Calló al ver que Parker hacía su entrada acompañado por dos bellas chicas con delantales blancos. Recogieron la mesa, sirvieron el café con nata batida. Izya se embadurnó enseguida y se dedicó a relamerse hasta las orejas, como un gato.
— Y, en general, ¿sabéis qué creo? — comenzó a decir, pensativo —. Tan pronto la sociedad soluciona alguno de sus problemas, al instante surge otro de las mismas dimensiones… no, de dimensiones mayores. — Se animó —. De aquí sale una deducción muy interesante. A fin de cuentas, la sociedad se enfrentará a problemas tan complicados que su solución ya no estará en manos de las personas. Y en ese momento, el progreso se detendrá.
— Tonterías — dijo Andrei —. La humanidad no se planteará problemas que no sea capaz de solucionar.
— Y yo no hablo de los problemas que se planteará la humanidad. Esos problemas aparecerán por sí solos. La humanidad nunca se planteó el problema del hambre. Simplemente, pasaba hambre.
— ¡Otra vez! — dijo Geiger —. Basta. Qué ganas de hablar y hablar. Podría pensarse que no tenemos otra cosa que hacer más que darle a la sinhueso.
— ¿Y qué otra cosa tenemos que hacer? — se asombró Izya —. Por ejemplo, ahora estoy en mi hora de comida.
— Como quieras — repuso Geiger —. Yo quería hablar de tu expedición. Pero podemos dejarlo para otra ocasión, claro.
— Perdona — dijo, muy serio, Izya; se había quedado inmóvil, con la cafetera en la mano —. ¿Por qué dejarlo para otra ocasión? De eso nada, ya lo hemos hecho unas cuantas veces…
— ¿Y por qué habláis tanto? — le respondió Geiger —. De oíros, se le secan las orejas a cualquiera.
— ¿Qué expedición es ésa? — intervino Andrei —. ¿A buscar los archivos?
— ¡La gran expedición al norte! — anunció Izya, pero Geiger lo detuvo con un gesto de su enorme mano blanca.
— Es una conversación preliminar — dijo —, pero ya he aprobado la expedición y he asignado los recursos. El transporte estará listo dentro de tres o cuatro meses. Y ahora habría que esbozar los objetivos generales y el programa de trabajo.
— ¿Eso quiere decir que será una expedición compleja? — preguntó Andrei.
— Sí, Izya tendrá sus archivos, y tú podrás llevar a cabo observaciones del sol y todo lo demás que te haga falta.
— ¡Gracias a Dios! — dijo Andrei —. ¡Por fin!
— Pero tendréis, al menos, un objetivo adicional — dijo Geiger —. Exploración en profundidad. La expedición debe llegar lo más lejos posible al norte. Lo más lejos posible. Hasta donde alcancen el agua y el combustible. Por eso, hay que seleccionar con especial cuidado, con mucha atención, a las personas que formarán parte del grupo. Sólo voluntarios, y los mejores entre los voluntarios. Nadie sabe a ciencia cierta qué puede haber allí, al norte. Es totalmente posible que no sólo tengan que buscar papeles y mirar por el telescopio, sino que además haya que disparar, asediar, escapar de un cerco y cosas así. Por eso, habrá militares en el grupo. Quiénes y cuántos serán, lo precisaremos más tarde…
— ¡Los menos posible! — dijo Andrei, arrugando el gesto —. Conozco bien a tus militares, será imposible trabajar… — Molesto, apartó la taza —. Y, la verdad, no entiendo. No entiendo con qué objetivo irán los militares. No entiendo qué tiroteos puede haber allí. Se trata del desierto, de ruinas, ¿quién nos va a disparar?
— Hermanito, allí puede haber de todo — dijo Izya, divertido.
— ¿Qué significa «de todo»? Pudiera ser que aquello estuviera lleno de demonios, y entonces ¿tendríamos que llevar sacerdotes?
— ¿Me dejáis que termine de hablar? — preguntó Geiger.
— Habla — masculló Andrei, molesto.
«Siempre sale así — pensó —. Como cuando lo acarician a uno con la pata de un mono. Si el deseo se cumple, lo hace con una carga adicional tal que hubiera sido mejor que no se cumpliera. De eso, nada. No pondré la expedición en manos de los señores oficiales. El jefe de la expedición es Quejada. Jefe de la parte científica y de todo el grupo. De otra manera, idos a hacer puñetas, no tendréis datos cosmográficos y que los cabos le den órdenes a Izya. La expedición es científica, y por tanto será dirigida por un científico.» En ese momento recordó que Quejada no gozaba de confianza política, y el recuerdo lo enojó tanto que pasó por alto una parte de lo que decía Geiger.
— ¿Qué, qué? — preguntó, con una sacudida de alarma.
— Te pregunto: ¿a qué distancia de la Ciudad puede hallarse el fin del mundo?
— Más exactamente, el principio — intervino Izya.
Andrei, molesto, se encogió de hombros.
— ¿Lees mis informes? — le preguntó a Geiger.
— Los leo. En ellos se dice que al alejarse hacia el norte, el sol se acerca al horizonte. Es obvio que en un punto lejano del norte, baja a la altura del horizonte y más adelante se pierde de vista. Entonces, te pregunto: ¿puedes decir qué distancia hay hasta ese sitio?
— No lees mis informes — dijo Andrei —. Si los hubieras leído, te habrías dado cuenta de que he organizado esta expedición precisamente para aclarar dónde se encuentra el lugar en el que comienza el mundo.
— Eso lo he entendido — dijo Geiger con paciencia —. Y te pregunto la distancia aproximada. ¿Puedes darme aunque sea una estimación de ese dato? ¿De cuánto estamos hablando, de mil kilómetros? ¿Cien mil? ¿Un millón? Estamos definiendo los objetivos de la expedición, ¿entiendes? Si ese objetivo se encuentra a un millón de kilómetros de distancia, deja de ser un objetivo válido. Pero si…
— Está claro, está claro — dijo Andrei —. Debiste formularlo así. Veamos… La dificultad consiste en que no conocemos la curvatura del mundo ni la distancia hasta el sol. Si contáramos con muchas observaciones a lo largo de toda la Ciudad, no de la actual, sino desde el principio hasta el día de hoy, entonces podríamos calcular esa magnitud. Necesitamos un arco grande, ¿entiendes? Al menos, varios centenares de kilómetros. Pero sólo tenemos material para un arco de cincuenta kilómetros. Por eso, la precisión es ínfima.
— Dame el mínimo y el máximo — insistió Geiger.
— El máximo es el infinito, en caso de que el mundo sea plano. Y el mínimo es del orden de mil kilómetros.
— Sois unos vividores — dijo Geiger, con gesto despectivo —. He invertido tanto dinero en vosotros, y como resultado…
— No digas eso — replicó Andrei —. Llevo dos años intentando conseguir que se lleve a cabo la expedición. Si quieres conocer en qué mundo vives, dame dinero, transporte, gente… De otra manera, no tendrás nada. Sólo necesitamos un arco de unos quinientos kilómetros. Mediremos la gravitación, la variación de brillo, los cambios según la altura…
— Está bien — lo interrumpió Geiger —, dejemos eso para otro día. Son detallitos. Sólo quiero que os quede bien claro que uno de los objetivos de la expedición es llegar hasta el principio del mundo. ¿Lo habéis entendido?
— Lo hemos entendido — dijo Andrei —. Pero no entiendo qué falta te hace eso.
— Quiero saber qué hay allí. Y allí hay algo. Algo de lo que dependen muchísimas cosas.
— ¿Por ejemplo?
— Por ejemplo, la Anticiudad.
— La Anticiudad… — Andrei soltó un bufido —. ¿Aún crees en eso?
Geiger se levantó, cruzó las manos a la espalda y comenzó a pasearse por el comedor.
— Creer, no creer… Debo saber con toda seguridad si existe o no.
— Personalmente — dijo Andrei —, hace mucho tiempo que considero que la Anticiudad no es nada más que un invento de los antiguos dirigentes.