— De acuerdo — respondió Andrei, preocupado.
— Izya, esto se refiere sobre todo a ti. ¿Me oyes?
— Aja — respondió Izya, con la boca llena.
— ¿Y cuál es la razón de tanto secreto? — preguntó Andrei —. ¿Qué es lo que intentamos hacer para que haya que llevarlo a cabo con todo secreto?
— ¿No lo entiendes? — preguntó Geiger, torciendo el gesto.
— No lo entiendo — dijo Andrei —. No veo absolutamente nada que sea una amenaza para el sistema.
— ¡No es para el sistema, idiota! — dijo Geiger —. ¡Es contra ti! ¡La amenaza es contra ti! ¿Acaso no entiendes que ellos nos temen tanto como nosotros a ellos?
— ¿Quiénes son ellos? ¿Esos habitantes de la Anticiudad de que hablas, o qué?
— Ellos mismos. Si por fin se nos ha ocurrido mandar exploradores, ¿por qué no suponer que ellos lo hayan hecho desde hace mucho? ¿O que la Ciudad está llena de espías suyos? ¡No sonrías, no sonrías, idiota! ¡No estoy bromeando! Si caes en una emboscada, os rebanarán la cabeza a todos como si fuerais pollitos.
— Está bien — dijo Andrei —. Me has convencido. Me callo.
Geiger siguió mirándolo atentamente durante unos momentos.
— De acuerdo — dijo a continuación —. Quiere decir que habéis entendido los objetivos. Y lo relativo a la confidencialidad. Entonces, eso es todo. Hoy firmaré el decreto de tu nombramiento como jefe de la operación… digamos…
— Noche y niebla — sugirió Izya, abriendo mucho los ojos con aire de inocencia.
— ¿Qué? No… Demasiado largo. Digamos… Zigzag. Operación Zigzag. ¿No suena bien? — Geiger sacó un pequeño bloc de notas del bolsillo de la chaqueta e hizo una anotación —. Andrei, puedes dar comienzo a los preparativos. Quiero decir, por ahora de la parte puramente científica. Elige a la gente, formula las tareas… haz los pedidos de equipamiento y pertrechos. Daré luz verde a tus pedidos. ¿Quién te sustituirá?
— ¿En la oficina? Butz.
— Bueno, sí — dijo finalmente Geiger con una mueca de desagrado —. Que sea Butz. Déjalo encargado de los asuntos de la consejería, y tú dedícate a la Operación Zigzag a tiempo completo. ¡Y adviértele a Butz que le dé menos a la lengua! — gritó de repente.
— Una cosa — dijo Andrei —. Vamos a ponernos de acuerdo…
— ¡Al diablo, al diablo! — replicó Geiger —. No quiero hablar ahora de esos temas. ¡Ya sé qué me quieres decir! Pero el pez comienza a pudrirse por la cabeza, señor consejero, y lo que has armado en la consejería… ¡rayos!
— Jacobinos — le sugirió Izya.
— ¡Tú, judío, cállate! — gritó Geiger —. ¡Marchaos todos al infierno, charlatanes! Me habéis enredado del todo… ¿De qué estaba hablando yo?
— De que no quieres hablar sobre ese tema — dijo Izya. Geiger lo miró, sin entender.
— Te ruego encarecidamente, Fritz — dijo Andrei, con intencionada calma —, que protejas a mis colaboradores de cualquier tipo de estupidez ideológica. Yo los elegí personalmente, confío en ellos y si de verdad quieres que haya ciencia en la Ciudad, déjalos en paz.
— Muy bien, muy bien — gruñó Geiger —. No vamos a hablar hoy de eso…
— Sí, vamos a hablar — repuso Andrei en tono sumiso, enternecido por su propia actitud —. Tú me conoces bien, estoy totalmente de tu lado. Pero entiende una cosa, por favor: es imposible que esa gente no refunfuñe. Son así. El que no refunfuña, no vale nada. ¡Que rezonguen! Yo mismo cuidaré de la pureza ideológica en mi consejería. Puedes estar tranquilo. Y dile, por favor, a nuestro querido Rumer que de una vez por todas…
— ¿Puedes hablar sin ese tono de ultimátum? — preguntó Fritz, altivo.
— Claro que sí — dijo Andrei, ya con plena sumisión —. Puedo. Sin tono de ultimátum se puede, sin ciencia se puede, sin expedición se puede…
— ¡No quiero hablar ahora de ese tema! — dijo Geiger, respirando ruidosamente por las ventanas de la nariz muy abiertas, y clavándole la mirada.
Y Andrei comprendió que, por ese día, era suficiente. Sobre todo porque es verdad que, para hablar de esos temas, lo mejor es hacerlo sin testigos.
— Pues si no quieres, no hablamos — dijo, conciliador —. Es que lo tenía en la punta de la lengua. Hoy, Vareikis me ha dejado hasta las narices… Escucha, quiero preguntarte una cosa: la cantidad total de carga que podremos llevar. Dime una cifra orientativa aunque sea.
Geiger resopló varias veces por la nariz, después miró de reojo a Izya y se recostó en el asiento.
— Calcula unas cinco o seis toneladas… quizá algo más — explicó —. Llama a Manjuro… Pero ten en cuenta que aunque él sea la cuarta persona en la jerarquía del estado, desconoce los verdaderos objetivos de la expedición. Él responde por el transporte. Te dará todos los detalles.
— Bien — dijo Andrei asintiendo —. ¿Y sabes a quién quiero llevarme de los militares? Al coronel.
— ¿Al coronel? — Geiger dio un respingo —. ¡No eres tonto! ¿Y con quién me quedo yo aquí? El coronel es el centro del Estado Mayor general…
— Excelente — dijo Andrei —. Eso quiere decir que, simultáneamente, el coronel llevará a cabo la exploración en profundidad. Estudiará en persona el posible escenario de las acciones. Y tengo muy buenas relaciones con él… A propósito, chicos, esta noche doy una fiestecita. Boeufbourguignon. ¿Qué os parece?
— Humm… — gruñó Geiger, que puso cara de preocupación de inmediato —. ¿Hoy? No sé, amigo, no podría decirte con seguridad… Simplemente, no lo sé. Quizá pase un minuto por allí.
— Como quieras. — Andrei suspiró —. Pero si no puedes venir, te ruego que no mandes a Rumer en representación tuya, como la vez anterior. No estoy invitando al presidente, sino a Fritz Geiger. No necesito sustitutos oficiales.
— Veremos, veremos… — repuso Geiger —. ¿Otro café? Tenemos tiempo. ¡Parker!
En el umbral apareció el rubicundo Parker, que recibió el pedido de café inclinando la cabeza, con el cabello partido por una raya perfecta.
— El consejero Rumer — dijo, con voz delicada — espera en el teléfono al señor presidente.
— Como si nos hubiera oído — gruñó Geiger mientras se ponía de pie —. Perdonadme, ahora regreso.
Salió, y al instante aparecieron las chicas de delantal blanco. Sirvieron la segunda ronda de café rápido y sin hacer ruido, y salieron junto con Parker.
— ¿Y tú, vendrás? — le preguntó Andrei a Izya.
— Con mucho gusto — dijo Izya, mientras bebía el café con silbidos y sorbetones —. ¿Quién más va a estar?
— Estará el coronel, los Dollfuss, quizá Chachua… ¿Quién quieres que esté?
— Sinceramente, te diré que la mujer de Dollfuss no me hace ninguna falta.
— No te preocupes, le echaremos a Chachua.
Izya asintió.
— Hace tiempo que no nos reuníamos, ¿no crees? — dijo, de repente.
— Sí, hermanito, el trabajo…
— Mientes, mientes, ¿de qué trabajo me hablas? Te sientas allí a sacarle brillo a tu colección de armas. Ten cuidado, no sea que te pegues un tiro por descuido. ¡Sí! Y, a propósito, he conseguido una pistolita. Una auténtica Smith & Wesson, de la pradera…
— ¿De veras?
— Pero está oxidada, toda cubierta de orín.
— ¡No se te ocurra limpiarlo! — gritó Andrei, mientras se levantaba de un salto —. Tráelo cómo esté o lo echarás todo a perder con esas manos torcidas tuyas. Y no es una pistolita, sino un revólver. ¿Dónde lo encontraste?
— Lo encontré donde debía — replicó Izya —. Aguarda, en la expedición hallaremos muchísimas cosas, no podremos traerlas todas a casa…