Izya callaba y pellizcaba distraído su verruga.
— Si lo comparamos, digamos, con la Grecia antigua — dijo Andrei —, es totalmente anormal.
— Entonces, ¿cuál es el problema? — volvió a preguntar Geiger.
— El Experimento es el Experimento — dijo Izya —. Pero si lo comparamos, digamos, con los mongoles, aquí todo es normal.
— ¿Qué quieres decir con eso? — preguntó Geiger, suspicaz.
— Nada en particular — se asombró Izya —. Ellos también son un millón, o posiblemente más. Podemos ejemplificar, digamos, con los coreanos, o casi con cualquier país árabe…
— Sólo te faltan los gitanos — gruñó Geiger.
— A propósito, muchachos — dijo Andrei, animado —: ¿hay gitanos en la Ciudad?
— ¡Idos al infierno! — dijo Geiger con enojo —. Es imposible hablar de algo serio con vosotros…
Quiso añadir algo más, pero en ese momento apareció el rubicundo Parker en el umbral y al instante Geiger miró su reloj.
— Es todo — dijo, poniéndose de pie —. ¡Qué charla! — suspiró y comenzó a abotonarse el chaqué —. ¡A trabajar! ¡A trabajar, consejeros!
TRES
Otto Frijat no había mentido: el tapiz era lujoso de veras. Era de un color púrpura casi negro, con matices profundos y nobles: ocupaba toda la pared izquierda del estudio, frente a las ventanas, y el recinto adquiría un aspecto muy especial. Era diabólicamente bello, elegante y distinguido.
Andrei, totalmente fascinado, besó a Selma en la mejilla y ella regresó a la cocina, a dirigir a la servidumbre. Andrei se desplazó por el estudio, examinando el tapiz desde todos los ángulos, mirándolo desde el frente, desde los lados, de reojo; después abrió su armario secreto y sacó de allí una enorme Mauser, un monstruo con cargador de nueve proyectiles, nacida en el departamento especial de la fábrica Mauserwerke, el arma favorita de los comisarios de yelmo polvoriento durante la guerra civil, así como de los oficiales del ejército imperial japonés, que vestían capotes con cuellos de piel de perro.
La Mauser estaba limpia, su brillo pavonado indicaba que estaba lista para el combate, pero por desgracia tenía limado el percutor. Andrei la sostuvo con ambas manos, ponderando su peso, después palpó su culata, rugosa y redondeada, la bajó y a continuación la levantó a la altura de los ojos, apuntando al blanco del manzano al otro lado de la ventana, como Geiger en el campo de tiro.
Después se volvió hacia el tapiz y estuvo un rato escogiendo sitio. Pronto lo encontró. Andrei se quitó los zapatos, se subió al sofá y pegó la pistola a la pared con una mano. Apartó la cabeza lo más posible para ver el efecto. Era maravilloso. Bajó de un salto, corrió al recibidor en calcetines, sacó de un armario empotrado la caja de herramientas y regresó junto al tapiz.
Colgó la Mauser, después una Luger con mira óptica (con aquella Luger, Coxis había matado a dos miembros de las milicias el último día del Cambio) y comenzó a trabajar con un modelo de Browning de 1906, pequeña y casi cuadrada, cuando oyó una voz conocida a sus espaldas.
— Más a la derecha, Andrei, a la derecha. Y un centímetro más abajo.
— ¿Así? — preguntó Andrei, sin volverse.
— Así.
Andrei fijó la Browning, se bajó del sofá de espaldas y retrocedió hasta el escritorio, contemplando el resultado de su trabajo manual.
— Hermoso — apreció el Preceptor.
— Hermoso, pero es poco — dijo Andrei con un suspiro.
El Preceptor, pisando sin hacer ruido, se aproximó al armario, se agachó, registró y sacó un revólver Nagant del ejército.
— ¿Y éste? — preguntó.
— Falta la madera de la culata — dijo Andrei, con lástima —. Siempre me propongo comprarla, pero siempre se me olvida… — Se puso los zapatos, se sentó en el antepecho de la ventana, junto al escritorio, y encendió un cigarrillo —. Arriba, pondré las armas de duelo. Primera mitad del siglo diecinueve. Aparecen ejemplares bellísimos, con incrustaciones de plata, de las formas más asombrosas, desde las más pequeñas hasta las de cañón largo.
— Las Lepage — dijo el Preceptor.
— No, precisamente las Lepage son más pequeñas… Y más abajo, encima del sofá, podré las armas de combate de los siglos diecisiete y dieciocho…
Calló, imaginando cuan bello sería todo aquello. El Preceptor, agachado, seguía registrando en el armario. Tras la ventana, no lejos, zumbaba el cortacésped. Los pájaros gorjeaban y silbaban.
— Ha sido una buena idea colgar un tapiz aquí, ¿verdad? — dijo Andrei.
— Magnífica — dijo el Preceptor, levantándose. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las manos —. Pero yo pondría la lámpara de pie en aquel rincón, junto al teléfono. Y necesitas un teléfono blanco.
— No me corresponde un aparato blanco — dijo Andrei con un suspiro.
— No importa — respondió el Preceptor —. Cuando regreses de la expedición, tendrás uno blanco.
— Entonces, ¿mi decisión de partir es correcta?
— ¿Acaso tenías alguna duda?
— Sí — dijo Andrei, y apagó la colilla en el cenicero —. En primer lugar, no quería hacerlo. Simplemente, no quería. En casa todo va bien, vivo con comodidad, tengo mucho trabajo. En segundo, para ser sincero, me daba miedo.
— Vaya, vaya — dijo el Preceptor.
— De veras. ¿Puede usted decirme qué voy a encontrarme allí? ¡Lo ve! Nadie sabe nada. Las terribles leyendas de Izya, decenas de ellas, y nadie sabe nada. Bueno, están también los encantos de la vida de campaña. ¡Conozco bien esas expediciones! He participado en expediciones arqueológicas y de todo tipo…
Y aquí, como esperaba, el Preceptor intervino, con interés.
— Y en esas expediciones… cómo decirlo… ¿qué es lo más horrible, lo más desagradable?
A Andrei le encantaba aquella pregunta. Había preparado la respuesta desde mucho tiempo atrás, llegó a anotarla en una libreta, y posteriormente la había utilizado repetidas veces en conversaciones con diferentes chicas.
— ¿Lo más terrible? — repitió, para ganar tiempo —. Lo más terrible es esto. Imagínese: la tienda de campaña, de madrugada, estamos en un desierto, no hay nadie, aúllan los lobos, hay tormenta y cae granizo… — Hizo una pausa y miró al Preceptor, que lo escuchaba atentamente, inclinado hacia delante —. Granizo, ¿entiende? Del tamaño de un huevo de paloma… Y de repente, hay que salir a hacer una necesidad.
La tensa espera dejó lugar en el rostro del Preceptor a una sonrisa algo confusa, y después se echó a reír.
— Qué cómico — dijo —. ¿Se te ocurrió a ti?
— Sí — dijo Andrei, orgulloso.
— Qué listo, muy cómico — El Preceptor volvió a reírse, moviendo la cabeza a un lado y a otro. Después se sentó en el butacón y se dedicó a contemplar el jardín —. Os lo pasáis bien aquí en el Cortijo Blanco — dijo.
Andrei se volvió y también contempló el jardín. La vegetación iluminada por el sol, una mariposa sobre las flores, los manzanos inmóviles, y a unos doscientos metros tras las lilas, los muros blancos y el techo rojo del chalet vecino. Y Van, enfundado en su larga bata blanca, caminando lentamente, sin prisas, detrás de su cortacésped, mientras su pequeño hijo lo acompaña, agarrado a la pierna de su pantalón y dando pasitos cortos.
— Sí, Van ha conseguido la paz — dijo el Preceptor —. Es posible que sea la persona más feliz de toda la Ciudad.
— Es muy posible — asintió Andrei —. En todo caso, no diría lo mismo sobre el resto de mis conocidos.
— Sí, sobre todo con el círculo de conocidos con que cuentas ahora — objetó el Preceptor —. Van es una excepción entre ellos. Yo me limitaría a decir que, en general, es una persona que pertenece a otro círculo. No al tuyo.