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— Bien. Dalo por hecho. No en este mismo momento, pero dalo por hecho… Estoy muy ocupado con todo ese lío. ¿Conoces la versión oficial?

— ¿Cuál es? — dijo Andrei, molesto.

— En pocas palabras, la siguiente: un accidente con material explosivo. Durante el transporte de sustancias explosivas. Se investigan los detalles.

— Entendido.

— Un trabajador transportaba explosivos a una obra… Digamos, estaba borracho.

— Sí, ya lo he entendido — dijo Andrei —. Muy bien. Correcto.

— Aja — respondió Rumer —. Y tropezó, o… En general, se investigan los detalles. Los culpables serán sancionados. Ahora están haciendo copias de la información y te llevarán una. Pero hay algo más: ¿recibiste una carta, verdad? ¿Quién de tu gente la ha leído?

— Nadie.

— ¿Y tu secretaria?

— Te repito que nadie. Las cartas personales las abro yo personalmente.

— Perfecto — dijo Rumer, con aprobación —. Es una medida correcta. Entiéndeme, hay otros que se han hecho un lío fenomenal con la correspondencia. Cualquiera lee sus cartas personales. Entonces, de tu gente nadie ha leído nada. Magnífico. Esconde bien esa carta, según el modelo doble cero. Ahora irá a verte uno de mis funcionarios, dásela, ¿está bien?

— Y eso, ¿con qué fin?

— Pues, cómo decirte… — balbuceó Rumer vacilando —. Quizá sea de utilidad. Tú lo conocías, ¿no?

— ¿A quién?

— Pues a ese… — Rumer soltó una risita —. A ese trabajador… al de los explosivos…

— Lo conocía.

— Bueno, no vamos a hablar por teléfono, ese funcionario que irá a verte te hará un par de preguntas, tú respóndelas…

— No tengo tiempo para esperarlo — dijo Andrei, molesto —. Fritz me ha citado a su despacho.

— Espera cinco minutos — insistió Rumer —. Qué te cuesta, por Dios… Ya ni siquiera puedes responder a un par de preguntas…

— Está bien, está bien — repuso Andrei con impaciencia —. ¿Algo más?

— Ya le he ordenado que fuera a verte, estará ahí dentro de un momento. Se apellida Zwirik. Es adjutor mayor.

— Está bien, está bien, lo esperaré.

— Sólo dos preguntitas. No te retendrá.

— ¿Algo más? — volvió a preguntar Andrei.

— Es todo. Ahora tengo que llamar a otros consejeros.

— No se te olvide mandarle esos hombres a Selma.

— Dalo por hecho. Lo tengo anotado aquí. Hasta luego.

Andrei colgó y se volvió hacia Amalia.

— Tenlo en cuenta: no has visto ni oído nada. — Amalia lo miró, asustada, y sin decir palabra señaló hacia la ventana con el dedo —. Exactamente. No sabes el nombre de nadie, y en general, no tienes idea de qué ha ocurrido.

La puerta se abrió y asomó un rostro pálido lejanamente conocido, con ojillos cáusticos.

— ¡Espere fuera! — dijo Andrei con brusquedad —. Ahora lo llamo. — El rostro desapareció —. ¿Me has entendido? — preguntó Andrei —. Hubo un estruendo en la calle, pero no sabes nada más. La versión oficial es la siguiente: un obrero borracho transportaba explosivos desde el almacén a una obra, se está dilucidando quién es responsable de lo ocurrido. — Calló mientras pensaba —. ¿Dónde he visto esa jeta? Y me suena el apellido… Zwirik… Zwirik…

— ¿Por qué lo haría? — preguntó Amalia en voz muy baja, y sus ojos volvieron a humedecerse sospechosamente.

— No hablemos ahora de eso. — Andrei frunció el ceño —. Más tarde. Dile a ese lacayo que entre.

DOS

Cuando se sentaron a la mesa. Geiger se volvió hacia Izya.

— Come, mi querido judío. Come y disfruta.

— No soy tu querido judío — replicó Izya, mientras se servía ensalada —. Te he dicho cien veces que soy mi propio judío. Tu querido judío es ése — dijo, señalando a Andrei con el tenedor.

— ¿Y no hay zumo de tomate? — preguntó Andrei, gruñón, examinando la mesa.

— ¿Quieres zumo de tomate? — preguntó Geiger —. ¡Parker! ¡Zumo de tomate para el señor consejero!

En la puerta del comedor apareció un joven corpulento y rozagante, el ayudante personal del presidente, que se aproximó a la mesa haciendo sonar suavemente las espuelas, y con una leve reverencia colocó delante de Andrei una jarra con zumo de tomate frío.

— Gracias, Parker — dijo Andrei —. No te preocupes, yo mismo me sirvo.

Geiger asintió y Parker desapareció.

— ¡Bien amaestrado! — masculló Izya con la boca llena.

— Un muchacho excelente — dijo Andrei.

— Manjuro, en la comida, ordena servir vodka — contó Izya.

— ¡Chivato! — le dijo Geiger, en tono de reproche.

— ¿Por qué? — se asombró Izya.

— Si Manjuro bebe vodka durante la jornada laboral, tengo que sancionarlo.

— No puedes fusilarlos a todos.

— La pena de muerte ha sido abolida — dijo Geiger —. Por cierto, no estoy seguro. Habría que preguntarle a Chachua…

— ¿Y qué le ocurrió al antecesor de Chachua? — preguntó Izya con expresión de inocencia.

— Fue pura casualidad — dijo Geiger —. Un tiroteo.

— Por cierto, era un funcionario de primera — señaló Andrei —. Chachua conoce su oficio, pero aquél… era un tipo fenomenal.

— Sí, metimos la pata muchas veces… — Geiger quedó pensativo —. Novatos, inexpertos…

— Todo lo que termina bien, está bien — dijo Andrei.

— ¡Todavía no ha terminado nada! — objetó Izya —. ¿De dónde sacan que todo ha terminado?

— Al menos, los tiros han terminado — gruñó Andrei.

— Los tiros de verdad todavía no han empezado — anunció Izya —. Oye, Fritz. ¿hubo un atentado contra ti?

— ¿Qué idiotez es ésa? — preguntó Geiger con el ceño fruncido —. Claro que no.

— Pues los habrá — prometió Izya.

— Gracias — respondió Geiger fríamente.

— Habrá atentados — prosiguió Izya —, se incrementará el consumo de drogas. Habrá motines de gente con la barriga llena. Ya han aparecido los hippies, de ellos no te digo nada. Habrá quien proteste suicidándose, pegándose fuego, haciéndose estallar. Por cierto, de ésos ya tenemos.

Geiger y Andrei intercambiaron miradas.

— Ahí lo tienes — dijo Andrei, molesto —. Ya lo sabe.

— Me encantaría saber cómo te has enterado — masculló Geiger, mirando a Izya con ojos entrecerrados.

— ¿Cómo me he enterado? — preguntó Izya con celeridad. Soltó el tenedor —. ¡Aguardad! ¡Ah! Entonces, ¿fue un suicidio de protesta? Ya me decía yo que todo eso era una idiotez. Obreros borrachos que van por ahí con dinamita… ¡Mira lo que era! Sinceramente, yo pensaba que era un atentado frustrado. Está claro. ¿Y quién ha sido?

— Un tal Dennis Lee — dijo Geiger tras un silencio —. Andrei lo conocía.

— Lee… — repitió Izya, pensativo, frotando unas salpicaduras de mayonesa en la solapa de su chaqueta —. Dennis Lee… Espera, ¿era un tipo muy flaco? ¿Periodista?

— Tú también lo conocías — dijo Andrei —. Acuérdate, en mi periódico…

— ¡Sí, sí! — exclamó Izya —. ¡Exacto! Lo recuerdo.

— Por Dios, mantén la boca cerrada — dijo Geiger.

En la cara de Izya apareció su pétrea sonrisa característica, y se puso a pellizcarse la verruga.

— Eso quiere decir… — balbuceó —. Está claro… Clarísimo… Se ató explosivos al cuerpo y fue a la plaza… Seguro que mandó cartas a todos los periódicos, qué locura. Claro, claro… ¿Y qué vas a hacer ahora? — se volvió hacia Geiger.

— Ya está hecho — dijo Geiger.