, pero después, cuando ya no fue necesario, las retiraron, y en los últimos tiempos se anunció públicamente que aquellas barracas serían eliminadas. Y en su lugar, a lo largo de todo el precipicio y dentro de los límites de la ciudad, se extendería una franja de parques y un complejo de ocio.
Selma y Andrei dejaron atrás las últimas casas ruinosas y siguieron a lo largo del abismo, entre una hierba jugosa que les llegaba por las rodillas. Allí hacía fresco, del precipicio llegaban oleadas de un aire húmedo y frío. Selma estornudó y Andrei le pasó el brazo por los hombros. El parapeto de granito no había llegado aún hasta aquella zona, y Andrei, instintivamente, trataba de mantenerse a cinco o seis pasos del borde del abismo.
Al borde mismo, las personas se sentían muy raras. Además, al parecer todos percibían igualmente que el mundo, mirado desde allí, se dividía claramente en dos mitades equivalentes. Al oeste, un vacío inabarcable de color verde azulado: no era el mar, ni siquiera el cielo, sino precisamente un vacío de ese color. Una nada verde azulado. Al este, una muralla inabarcable que se elevaba en vertical, con un estrecho escalón a lo largo del cual se extendía la Ciudad. La Pared Amarilla. La Solidez amarilla absoluta.
El Vacío infinito al oeste, y la Solidez infinita al este. No parecía haber la menor posibilidad de entender esos dos infinitos. Sólo era posible acostumbrarse a ellos. Los que no podían o no eran capaces de hacerlo, trataban de no caminar junto al abismo, y por eso era raro encontrar a alguien allí. Entonces sólo iban parejitas de enamorados, y casi siempre de noche. De noche, algo brillaba en el abismo con una débil luz verdosa, como si allí, en la sima, algo estuviera pudriéndose de siglo en siglo. Sobre el fondo de aquella luminiscencia, se veía nítidamente el borde erizado de plantas del barranco, y allí la hierba era asombrosamente alta y blanda…
— Pero cuando construyamos dirigibles — dijo Selma de repente —, entonces nos elevaremos o bajaremos a ese abismo?
— ¿Qué dirigibles? — preguntó Andrei, distraído.
— ¿Cómo? — se asombró Selma.
— ¡Ah, globos aerostáticos! — dijo Andrei cayendo en la cuenta —. Iremos abajo, claro que abajo. Al abismo.
Entre la mayoría de los habitantes de la ciudad que cumplían diariamente su hora en la Gran Obra, la opinión más extendida era que se estaba construyendo una gigantesca fábrica de dirigibles. Geiger suponía que, por el momento, había que apoyar aquella versión de cualquier manera, pero sin aseverar nada de forma definitiva.
— ¿Y por qué abajo? — preguntó Selma.
— Pues… Hemos intentado elevar globos, sin tripulantes, por supuesto. Algo les pasa allá arriba, estallan por causas desconocidas. Ninguno ha logrado subir más allá de un kilómetro.
— ¿Y qué puede haber allá abajo? ¿Qué piensas?
— No tengo la menor idea — respondió Andrei, encogiéndose de hombros.
— ¡Vaya, qué sabio el señor consejero! — Selma recogió de entre la hierba un pedazo de un viejo tablón con un clavo torcido y herrumbroso, y lo lanzó al abismo —. Que le rompa el cráneo a alguien allá abajo — añadió.
— No seas gamberra — dijo Andrei, pacífico.
— Soy gamberra, ¿lo has olvidado?
— No, no lo he olvidado — dijo Andrei tras mirarla de arriba abajo —. ¿Quieres que te haga rodar por la hierba ahora mismo?
— Sí — respondió Selma.
Andrei miró a su alrededor. En la azotea de la ruina más cercana, con los pies colgando por fuera, fumaban dos tipos cubiertos con gorras. A su lado, recostado en un montón de basura, había un trípode rudimentario con un ariete de hierro colado que colgaba de una cadena retorcida.
— Hay mirones — dijo —. Lástima. Te hubiera dado una buena lección, señora consejera.
— Vamos, revuélcala, no pierdas tiempo — gritaron desde la azotea con voz chillona —. ¡No seas tonto, chaval!
— ¿Vas directamente a casa? — preguntó Andrei, haciendo como si no los hubiera oído.
Selma miró su reloj.
— Tengo que pasar por la peluquería — respondió.
De súbito, Andrei fue presa de un sentimiento de alarma. De repente se dio cuenta con toda claridad de que era un consejero, un funcionario responsable del despacho personal del presidente, una persona respetada, que tenía una esposa, una bellísima mujer, y una casa bien montada, rica, y que ahora su esposa iba a la peluquería pues por la noche recibirían invitados, no se trataba de una borrachera caótica sino de una auténtica recepción, y los invitados no serían gente sin importancia, sino personas de peso, respetadas, necesarias, las más necesarias de la ciudad. Era una sensación de adultez percibida de repente, de responsabilidad quizá. Era una persona adulta, independiente, que tomaba decisiones propias, un hombre de familia. Era un hombre adulto, que se erguía sólidamente sobre sus piernas. Lo único que le faltaba eran los hijos, todo lo demás era como lo de los adultos auténticos.
— ¡Salud, señor consejero! — pronunció una voz respetuosa.
Resulta que ya habían salido de la zona en ruinas. A la izquierda se extendía un parapeto de granito, bajo los pies tenían baldosas de hormigón, a la derecha y delante se levantaba la enorme mole de la Casa de Vidrio, y en el camino, en posición de firmes y llevándose dos dedos a la visera de la gorra del uniforme, estaba un policía negro, de buen porte, con el traje azul del regimiento de escoltas. Andrei lo saludó, distraído.
— Perdona, me decías algo — se volvió hacia Selma —. Estaba pensando en otra cosa.
— Te decía que no te olvides de llamar a Rumer. Ahora necesito que venga alguien, no sólo para lo de la alfombra. Hay que traer vino, vodka… Al coronel le gusta el whisky, y a Dollfuss, la cerveza. Compraré una caja entera.
— ¡Sí! ¡Y que cambie la bombilla en el aseo! — dijo Andrei —. Prepara boeufbourguigmm. ¿Te mando a Amalia?
Se separaron en el sendero que llevaba a la Casa de Vidrio. Selma siguió adelante y Andrei, con placer, la acompañó con la mirada antes de girar en dirección a la entrada oeste.
La amplia plaza embaldosada que circundaba el edificio estaba desierta, sólo de vez en cuando aparecían las guerreras azules de los escoltas. Bajo los espesos árboles que enmarcaban la plaza, asomaban como siempre los mirones que devoraban con mirada ansiosa el asiento del poder, mientras jubilados con bastones les daban explicaciones.