— Ellizauer, señor consejero.
— ¿Quién es ese Ellizauer? — preguntó Andrei, contemplando cómo salía Vareikis del despacho, con precaución, por partes.
— El vicejefe del departamento de transporte. Es sobre el tema Aguamarina.
— Que espere. Tráigame el correo.
Un minuto después Amalia apareció en el umbral, y durante todo aquel minuto. Andrei estuvo frotándose los bíceps y haciendo giros con la cintura: su cuerpo era presa de un agradable dolor después de una hora de trabajo físico con una pala en las manos y, como siempre, pensaba que aquello era excelente para una persona que realizaba una labor preferentemente sedentaria.
Amalia cerró la puerta a sus espaldas y, taconeando sobre el parqué, se detuvo al lado de Andrei y le colocó delante la carpeta con la correspondencia. Como siempre, abrazó sus muslos, finos y duros, ceñidos por una falda de seda: le acarició una pantorrilla y, con la otra mano, abrió la carpeta.
— ¿Qué tenemos aquí? — dijo, con animación.
Amalia se derretía bajo sus manos, había dejado incluso de respirar. Era una chica cómica y fiel como un perro. Además, sabía hacer su trabajo. Andrei la contempló de abajo arriba. Como siempre, en el momento de las caricias, ella le colocó, indecisa, su mano fina y cálida en el cuello, junto a la oreja. Le temblaban los dedos.
— ¿Qué hay, pequeña? — pronunció Andrei con ternura —. ¿Hay algo importante en este montón de basura? ¿O cerramos la puerta ahora mismo y adoptamos otra pose?
Aquélla era la sencilla clave que utilizaban para hablar de sus diversiones en el butacón o sobre la alfombra. Andrei no hubiera podido decir cómo era Amalia en la cama. Nunca había estado en una cama con ella.
— Aquí está el proyecto de presupuesto… — pronunció Amalia con una vocecita débil —. Varias instancias… Y cartas personales, no las he abierto.
— Has hecho bien — dijo Andrei —. De repente, alguna belleza me escribe… — Él la soltó y ella suspiró con levedad —. Siéntate — le pidió —. No te vayas, termino rápido.
Agarró la primera carta que tenía a mano, rasgó el sobre, la recorrió con la mirada y frunció el ceño. El mecánico Yevseienko informaba sobre Quejada, su jefe inmediato, diciendo que éste «se permitía expresiones groseras sobre los dirigentes y, en particular, sobre el señor consejero». Andrei conocía bien al tal Yevseienko. Era un tipo rarísimo, con una mala suerte excepcional, todo lo que emprendía terminaba de manera desgraciada. En su momento había asombrado a Andrei cuando se puso a hablar maravillas de la guerra en los alrededores de Leningrado en 1942.
— Qué bien lo pasábamos entonces — decía, y en su voz se percibía un ensueño nostálgico —. Vivíamos sin pensar en nada, y cuando uno necesitaba algo, le decía a los soldados que lo consiguieran…
Terminó la guerra con el grado de capitán, y durante todo aquel tiempo sólo había matado a un hombre, a su comisario político. Aquella vez, trataban de romper el cerco. Yevseienko vio que los alemanes hacían prisionero a su comisario político y le registraban los bolsillos. Entonces les disparó desde los matorrales, mató al comisario y huyó. Estaba muy orgulloso de aquello: los alemanes hubieran torturado al prisionero. ¿Qué hacer con semejante imbécil? Era su sexta delación. Y no se la enviaba a Rumer, ni a Vareikis, sino a él directamente. Un giro psicológico más que divertido.
«Si le hubiera escrito a Vareikis o a Rumer. Quejada resultaría acusado. Pero yo no lo tocaría, lo sé todo sobre él, pero no voy a tocarlo porque lo aprecio y lo perdono, eso lo sabe todo el mundo. Entonces, ese hombre ha cumplido con su deber ciudadano, pero no ha hundido a nadie… ¡Qué monstruo, perdónalo, Dios mío!»
Andrei arrugó la carta, la tiró a la papelera y tomó la siguiente. La letra del sobre le pareció conocida, era muy particular. No aparecía el nombre ni la dirección del remitente. Dentro del sobre había una hojita de papel, con un texto escrito a máquina, una copia y ni siquiera la primera, con una nota a mano al final. Andrei la leyó sin entender nada, volvió a leerla, se quedó de una pieza y miró el reloj. A continuación, agarró el auricular del teléfono blanco y marcó un número.
— ¡Urgente, con el consejero Rumer! — gritó, con desesperación.
— El consejero Rumer está ocupado.
— ¡Soy el consejero Voronin! ¡He dicho que es urgente!
— Perdone, señor consejero. El consejero Rumer está con el presidente…
Andrei tiró el auricular, apartó a un lado a la perpleja Amalia y corrió hacia la puerta. En el momento en que tocó el picaporte de plástico, se dio cuenta de que ya era tarde, de que ya no tendría tiempo para nada. Si todo aquello era verdad, claro está. Si no se trataba de una estúpida broma… Caminó lentamente hasta la ventana, se agarró de la baranda cubierta de terciopelo y se puso a escudriñar todo el espacio de la plaza. Como siempre, estaba desierta. Se veía alguna que otra guerrera azul, los vagos se amontonaban a la sombra de los árboles y una anciana avanzaba lentamente, empujando un cochecito de niño. Pasó un auto. Andrei esperaba, agarrado a la baranda.
Amalia se le acercó por la espalda y le rozó levemente el hombro.
— ¿Qué ha ocurrido? — preguntó en un susurro.
— Vete — dijo Andrei, sin volverse —. Siéntate en el butacón.
Amalia desapareció. Andrei volvió a mirar el reloj. Había transcurrido un minuto después del plazo.
«Claro — pensó —. No puede ser. Una broma estúpida. O un chantaje…» Y en ese momento, por debajo de los árboles apareció un hombre que comenzó a cruzar lentamente la plaza. Desde arriba parecía pequeñito y Andrei no lo reconoció. Lo recordaba delgado, erguido, pero aquel hombre parecía corpulento, hinchado, y sólo en el último segundo Andrei comprendió por qué. Cerró los ojos y se apartó de la ventana.
En la plaza hubo un estallido, corto y retumbante. Los marcos se estremecieron, los cristales temblaron, y al momento se oyó el ruido de vidrios que caían desde los pisos inferiores. Amalia gritó apenas, y abajo, en la plaza, comenzaron a oírse gemidos desesperados.
Apartando con una mano a Amalia, que había corrido hacia él o quizá hacia la ventana. Andrei se obligó a abrir los ojos y mirar. En el sitio donde había estado el hombre había una columna de humo amarillo que no permitía ver nada. Guerreras azules corrían de todas partes hacia aquel lugar, y más lejos, bajo los árboles, iba congregándose una multitud. Todo había terminado.
Andrei, sin sentir las piernas, regresó a la mesa, se sentó y volvió a coger la carta.
A todos los poderosos de este monstruoso mundo:
Odio la mentira, pero vuestra verdad es peor que la mentira. Habéis convertido la ciudad en un cómodo pesebre, y a los ciudadanos de la Ciudad en cerdos bien alimentados. No quiero ser un cerdo bien alimentado, pero tampoco quiero ser porquerizo, en vuestro mundo no hay una tercera posibilidad. Sois autocomplacientes y estériles en vuestra justicia, aunque muchos de vosotros fuisteis alguna vez verdaderas personas. Entre vosotros hay antiguos amigos míos, y me dirijo a ellos en primer lugar. Las palabras no influyen en vosotros, yo las reforzaré con mi muerte. Quizá sintáis vergüenza, quizá terror, o puede ser que sólo se vuelva incómodo vuestro pesebre. Ésa es mi única esperanza. ¡Que Dios castigue vuestro aburrimiento! No son palabras mías, pero las firmo encantado.
Dennis Lee
Todo aquello había sido mecanografiado en varias copias, la que tenía era la tercera o la cuarta. Y más abajo, había una nota a mano:
¡Adiós, querido Voronin! Me haré estallar hoy a las trece cero cero, en la plaza delante de la Casa de Vidrio. Si esta carta no se retrasa, podrás ver cómo ocurre todo, pero no tiene sentido intentar impedirlo, sólo habría victimas innecesarias. Tu antiguo amigo jefe del departamento de cartas de los lectores de tu antiguo periódico. Dennis.