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— ¿Te acuerdas de Dennis? — dijo Andrei, alzando la mirada hacia Amalia —. Dennis Lee, el jefe del departamento de…

Amalia asintió en silencio y un segundo después el terror distorsionó su rostro. — ¡No puede ser! — dijo, con voz ronca —. ¡No es verdad!

— Se ha hecho estallar — dijo Andrei, articulando con dificultad —. Seguramente, se ató cartuchos de dinamita. Bajo la chaqueta.

— ¿Con qué objetivo? — dijo Amalia. La chica se mordió el labio, los ojos se le llenaron de lágrimas que corrieron después por su pequeño rostro blanco y quedaron colgando de la barbilla.

— No entiendo — dijo Andrei, indefenso —. No entiendo nada… — Clavó en la carta unos ojos que nada veían —. Nos vimos hace poco. Sí, discutimos, nos peleamos… — Levantó la vista nuevamente hacia Amalia —. ¿Habrá venido a verme y yo me habré negado a recibirlo?

Amalia negó con la cabeza, con el rostro entre las manos.

Y de repente, Andrei comenzó a sentirse furioso. Más que furia, era rabia, la misma que se había apoderado de él ese mismo día, en los vestidores, después de la ducha. ¿Qué demonios quería? ¿Qué más les hacía falta? ¿Qué querían esos canallas? ¡Idiota! ¿Qué había demostrado con todo aquello? No quería ser un cerdo, tampoco quería ser porquerizo… ¡Se aburría! ¡A la mierda con ese aburrimiento!

— ¡Deja de chillar! — le gritó a Amalia —. Límpiate los mocos y vuelve a tu sitio.

Apartó de sí los papeles con un gesto, se levantó y caminó de nuevo hacia la ventana.

En la plaza había una enorme multitud. En el centro de aquella multitud había un espacio gris vacío, delimitado por guerreras azules, y allí se afanaban personas que vestían batas blancas. Una ambulancia hacía sonar la sirena, intentando abrirse camino.

«A fin de cuentas, ¿qué has logrado demostrar? ¿Que no quieres vivir con nosotros? ¿Y para qué tenías que demostrarlo? ¿Y a quién? ¿Nos odias? No tiene sentido. Hacemos todo aquello que hay que hacer. No tenemos la culpa de que sean unos cerdos. Lo eran antes de nosotros, y lo seguirán siendo después. Sólo podemos alimentarlos, vestirlos y liberarlos de sufrimientos animales, pero no han tenido sufrimientos espirituales desde que nacieron, y no los tendrán. ¿Qué, acaso hemos hecho poco por ellos? Mira cómo está ahora la Ciudad. Limpia, ordenada, no queda nada del burdel que era antes, hay abundancia de comida, de ropa, y pronto habrá diversiones de todo tipo, dentro de muy poco. ¿Qué más necesitan? Y tú, ¿qué has hecho? Ahora los sanitarios rasparán tus tripas del asfalto y ahí acaban todas tus preocupaciones. Pero a nosotros sólo nos queda trabajar y trabajar, mantener en marcha toda la maquinaria, porque todo lo que hemos logrado es sólo el comienzo, todo esto hay que preservarlo, querido amigo, y una vez preservado, hay que multiplicarlo… Porque en la Tierra puede ser que no haya un dios ni un demonio por encima de la gente, pero aquí sí… Mi apestoso demócrata, mi populista idiota, hermano de mis hermanos…»

Pero ante los ojos seguía teniendo al Dennis que había visto durante su último encuentro, uno o dos meses antes, reseco, agobiado, como enfermo, con un terror secreto escondido en sus ojos tristes y apagados, y lo que dijo al final de aquella discusión desordenada y sin sentido, levantándose y tirando sobre el platillo metálico unos billetes arrugados.

— Dios mío, ¿de qué te jactas delante de mí? De que pones las tripas en el altar… ¿Con qué objetivo? ¡Alimentar a la gente hasta que revienten! ¿Y en eso consiste la misión? En la puñetera Dinamarca hace muchos años que saben cómo hacerlo… Bien, puede ser que, como dices, no tengo derecho a hablar en nombre de todos. Quizá no de todos, pero tú y yo sabemos bien que la gente no necesita eso, que así no se construye un mundo verdaderamente nuevo.

— ¿Y cómo, hijo de tu puñetera madre, cómo vamos a construirlo? ¡¿Cómo?! — gritó Andrei en aquella ocasión, pero Dennis se limitó a hacer un ademán desesperado y no quiso seguir conversando.

El teléfono blanco comenzó a sonar. Andrei regresó a su mesa a desgana y levantó el auricular. — ¿Andrei? Aquí, Geiger.

— Hola, Fritz.

— ¿Lo conocías?

— Sí.

— ¿Y qué piensas de todo esto?

— Un histérico — masculló Andrei —. Un baboso.

— ¿Recibiste una carta suya? — preguntó Geiger tras guardar silencio unos momentos.

— Sí.

— Qué hombre más raro — dijo Geiger —. Está bien. Te espero a las dos.

Andrei colgó el teléfono, que al instante volvió a sonar. Esta vez se trataba de Selma. Estaba muy alarmada. Los rumores sobre la explosión habían llegado ya hasta el Cortijo Blanco, y por el camino habían crecido hasta hacerse irreconocibles, y allí reinaba un pánico silencioso.

— Todo está en perfecto estado, todo — dijo Andrei —. Yo estoy bien, y Geiger está bien, y la Casa de Vidrio está bien. ¿Has llamado a Rumer?

— ¿Para qué demonios iba a hacerlo? — se indignó Selma —. Vine corriendo de la peluquería. La mujer de Dollfuss llegó allí a la carrera, toda cubierta de polvo blanco, y dijo que habían cometido un atentado contra Geiger y que la mitad del edificio había volado…

— Bueno, está bien — repuso Andrei, con impaciencia —. Ahora no tengo tiempo.

— Pero ¿puedes decirme qué ha pasado?

— Un loco… — Andrei se dio cuenta de lo que estaba diciendo y calló un momento —. Un idiota que transportaba material explosivo por la plaza y seguramente lo dejó caer.

— ¿De veras no se trata de un atentado? — insistió Selma.

— ¡Pues no tengo la menor idea! Rumer es quien se ocupa de eso, yo no sé nada.

Selma resopló en el auricular.

— Seguro que mientes, señor consejero — dijo, y colgó.

Andrei rodeó la mesa y regresó a la ventana. La multitud se había dispersado casi del todo. No se veía personal médico ni ambulancias. Varios policías regaban con mangueras el espacio que rodeaba una depresión poco profunda en la superficie de hormigón. Y la anciana que antes cruzara, empujando un cochecito con un niño, atravesaba la plaza de vuelta. Nada más.

Fue hasta la puerta y echó una mirada a la antesala. Amalia estaba en su sitio, muy seria, con los labios apretados, totalmente inaccesible, sus dedos recorrían el teclado a velocidad cósmica, sin la menor huella de lágrimas ni de cualquier otra emoción en el rostro. Andrei la miró con ternura.

«Un encanto de mujer — se dijo —. Vete a la mierda, Vareikis — pensó con malévola alegría —. Antes te saco a ti a patadas de aquí…» De repente, alguien se detuvo delante de Amalia. Andrei levantó la mirada. Desde una altura sobrehumana lo miraba, expectante, el rostro largo y aplastado por los lados de Ellizauer, del departamento de transporte.

— Ah — dijo Andrei —. Ellizauer… Perdone, no puedo recibirlo hoy. Mañana por la mañana, cuando quiera.

Sin decir una palabra, Ellizauer hizo una reverencia y desapareció. Amalia estaba ya de pie, con el bloc de notas y el lápiz preparados.

— ¿Señor consejero?

— Entre un momento — dijo Andrei. Regresó a la mesa y en ese momento volvió a sonar el teléfono blanco.

— ¿Voronin? — se oyó una voz nasal de fumador —. Soy Rumer. ¿Cómo te va por ahí?

— Muy bien — dijo Andrei, haciéndole un gesto a Amalia: no te vayas, ahora estoy contigo.

— ¿Tu mujer, qué tal? — Bien, te manda saludos. A propósito, mándale dos trabajadores del departamento de servicios, necesito que hagan algunas cosas en casa.

— ¿Dos? Está bien. ¿Adonde?

— Que la llamen, ella les dirá. Que la llamen ahora mismo.