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— Ochenta y siete — dijo Quejada, sonriendo.

— Ahí lo tiene… Tengo todas las razones para confiar en usted.

— Lo intentaré — gruñó Douglas Keatcher, y miró a Quejada.

— Por nuestra parte, es todo — dijo Quejada.

— Por la mía, también — dijo Andrei —. Les deseo suerte. Y díganle a Vareikis que pase.

Como era habitual, Vareikis no pasó, sino que se deslizó en el despacho por partes, mirando de vez en cuando hacia atrás, hacia la rendija de la puerta entreabierta. Después, cerró bien la puerta, avanzó en silencio hasta el escritorio y se sentó. En su rostro, la expresión de luto era muy nítida, las comisuras de los labios apuntaban hacia abajo.

— Para que no se me olvide — dijo Andrei —, estuvo aquí esa mujer, de la dirección de finanzas…

— Lo sé — contestó Vareikis en voz baja —. La hija.

— Sí. No tengo nada en contra.

— ¿Con Quejada? — dijo Vareikis, medio preguntando, medio mascullando.

— No, creo que sería mejor en el centro de cálculo.

— Muy bien — dijo Vareikis, y sacó una libretita de notas del bolsillo interior de la chaqueta —. La instrucción cero diecisiete — pronunció, muy quedo. — ¿Sí?

— Ha terminado el último concurso — prosiguió Vareikis, sin levantar la voz —. Se han encontrado ocho trabajadores con un índice intelectual inferior al estipulado de setenta y cinco.

— ¿Por qué setenta y cinco? Según la instrucción, el índice límite es de sesenta y siete.

— Según la aclaración de la Oficina personal de cuadros del presidente — los labios de Vareikis apenas se movían —, el índice intelectual límite para los trabajadores de la oficina personal del presidente para la ciencia y la técnica es de setenta y cinco.

— Ah, no lo sabía. — Andrei se rascó la sien —. Humm… Pues, sí, es lógico.

— Además — continuó Vareikis —, cinco de esos ocho no llegan a sesenta y siete. Aquí tiene la lista.

Andrei tomó el papel y lo revisó. Dos hombres y seis mujeres, nombres y apellidos que había oído mentar.

— Permítame — dijo, frunciendo el ceño —. Amalia Torn… ¡Es mi Amalia! ¿Qué significa esto?

— Cincuenta y ocho — repuso Vareikis.

— ¿Y la vez anterior?

— La vez anterior yo no trabajaba aquí.

— ¡Es una secretaria! — dijo Andrei —. Mi secretaria. ¡Mi secretaria personal!

Vareikis callaba, abatido. Andrei revisó la lista una vez más. Rashidov… Al parecer, trabajaba en Geodesia… Alguien lo había alabado. ¿O lo había criticado…? Tatiana Postnik, Mecanógrafa. Ah, era una chica simpática, de pelo rizado y cara hermosa, que había tenido algo con Quejada… aunque, no, se trataba de otra…

— Está bien — dijo —. Aclararé esto y volveremos a hablar de ello. Sería bueno que usted, por sus canales, pida aclaraciones con respecto a cargos tales como el de secretaria, mecanógrafa… digamos, el personal auxiliar. No podemos exigirles lo mismo que a los científicos. A fin de cuentas, tenemos hasta correos en la plantilla…

— A la orden — dijo Vareikis.

— ¿Alguna otra cosa? — preguntó Andrei.

— Sí. La instrucción cero cero tres.

— No la recuerdo — dijo Andrei arrugando el rostro.

— Propaganda del Experimento.

— Ah. ¿Y qué?

— Se reciben señales sistemáticas relativas a las siguientes personas.

Vareikis puso otra hoja de papel delante de Andrei. La lista tenía sólo tres apellidos. Todos varones. Los tres, jefes de sectores. De los fundamentales. Cosmografía, psicología social y geodesia. Sullivan, Butz y Quejada. Andrei tamborileó con los dedos sobre la nota.

«Qué desgracia — pensó —. De nuevo, las mismas idioteces. Calma, mucha calma. No perdamos los estribos. A este cretino no habrá manera de neutralizarlo, y tendré que seguir trabajando con él.»

— Es desagradable — pronunció —. Muy desagradable. Supongo que la información ha sido contrastada. ¿No hay errores?

— La información ha sido contrastada varias veces y de diversas maneras — explicó Vareikis con voz incolora —. Sullivan asegura que el Experimento sobre la Ciudad continúa. Según sus palabras, la Casa de Vidrio, incluso aunque no lo quiera, sigue materializando la línea del Experimento. Asegura que el Cambio no es más que una de las etapas del Experimento…

«Santas palabras — pensó Andrei —. Izya dice eso mismo, y a Fritz no le gusta en absoluto. Sólo le está permitido a Izya, pero al pobre de Sullivan, no.»

— Quejada — prosiguió Vareikis —. Delante de sus subordinados se asombra de la potencia científico-técnica de los hipotéticos experimentadores. Rebaja el valor de la actividad del presidente y del consejo presidencial. En dos ocasiones comparó esa actividad con la de ratones encerrados en una caja de zapatos…

Andrei escuchaba con los ojos bajos. Su rostro seguía siendo de piedra.

— Y, finalmente, Butz. Habla del presidente con desagrado. En estado de embriaguez, declaró que nuestro sistema político actual era la dictadura de la mediocridad sobre los cretinos.

Andrei no pudo contenerse y soltó un graznido. «El mismo diablo les tira de la lengua — pensó con enojo —. Se dicen la élite y escupen hacia arriba…»

— Y usted sabe todo eso — le dijo a Vareikis —, y usted está al tanto de todo eso. — No tenía por qué decir aquello. Era una idiotez. Vareikis, sin pestañear, lo observaba con expresión de luto —. Trabaja muy bien. Vareikis — añadió Andrei —. Detrás de usted, me siento como protegido por una muralla… Supongo que esta información — afirmó, golpeando la hoja con la uña —, ya ha sido enviada por los canales reglamentarios, ¿no?

— La enviaremos hoy — dijo Vareikis —. Tenía la obligación de ponerla antes en su conocimiento.

— Excelente — dijo Andrei, más animado —. Envíela. — Unió las dos hojas con un clip y las metió en una bandeja azul con un letrero que decía: informar al presidente —. Veamos qué decide Rumer sobre todo esto.

— Como no es la primera vez que recibe información de este tipo — dijo Vareikis —, supongo que el señor Rumer recomendará retirar a estas personas de sus cargos dirigentes.

— Ayer estuve en el pase de una nueva película. Desnudos/descalzos. — Andrei miraba a Vareikis, tratando de enfocar los ojos en algún punto más allá de su espalda —. Fue aprobada, así que pronto estará en los cines. Le recomiendo que la vea sin falta. Allí pasa…

Se puso a contarle a Vareikis, en detalle y sin prisa, el contenido de aquella monstruosa vulgaridad, que por cierto le había encantado a Fritz, y no sólo a él. Vareikis lo escuchaba en silencio, asintiendo con la cabeza en los momentos más inesperados, como si despertara. Su rostro seguía mostrando únicamente tristeza y luto. Se veía que había perdido el hilo del todo y no entendía absolutamente nada. En el momento culminante, cuando Vareikis cayó en cuenta de que tendría que oír todo aquel relato hasta el final. Andrei calló de repente y bostezó sin cubrirse la boca.

— Y seguía en ese mismo espíritu — dijo, con aire bonachón —. No deje de ir a verla… A propósito, ¿qué impresión le ha causado el joven Keatcher?

— ¿Keatcher? — Vareikis se estremeció de manera perceptible —. Por el momento, mi impresión es que todo está en orden con él.

— Yo pienso lo mismo — dijo Andrei y tomó el auricular —. ¿Tiene algún otro asunto que tratar conmigo, Vareikis?

— No — El hombre se levantó —. No tengo nada más — dijo —. ¿Puedo retirarme?

Andrei lo despidió con un movimiento de cabeza.

— Amalia — dijo por el auricular —. ¿Hay alguien más ahí?