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— ¿De dónde ha sacado el arma, Don? — Una vez más, Donald no respondió, se limitó a hacer un extraño gesto con la mano, como si quisiera colocarse el sombrero inexistente sobre los ojos —. Mire, Don — insistió Andrei con decisión —, vamos ahora a la alcaldía, usted entrega la pistola y explica cómo se hizo con ella.

— Deje de decir tonterías — replicó Donald —. Mejor, déme un cigarrillo.

— No es ninguna tontería — dijo Andrei sacando el paquete de forma maquinal —. No quiero saber nada. Usted se lo calló, bien, era asunto suyo. En general, confío en usted… Pero en la ciudad, sólo los bandidos tienen armas. No quiero acusarlo de nada, pero no lo entiendo… Y hay que entregar el arma y explicarlo todo. Y no hacer como si eso fuera algo sin importancia. Veo cómo ha cambiado usted en los últimos tiempos. Es mejor aclararlo todo.

Donald volvió la cabeza durante un segundo y miró a Andrei a la cara. No estaba claro qué había en su mirada, si burla o sufrimiento, pero en ese momento a Andrei le pareció que era una persona muy vieja, un anciano acosado. Sintió confusión y se turbó, pero enseguida recuperó el control.

— Entréguela y cuéntelo todo — repitió, con firmeza —. ¡Todo!

— ¿Se ha dado cuenta de que los monos avanzan sobre la ciudad? — preguntó Donald.

— ¿Y qué? — se turbó Andrei.

— Sí, en realidad, ¿y qué? — dijo Donald, y dejó escapar una risa desagradable.

DOS

Los monos ya estaban en la ciudad. Volaban por las cornisas, colgaban en racimos de las farolas urbanas, bailaban en los cruces formando horribles multitudes peludas, se pegaban a las ventanas, se tiraban adoquines arrancados del pavimento, perseguían a personas enloquecidas que habían saltado a la calle en paños menores…

Donald detuvo el camión en varias ocasiones para recoger a personas que huían. Habían tirado los bidones hacía rato. Durante unos minutos, delante del camión galopó un caballo desbocado que arrastraba un carro, en el que se agachaba y saltaba un enorme babuino, agitando unos enormes brazos peludos, Andrei vio al carro incrustarse estruendosamente en una farola; el caballo siguió adelante, arrastrando los correajes rotos, mientras que el babuino se colgó de un salto de la tubería de desagüe más cercana, trepó y desapareció en una azotea.

La plaza mayor era un hervidero de pánico. Los autos llegaban y salían, los policías corrían, gente perdida vagaba en paños menores de un lado a otro, junto a la entrada habían acorralado a un funcionario contra la pared, le gritaban y le exigían algo, pero él a su vez se defendía agitando el bastón y el portafolios.

— Qué lío — dijo Donald, saltando del camión.

Entraron corriendo en el edificio y al momento se perdieron en la densa multitud de personas vestidas de civil, personas que llevaban el uniforme de la policía y personas en paños menores. Retumbaba el ruido de muchas voces y el humo del tabaco hacía arder los ojos.

— ¡Dése cuenta! No puedo ir así, en calzoncillos…

— Abrid de inmediato el arsenal y repartid las armas… ¡Demonios, por lo menos a los policías!

— ¿Dónde está el jefe de policía? Ahora mismo estaba por aquí…

— Allí se ha quedado mi esposa, ¿puede entender eso? ¡Y mi anciana suegra!

— Oiga, no pasa nada. Son monos, nada más que monos.

— ¡Imagínese! Me levanto, ¿y qué veo en el alféizar de la ventana?

— ¿Y por dónde anda el jefe de policía? Seguro que duerme, ese culo gordo.

— Teníamos una farola en el callejón. La derribaron…

— ¡Kovalevski! ¡Corriendo, al despacho número doce!

— Pero estarán de acuerdo en que, llevando sólo los calzoncillos…

— ¿Quién sabe conducir? ¡Choferes! ¡Todos a la plaza! ¡Junto al tablón de anuncios!

— Pero ¿dónde demonios se ha metido el jefe de policía? ¿Habrá huido, el muy miserable?

— Haz lo siguiente. Llévate a los muchachos a los talleres de fundición. Allí, que recojan esas… las varillas, las que se usan para vallar los parques… ¡Que las recojan todas, todas! Y regresan aquí de inmediato…

— Le di con tal fuerza a esa jeta peluda que hasta me he lastimado el brazo…

— Y las escopetas de aire, ¿sirven?

— ¡Tres coches a la manzana setenta y dos! Cinco coches a la setenta y tres…

— Tenga la bondad de ordenar que les entreguen equipamiento de segunda reserva. Pero con recibo, para que lo devuelvan después.

— Oiga, ¿y tienen cola? ¿O es mi imaginación?

A Andrei lo empujaban, lo apretaban, lo acorralaban contra las paredes del pasillo, le habían pisado los dos pies, y él también empujaba, trataba de avanzar, de quitar a otros de su camino… Al principio buscaba a Donald para servirle de testigo de descargo en la confesión y entrega del arma, pero después comprendió finalmente que la invasión de los babuinos era al parecer un hecho muy serio y por algo se había armado semejante confusión. Enseguida lamentó no saber conducir un camión, no conocer dónde se encontraban los talleres de fundición con las misteriosas varillas, y no tener ni idea de cómo entregar equipamiento de segunda reserva a nadie; como resultado, era totalmente innecesario allí. Intentó, al menos, contar lo que había visto con sus propios ojos, quizá aquellos datos serían de utilidad, pero unos no le prestaban la menor atención, y otros, apenas comenzaba a hablar, lo interrumpían y narraban sus propias vivencias.

Constató con amargura que no encontraba caras conocidas en aquel torbellino de guerreras y calzoncillos, sólo vio un instante el negro rostro de Silva, que llevaba la cabeza envuelta en un trapo ensangrentado, pero desapareció enseguida. Mientras tanto, se emprendían algunas acciones, alguien organizaba a algunas personas, las enviaba a alguna parte, las voces subían de tono, cada vez más firmes, los calzoncillos comenzaron a desaparecer y poco a poco las guerreras se hicieron notar más. Hubo un momento en que a Andrei le pareció oír el paso rítmico de las botas y una canción de filas, pero resultó que solamente habían dejado caer la caja fuerte portátil, que fue dando tumbos escaleras abajo hasta atascarse en la puerta del departamento de alimentación…

En ese momento, Andrei descubrió un rostro conocido, el de un funcionario con quien había trabajado en la contaduría de la Cámara de Pesos y Medidas. Llegó hasta él echando a un lado a las personas con las que se cruzaba, lo arrinconó contra la pared y, de un tirón, le contó que él. Andrei Voronin («¿se acuerda? trabajamos juntos»), actualmente estibador del servicio de recogida de basura, no podía encontrar a nadie, por favor, dígame a dónde puedo ir para ser útil, seguramente se necesita gente… El funcionario lo escuchó durante cierto tiempo, pestañeando febrilmente mientras hacía intentos convulsivos por liberarse, pero finalmente lo apartó de un empujón.

— ¿Adonde puedo indicarle que vaya? — gritó —. ¿Qué, no ve que llevo unos papeles para que los firmen?

Y huyó corriendo por el pasillo.

Andrei hizo varios intentos más de tomar parte en la actividad organizada, pero todos lo rechazaban o se desentendían de él, todos estaban muy apurados, no encontró ni a una persona que estuviera tranquila en su puesto y, digamos, confeccionando una lista de voluntarios. Entonces, Andrei se enfureció y se dedicó a abrir de par en par las puertas de los despachos, con la esperanza de encontrar a algún funcionario responsable que no corriera, no gritara y no hiciera aspavientos. La idea más lógica sugería que, en alguna parte, debía existir allí un puesto de mando, desde el cual se dirigía toda aquella actividad.

El primer despacho estaba vacío. En el segundo había un hombre en calzoncillos que gritaba por un teléfono, y otro que maldecía mientras trataba de ponerse una bata de trabajo que le venía estrecha. Por debajo de la bata asomaban unos pantalones de policía y unos zapatos de uniforme, limpios y brillantes, pero sin cordones. Al meter la cabeza en el tercer despacho, algo rosado con botones golpeó el rostro de Andrei, que retrocedió al momento después de haber visto, un instante, cuerpos hermosos y obviamente femeninos. Pero en el cuarto despacho había un Preceptor.