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— Sí — pronunció Andrei, pensativo —. Y eso que alguna vez recogimos basura juntos, nos sentábamos a la misma mesa, bebíamos de la misma jarra…

— Cada cual recibe lo que se merece. — El Preceptor se encogió de hombros.

— O aquello que persigue — masculló Andrei.

— Lo puedes enunciar de esa manera. Si quieres, es lo mismo. Van siempre quiso estar en el escalón inferior. Oriente es Oriente. No podemos entenderlo. Y vuestros caminos se separaron para siempre.

— Lo más divertido es que él y yo seguimos llevándonos bien — dijo Andrei —. Tenemos cosas de qué hablar, cosas que recordar. Cuando estoy con él nunca me siento incómodo.

— ¿Y él?

— No sé… — Andrei meditó unos momentos —. Pero lo más factible es que él sí se sienta incómodo. A veces me asalta de repente la impresión de que intenta con todas sus fuerzas mantenerse apartado de mí lo más posible.

— ¿Y eso es lo más importante? — dijo el Preceptor mientras se estiraba, haciendo crujir los dedos —. Cuando Van está sentado contigo bebiendo vodka, y recordáis cómo era antes, él descansa, reconócelo. Y cuando te sientas con el coronel a beber escocés, ¿alguno de vosotros descansa?

— De descanso, nada — balbuceó Andrei —. Nada… Sencillamente, necesito al coronel. Y él me necesita a mí.

— ¿Y cuando comes con Geiger? ¿Y cuando tomas cerveza con Dollfuss? ¿Y cuando Chachua te cuenta nuevos chistes por teléfono?

— Sí — dijo Andrei —. Es así. Exactamente.

— Creo que sólo conservas tus anteriores relaciones con Izya, y esporádicas…

— Exacto — respondió Andrei —. Y esporádicas.

— ¡No, es imposible hablar de descanso! — pronunció el Preceptor con decisión —. Imagínate: en este lugar está sentado el coronel, vicejefe del Estado Mayor general de vuestro ejército, un viejo aristócrata inglés de una distinguida familia. Y aquí está sentado Dollfuss, consejero de construcciones, que alguna vez fue un famoso ingeniero en Viena. Y su esposa, la baronesa, que procede de una familia de junkers prusianos. Y frente a ellos está Van, el conserje.

— Pues sí. — Andrei se rascó la nuca y soltó una risita —. Resulta una falta de tacto.

— ¡No, no! Olvídate de la falta de tacto, al diablo con eso. Imagínate que Van estuviera presente. ¿Cómo se sentiría?

— Entiendo, entiendo — dijo Andrei —. Entiendo… ¡Todo eso no es más que un delirio! Mañana lo llamaré, beberemos juntos. Maylin y Selma nos prepararán algo sabroso, y le regalaré un revólver de cañón corto, tengo uno sin gatillo…

— ¡Beberéis! — repitió el Preceptor —. Os contaréis algo de vuestras vidas, él tiene cosas que contarte y tú eres buen narrador, y además él no sabe nada sobre las ruinas de Pendjikent ni de Jarbaz. ¡Lo pasaréis muy bien! Hasta siento un poquito de envidia.

— Pues véngase con nosotros — dijo Andrei y se echó a reír.

— En mis pensamientos estaré con vosotros — respondió el Preceptor, riendo también.

En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Andrei miró el reloj: las ocho en punto.

— Seguro que es el coronel — dijo y se levantó de un salto —. Voy a abrirle.

— Por supuesto — dijo el Preceptor —. Y te ruego que, de aquí en adelante, no te olvides de que en la Ciudad hay cientos de miles de Van, pero sólo veinte consejeros.

Se trataba del coronel. Siempre llegaba exactamente a la hora establecida, y por lo tanto era el primero. Andrei lo saludó en el recibidor con un apretón de manos y lo invitó a pasar al estudio. El coronel vestía de civil. El traje gris claro le sentaba maravillosamente, sus cabellos canosos y ralos estaban peinados con cuidado, sus zapatos brillaban, al igual que las mejillas, prolijamente afeitadas. Era más bien bajito, flaco y de buen porte, pero a la vez se le veía relajado, sin esa rigidez tan característica de los oficiales alemanes, de los que había muchísimos en el ejército.

Al entrar en el estudio se detuvo frente al tapiz, y con las manos resecas y delgadas entrelazadas a la espalda estuvo contemplando aquella maravilla púrpura en general, y las armas exhibidas sobre aquel fondo, en particular.

— ¡Oh! — dijo y miró a Andrei con aprobación.

— Siéntese, coronel — dijo Andrei —. ¿Un habano? ¿Whisky?

— Muchas gracias — dijo el coronel, tomando asiento —. Unas gotas de estimulante no vendrían mal. — Se sacó la pipa del bolsillo —. Hoy ha sido un día absurdo. ¿Qué ha ocurrido en la plaza? Me dieron la orden de poner el cuartel en situación de alerta.

— Algún idiota que fue a buscar dinamita al almacén — dijo Andrei, mientras buscaba algo en el bar —, y no encontró un lugar mejor para tropezar que debajo de mi ventana.

— Entonces ¿no ha habido ningún atentado?

— ¡Dios santo, coronel! — dijo Andrei, sirviendo el licor —. Al fin y al cabo, no estamos en Palestina.

El coronel soltó una risita burlona y tomó el vaso que le ofrecía Andrei.

— Tiene razón. En Palestina, semejantes incidentes no sorprendían a nadie. Por cierto, en Yemen tampoco.

— Entonces, ¿los han puesto en situación de alerta? — preguntó Andrei, sentándose frente al oficial con un vaso en la mano.

— Sí, imagínese. — El coronel bebió un sorbito, meditó un instante levantando las cejas, a continuación dejó el vaso con cuidado sobre la mesita del teléfono y se dedicó a llenar la cazoleta de la pipa. Tenía manos de anciano, de vello plateado, pero no temblaban.

— ¿Y cuál era la auténtica disposición combativa de las tropas? — preguntó Andrei, mientras bebía también un sorbito.

El coronel volvió a soltar una risita burlona y Andrei sintió un súbito ataque de envidia: tenía muchas ganas de aprender a reírse de esa manera.

— Eso es secreto militar — dijo el coronel —. Pero a usted, se lo voy a contar. ¡Fue algo horrible! No he visto una cosa así ni siquiera en Yemen. ¡En Yemen! ¡Ni entre los culonegros de Uganda! Faltaba la mitad de los soldados del cuartel. La mitad de los presentes compareció sin armas. Los que llegaron con armas no tenían municiones, porque el jefe del polvorín se llevó las llaves para trabajar su hora correspondiente en la Gran Obra…

— Espero que esté bromeando — dijo Andrei.

El coronel encendió la pipa, y mientras dispersaba el humo con la mano miró a su anfitrión con sus incoloros ojos de anciano. Tenía innumerables arrugas en torno a los ojos, y parecía reír.

— Quizá haya exagerado un poco, pero juzgue usted mismo, consejero. Nuestro ejército ha sido creado sin un objetivo definido, sólo porque una persona a la que ambos conocemos no concibe un estado organizado sin fuerzas armadas. Es obvio que, en ausencia de un adversario real, ningún ejército puede funcionar con normalidad. Se necesita por lo menos un adversario potencial. Desde el jefe del Estado Mayor general hasta el último cocinero, todo nuestro ejército está ahora imbuido de la idea de que todo este proyecto no es otra cosa que jugar a los soldaditos de plomo.

— ¿Y si suponemos que, de todos modos, existe un adversario potencial?

— ¡Entonces, señores políticos — contestó el coronel volviendo a sumirse en una nube de humo —, dígannos de quién se trata!

Andrei tomó otro trago de whisky y meditó unos momentos.

— Dígame, coronel, ¿el Estado Mayor general cuenta con planes operativos en caso de una invasión desde el exterior?

— Bueno, a eso yo no lo llamaría planes operativos. Imagínese, aunque sea, a su Estado Mayor general ruso en la Tierra: ¿cuenta acaso con planes operativos en caso de una invasión, digamos, procedente de Marte?