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— ¡Sí, claro! — intervino Izya con impaciencia —. Todo es secreto, se ha hecho circular una mentira oficial, has azuzado a Rumen, pero no hablo de eso. ¿Qué piensas de todo esto? ¿O lo consideras algo casual?

— No. No considero que sea casual — dijo Geiger lentamente.

— ¡Gracias a Dios! — exclamó Izya.

— Y tú, ¿qué piensas? — le preguntó Andrei.

— ¿Y tú? — contraatacó Izya, volviéndose rápidamente hacia él.

— Yo pienso que toda sociedad ordenada tiene sus maníacos. Dennis era un maníaco, eso no deja lugar a dudas. Tenía delirios filosóficos. Y, por supuesto, no era el único en la Ciudad…

— ¿Y qué decía? — preguntó Izya, ansioso.

— Decía que se aburría. Decía que no hemos encontrado nuestro verdadero objetivo. Decía que todo el trabajo que hemos hecho para elevar el nivel de vida es una tontería y no resuelve nada. Decía muchas cosas, pero no podía proponer nada de utilidad. Un maníaco. Un histérico.

— Y, de todos modos, ¿qué quería? — preguntó Geiger.

— Los habituales delirios populistas — dijo Andrei con un ademán despectivo.

— No entiendo — repuso Geiger.

— Daba por seguro que la misión de las personas educadas era elevar al pueblo hasta su nivel. Pero, por supuesto, no tenía la menor idea de cómo hacerlo.

— ¿Y por eso se suicidó? — dijo Geiger, dudando.

— Te digo que se trataba de un maníaco.

— ¿Y cuál es tu opinión? — preguntó Geiger a Izya.

— Si llamamos maníaco — soltó Izya sin meditar la respuesta ni un instante — a una persona que analiza un problema sin solución, entonces sí, era un maníaco. Y tú — Izya señaló a Geiger con un dedo —, no lo entenderás. Tú eres de los que sólo se ocupan de problemas solubles.

— Supongamos — intervino Andrei — que Dennis estaba totalmente convencido de que el problema tenía solución.

— Ninguno de los dos entiende un carajo — declaró Izya rechazando la idea con un ademán —. Os consideráis tecnócratas, miembros de la élite. Para vosotros, la palabra demócrata es una injuria. Cada roto que reconozca su descosido correspondiente. Vosotros despreciáis profundamente a las masas y estáis orgullosísimos de este desprecio. Pero, en realidad, sois esclavos por completo de esas masas. Todo lo que hacéis, lo hacéis para las masas. Todo lo que os preocupa es algo que las masas necesitan en primer lugar. Vivís para las masas. Si las masas desaparecen, perderíais el sentido de vuestras vidas. Sois unos pobres albañiles que dais lástima. Y por esa misma razón nunca os convertiréis en maníacos. Todo lo que necesitan las grandes masas se consigue de manera relativamente fácil. Por eso, todas vuestras tareas tienen una solución previsible. Nunca entenderéis a las personas que se suicidan como señal de protesta.

— ¿Por qué no las vamos a entender? — replicó Andrei, irritado —. ¿Qué hay que entender? Por supuesto, hacemos lo que quiere la gran mayoría. Y a esa mayoría le damos, o le intentamos dar todo, menos ciertos lujos refinados que, por supuesto, esa mayoría no necesita. Pero siempre hay una minoría ínfima que quiere precisamente eso. Sólo tienen un deseo, como una idea fija. ¡Lo que quieren es esos lujos refinados! Simplemente, porque se trata de lo que no se puede conseguir. Así surgen los maníacos sociales. ¿Qué hay que entender? ¿O de veras crees que es posible elevar a todos esos imbéciles al nivel de la élite?

— No se trata de mí — dijo Izya, haciendo una mueca —. Yo no me considero esclavo de la mayoría ni servidor del pueblo. Nunca he trabajado para el pueblo y no considero que le deba nada…

— Bien, bien — dijo Geiger —. Todo el mundo sabe que sigues tu camino. Volviendo a los suicidios: ¿acaso consideras que habrá suicidios de ese tipo, no importa cuál sea la política que llevemos a cabo?

— ¡Ocurrirán, precisamente porque lleváis a cabo una política bien definida! — dijo Izya —. Y mientras más tiempo pase, más suicidios habrá, porque le quitáis a la gente la preocupación por el pan nuestro de cada día y no le dais nada a cambio. La gente se asquea y se aburre. Por eso habrá suicidios, drogadicción, revoluciones sexuales y motines estúpidos por cualquier motivo baladí.

— ¡Pero qué tonterías dices! — exclamó Andrei, de todo corazón —. Piensa lo que dices, tú, experimentador piojoso. ¡Necesita algo picante en la vida, pobrecito! ¿Es eso, no? ¿Propones crear insuficiencias artificiales? ¡Medita qué saldría de ahí!

— No me sale a mí — dijo Izya, extendiendo la mano dañada por encima de la mesa para coger el cuenco de la salsa —. Te sale a ti. Y que no podéis dar nada a cambio, eso es un hecho. Vuestras grandes obras son absurdas. El Experimento por encima de los experimentadores es un delirio, es algo que a nadie le importa… Y dejad de gruñirme, no os estoy acusando de nada. Simplemente, las cosas son así. Ése es el destino de todos los populistas, y no importa que vista la toga del tecnócrata bienhechor, o que pretenda inculcarle al pueblo ciertos ideales sin los que, en su opinión, el pueblo no podría vivir… Son las dos caras de la misma moneda. Al final, o bien el motín de los hambrientos, o bien el motín de los hartos, elegid a vuestro gusto. Habéis optado por el motín de los hartos, y perfecto, ¿por qué os lanzáis contra mí?

— No manches de salsa el mantel — le dijo Geiger, molesto.

— Perdón… — Distraído, Izya extendió con una servilleta el charco de salsa sobre el mantel —. Eso se demuestra aritméticamente. Supongamos que los insatisfechos son sólo el uno por ciento. Si en la Ciudad hay un millón de habitantes, eso quiere decir que los insatisfechos son diez mil. Que sean una décima parte. Mil, entonces. Esos mil comenzarán a gritar bajo vuestras ventanas. Y además, tened en cuenta que no existen personas totalmente satisfechas. Sólo existen los totalmente insatisfechos. A cada persona le falta algo. Digamos que está conforme con todo, pero no tiene coche. ¿Por qué? Pues en la Tierra estaba habituado al coche, pero aquí no lo tiene, y lo peor, no está previsto que lo vaya a tener… ¿Os imagináis cuánta gente así hay en la ciudad? — Izya calló y se dedicó a comer macarrones, cubriéndolos con abundante salsa —. Qué comida más sabrosa — añadió —. Con mis ingresos, el único lugar donde se come de veras es en la Casa de Vidrio.

Andrei lo miraba comer. Soltó un gruñido y se sirvió zumo de tomate. Lo bebió y encendió un cigarrillo.

«Siempre es apocalíptico. Las siete plagas… Las bestias, bestias son. Por supuesto, se amotinarán, para eso tenemos a Rumer. Es verdad que el motín de los hartos es algo novedoso, casi una paradoja. Creo que eso nunca ha ocurrido en la Tierra. Al menos, durante mi vida. Y los clásicos no hablan de nada semejante. Pero un motín es un motín. El Experimento es el Experimento, el fútbol es el fútbol… ¡Puaj!»

Se volvió hacia Geiger. Fritz, recostado en su butacón, con aire distraído se hurgaba entre los dientes con un dedo, y una idea de una terrible simplicidad aturdió repentinamente a Andrei: «Dios mío, no es nada más que un suboficial de la Wehrmacht, un soldado sin estudios que no había leído en toda su vida ni diez libros, ¡y él era quien decidía! Por cierto, yo también decido».

— En nuestra situación — le dijo a Izya —, la persona decente no tiene opción. La gente pasó hambre, fue reprimida, padeció terror y tortura física; niños, ancianos, mujeres… Crear condiciones para una vida digna era nuestro deber.

— Correcto, correcto — dijo Izya —. Lo entiendo perfectamente. Habéis actuado movidos por la lástima, la caridad, etcétera. No se trata de eso. No es difícil sentir lástima de mujeres y niños que lloran de hambre, eso está al alcance de cualquiera. Pero ¿podríais sentir lástima de un tío saludable, bien comido, con un órgano sexual — Izya hizo un gesto demostrativo — de este tamaño? ¿De un tío corroído por el hastío? Al parecer, Dennis Lee podía, pero vosotros, ¿seríais capaces de ello? ¿O lo pondríais inmediatamente ante el paredón?