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— Como el Edificio Rojo — dijo Izya quedamente, soltando una risita.

— El Edificio Rojo no viene al caso — replicó Andrei frunciendo el ceño —. El propio Geiger ha asegurado que la antigua dirección preparaba una dictadura militar, que les hacía falta una amenaza exterior, y ahí tenéis la Anticiudad.

— ¿Y por qué tú te manifiestas en contra de que la expedición llegue hasta el final? — preguntó Geiger, deteniéndose delante de ambos —. ¿Acaso no sientes curiosidad por saber qué puede haber allí? ¡Qué consejeros me ha dado el cielo!

— ¡Allí no hay nada! — dijo Andrei, presa de cierta contusión —. Un frío terrible, la noche eterna, un desierto de hielo. El lado oculto de la Luna, ¿entiendes?

— Dispongo de otros datos — dijo Geiger —. La Anticiudad existe. No hay allí ningún desierto helado, y si existe, es posible atravesarlo. Allí hay una ciudad igual que la nuestra, pero no sabemos lo que ocurre en ella ni qué quieren sus habitantes. Y se cuenta, por ejemplo, que allí todo funciona al revés. Cuando nos va bien, a ellos les va mal… — Se interrumpió y volvió a pasearse por el comedor.

— Dios mío. ¿Qué fantasía delirante es ésa?

Miro a Izya y calló. Izya estaba sentado cómodamente, con las manos cruzadas tras el espaldar del butacón, la corbata debajo de una oreja, rutilante, con un brillo aceitoso, mirando a Andrei con expresión victoriosa.

— Está claro — dijo Andrei —. ¿Puedes decirme de qué fuente has obtenido esos datos? — le preguntó a Izya.

— Del mismo sitio — respondió Izya —. La historia es una ciencia grandiosa. Y en nuestra ciudad tiene un peso muy, muy especial. Además de lo que conocemos, ¿qué otra cosa hace grande a nuestra ciudad? Por alguna razón, aquí no se destruyen los archivos. No hay guerras, no hay invasiones, no se destruye con la espada lo que se escribe con la pluma… — Esos archivos tuyos — dijo Andrei con enfado.

— ¡Y que lo digas! Fritz no me dejará mentir: ¿quién descubrió el carbón? Trescientas mil toneladas en un almacén subterráneo. ¿Acaso fueron tus geólogos? Pues no, lo descubrió Katzman. Y, fíjate, sin salir de su despacho…

— En dos palabras — dijo Geiger, sentándose otra vez en el butacón —, la ciencia es una cosa, los archivos son otra, y yo quiero saber lo siguiente: en primer lugar, ¿qué tenemos en la retaguardia? ¿Se puede vivir allí? ¿Qué utilidad se puede extraer de allí? Segundo: ¿quién vive allí? A todo lo largo, desde aquí — dijo golpeando la mesa con la uña —, hasta el fin del mundo, o el principio, o el lugar al que lleguéis, sea lo que sea. ¿Qué tipo de gente? ¿Son seres humanos? ¿Por qué están allí? ¿De qué viven? Y, tercero: todo lo que se logre averiguar sobre la Anticiudad. Os estoy planteando un objetivo político. Y ése es el objetivo real de la expedición, Andrei, eso es lo que debes entender. Dirigirás esa expedición, averiguarás todo lo que te he dicho y me informarás de los resultados aquí, en esta habitación.

— ¿Cómo, cómo? — dijo Andrei.

— Informarás. Aquí. A mí, personalmente.

— ¿Quieres mandarme a mí allí?

— ¡Naturalmente! ¿Qué creías?

— Permíteme… — Andrei estaba confuso —. ¿Con motivo de qué? No tenía la intención de ir a ninguna parte. Tengo muchísimo trabajo, ¿a quién se lo dejo? ¡Y no quiero ir a ninguna parte!

— ¿Cómo que no quieres ir? ¿Por qué me acosabas entonces? Si tú no vas, ¿a quién mando entonces?

— Dios mío — dijo Andrei —. ¡A quien se te ocurra! Pon al mando a Quejada, es un explorador muy experimentado… O a Butz, por ejemplo. — Calló, al percibir la mirada atenta de Geiger.

— Mejor no hablemos de Quejada ni de Butz — dijo Geiger, en voz baja.

Andrei no supo qué responder y se hizo un silencio incómodo. Geiger se sirvió un poco de café frío.

— En esta ciudad — comenzó a decir, con el mismo tono de voz —, confío únicamente en dos o tres personas, no más. De ellos, sólo tú puedes encabezar la expedición. Porque estoy seguro de que si te pido llegar hasta el final, tú llegarás hasta el final. No te echarás atrás a medio camino, y no le permitirás a nadie que lo haga. Y cuando presentes después el informe, podré confiar en él. También podría confiar, por ejemplo, en un informe de Izya, pero por desgracia es un administrador funesto, y como político no sirve para nada. ¿Me entiendes? Por eso, tú decides. O eres tú quien encabeza esa expedición, o no habrá expedición.

Volvió a reinar el silencio.

— Ojojojó — dijo Izya, sintiéndose violento —. ¿No será mejor que salga, administradores?

— Quédate ahí sentado — ordenó Geiger sin volverse —. Diviértete, come pasteles.

Andrei le daba vueltas febrilmente a todo aquello en su cabeza. «Dejarlo todo. A Selma. La casa. La vida tranquila y acomodada. ¿Para qué rayos me hace falta todo eso? Dejar a Amalia. Largarme quién sabe a dónde. Al calor. Al fango. Con comida asquerosa… ¿Me habré hecho viejo, o qué? Hace un par de años, esa propuesta me hubiera encantado. Pero ahora no quiero. De ninguna manera. Soportar diariamente a Izya, en cantidades industriales. A militarotes. Hordas de soldados. Y seguro que habrá que recorrer los mil kilómetros a pie, con una mochila en los hombros, que por supuesto no va a estar vacía… Y con un arma. Madre mía, quizá haya que disparar, quizá me vea obligado a hacerlo. ¿Qué puñetera falta me hace meterme bajo las balas? ¿Qué cono ando buscando ahí? Tendría que llevarme al tío Yura, sin falta, no confío para nada en esos militares. Calor, ampollas, mal olor… Y allá, bien lejos, seguro que habrá un frío asqueroso… Por lo menos tendremos todo el tiempo el sol a la espalda. Y me llevaré a Quejada, no me iré sin él, no me importa que no sea de fiar, con Quejada tendré asegurada la parte científica. Y todo ese tiempo sin mujer, yo ya no puedo, he perdido la costumbre. Pero me las pagarás. Tendrás que aumentarme la plantilla, en primer lugar, en la oficina, y en el departamento de psicología social… y no estaría mal en el de geodesia… En segundo lugar, tendrás que callar a Vareikis. Y, en general, no quiero ninguna de esas limitaciones políticas en la ciencia. En otros departamentos no es asunto mío. ¡Pero si allá lejos no hay agua! Por alguna razón, la Ciudad sigue desplazándose hacia el sur, al norte los manantiales se agotan. ¿Qué pretendes, que lleve el agua a la espalda? ¿Agua para mil kilómetros?»

— Entonces, ¿qué? — preguntó Andrei —. ¿Tengo que llevar el agua a la espalda? ¿El agua para mil kilómetros?

— ¿Qué agua? — Sorprendido, Geiger levantó las cejas.

— Está bien — dijo Andrei, dándose cuenta de que no lo entendían —. Yo mismo escogeré a los militares, ya que insistes en que vayan. No sea que me mandes a algunos idiotas. ¡Y que haya un mando único! — exclamó, amenazante, levantando un dedo —. ¡El jefe seré yo!

— Tú, tú — dijo Geiger, tranquilizándolo. Sonrió y se recostó —. En general, tú los escogerás a todos. Te impongo sólo a una persona: a Izya. Los demás, los pones tú. Busca buenos mecánicos, elige a un médico.

— Por cierto, ¿tendré transporte?

— Lo tendrás — dijo Geiger —. Y de buena calidad. Del que nunca hemos tenido. No tendrás que cargar con nada, quizá sólo con un fusil… No te preocupes, ésas son cosas sin importancia. Todo eso lo discutiremos en detalle cuando hayas seleccionado a los jefes de destacamento. Quiero llamarte la atención sólo hacia una cosa: ¡la confidencialidad! Chicos, quiero que me la garanticéis. Por supuesto, es imposible ocultar semejante proyecto, habrá que hacer circular cierta desinformación, por ejemplo que habéis salido en busca de petróleo. Al kilómetro doscientos cuarenta. Pero los objetivos políticos de la expedición serán conocidos sólo por vosotros. ¿De acuerdo?