Junto a la entrada estaba el cacharro de Dollfuss: como siempre, la capota estaba levantada, del motor asomaba la parte inferior del chofer, rutilante en sus botas de charol. Y en ese momento atufó el aire un camión asqueroso, de las granjas, procedente de las mismísimas ciénagas. Por los costados asomaban en desorden las extremidades púrpura de una res desollada. Sobre la carne volaba una nube de moscas. El dueño del camión, un granjero, discutía con los escoltas en la puerta. Al parecer llevaban discutiendo bastante rato: allí se encontraba ya el jefe del pelotón de guardia, además de tres policías, y se aproximaban lentamente otros dos más desde la plaza.
A Andrei le pareció conocido el granjero: un campesino largo como un varal, flaco, con las puntas del bigote colgándole hacia abajo. Olía a sudor, gasolina y aguardiente. Andrei enseñó su pase y entró en el vestíbulo, pero tuvo tiempo de oír que el campesino exigía ver personalmente al presidente Geiger, mientras los escoltas intentaban hacerle entender que aquélla era una entrada de servicio y que él debía rodear el edificio y probar suerte en la oficina de pases. Las voces se elevaban cada vez más.
Andrei subió al quinto piso en el ascensor y entró por una puerta en la que se veía un letrero dorado sobre fondo negro:
OFICINA PERSONAL DEL PRESIDENTE
PARA TEMAS DE CIENCIA Y TÉCNICA
Los correos, sentados junto a la puerta, se pusieron de pie cuando él entró, y con movimientos idénticos ocultaron sus colillas humeantes tras la espalda. No se veía a ninguna otra persona en el ancho corredor blanco, pero detrás de las puertas, como antes en la redacción, se oían timbres de teléfonos, voces diligentes que dictaban cartas, el traqueteo de las máquinas de escribir… La oficina trabajaba a pleno rendimiento. Andrei abrió la puerta donde decía: «consejero A. Voronin» y entró en la antesala de su despacho.
Allí también se levantaron a saludarlo: el grueso jefe del sector geodésico. Quejada, eternamente sudoroso: Vareikis, jefe del departamento de cuadros, de ojos claros y aspecto luctuoso; una huesuda señora, de edad más que mediana, de la dirección de finanzas; y un jovencito desconocido, de aspecto deportivo, seguramente un novato que esperaba ser presentado.
Y su secretaria personal. Amalia, con una sonrisa se levantó ágilmente de su escritorio junto a la ventana.
— Hola, señores, hola — dijo Andrei en voz alta, poniendo el rostro más bonachón posible —. ¡Les pido mil perdones! Los malditos autocares estaban a reventar, he tenido que venir a pie desde la obra…
Comenzó a estrechar manos: la enorme y sudorosa de Quejada, la aleta blanducha de Vareikis, el haz de huesos resecos de la señora de la dirección de finanzas («¿Qué demonios anda buscando aquí? ¿Qué quiere de mí?») y la tenaza de acero del novato de cara sombría.
— Creo que dejaremos pasar primero a la dama… — dijo, y se dirigió a la señora de finanzas —: Madame, por favor. ¿Hay algo urgente? — preguntó a Amalia a media voz —. Muchas gracias. — Tomó la hoja del telefonograma y abrió la puerta del despacho —. Pase usted, señora, por favor…
Abrió la hoja con el mensaje telefónico, llegó hasta su escritorio, le indicó a la mujer el butacón con un gesto de la mano, se sentó y colocó la hoja frente a sí.
— Soy todo oídos.
La mujer comenzó a hablar como una ametralladora. Andrei, con una sonrisa en la comisura de los labios, la oyó atentamente mientras golpeaba el telefonograma con un lápiz. Desde las primeras palabras lo tuvo todo claro.
— Perdone — la interrumpió minuto y medio después —. Comprendo de qué se trata. En realidad, no tenemos costumbre de emplear aquí a personas recomendadas. Sin embargo, en su caso nos encontramos, sin duda alguna, ante una excepción. Si de veras su hija está tan interesada en la cosmografía que se dedicaba a ella por su cuenta desde que estaba en la escuela… Le ruego que llame a mi jefe de cuadros. Yo mismo hablaré con él. — Se levantó —. Por supuesto, hay que saludar esa vocación en personas jóvenes y alentarla por todos los medios. — La acompañó hasta la puerta —. Eso corresponde al espíritu de los nuevos tiempos. No me lo agradezca, madame, simplemente cumplo con mi deber. Tenga usted muy buenos días.
Volvió a su escritorio y leyó el telefonograma: «El presidente invita al señor consejero Voronin a su despacho, a las 14:00 horas». Nada más. «¿Sobre qué asunto? ¿Con qué objetivo? ¿Qué documentos habrá que llevar? Qué raro… — Lo más probable era que Fritz simplemente tuviera ganas de conversar un rato, que estuviera un poco harto de actividades oficiales —. Las catorce, cero, cero, precisamente a la hora de la comida. Eso significa que comeremos con el presidente…» Levantó el auricular del teléfono interno.
— Amalia, que pase Quejada.
La puerta se abrió y Quejada entró al despacho, acompañado por el joven de aspecto deportivo, a quien llevaba agarrado de la manga.
— Señor consejero — dijo, tan pronto atravesó el umbral —, quiero presentarle a este joven. Douglas Keatcher… Es un novato, llegó hace apenas un mes, y está hastiado de permanecer sentado en el mismo lugar.
— Vaya — dijo Andrei, echándose a reír —, permanecer sentados en el mismo lugar es algo que siempre nos harta. Mucho gusto, Keatcher. ¿De dónde procede? ¿De qué época?
— Soy de Dallas, estado de Texas — pronunció el joven, con inesperada voz de bajo y una sonrisa apenada —. Del año sesenta y tres.
— ¿Tiene estudios superiores?
— El curso básico de la universidad. Después, pasé mucho tiempo con los geólogos. Prospección de petróleo. — Perfecto — dijo Andrei —. Es lo que necesitamos. — Jugueteó un momento con el lápiz —. Esto seguramente no lo sabe. Keatcher, pero aquí se acostumbra a preguntar por qué ha venido. ¿Huyendo? ¿En busca de aventuras? ¿O tenía interés por el Experimento?
Douglas Keatcher se ensombreció, metió el pulgar de su mano izquierda en el puño derecho y miró por la ventana.
— Puede decirse que huía — balbuceó.
— Allí le pegaron un tiro al presidente — aclaró Quejada, mientras se secaba el rostro con un pañuelo —. En su ciudad…
— ¡Conque fue eso! — dijo Andrei, comprensivo —. ¿Y por qué razón se convirtió en sospechoso?
El joven negó con la cabeza.
— No se trata de eso — dijo Quejada —. Es una larga historia. Tenían grandes esperanzas con ese presidente, era muy popular… En una palabra, es un problema psicológico.
— Maldito país — pronunció el joven —. Nada los podrá ayudar.
— Vaya, vaya — dijo Andrei, sacudiendo la cabeza con simpatía —. ¿Y sabe usted que ya no reconocemos el Experimento?
— Eso me da igual — dijo el joven encogiendo sus poderosos hombros —. Me gusta este sitio. Pero no me gusta quedarme sentado en el mismo lugar. Me aburro en la ciudad. El señor Quejada me ha propuesto salir en una expedición…
— Para empezar, quisiera mandarlo al grupo de Son — dijo Quejada —. Es fuerte, tiene alguna experiencia, y usted sabe lo difícil que es encontrar personas para trabajar en la selva.
— Pues, bien — dijo Andrei —. Me alegro mucho, Keatcher. Usted me cae bien. Espero que siga siendo así.
Keatcher asintió, con un movimiento torpe, y se puso de pie. Quejada también se levantó, resoplando.
— Una cosa más — dijo Andrei, levantando un dedo —. Quiero advertirle una cosa, Keatcher. La Ciudad y la Casa de Vidrio están interesadas en que usted estudie. No necesitamos simples ejecutores, de ésos tenemos bastantes. Necesitamos cuadros con preparación. Estoy seguro de que usted podría ser un magnífico ingeniero en prospección de petróleo. ¿Cuál es su índice. Quejada?