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— Quién sabe — repuso Andrei —, estoy dispuesto a creer que hayan elaborado algo así…

— «Algo así» es lo que nosotros tenemos — explicó el coronel —. No esperamos una invasión desde arriba, y tampoco desde abajo. No consideramos la posibilidad de un ataque serio desde el sur, excluyendo, claro está, la posibilidad de que tuviera éxito una rebelión de los presidiarios que trabajan en los asentamientos, pero estamos preparados para ello… Queda el norte. Sabemos que durante el Cambio y con posterioridad a él, muchos partidarios del régimen anterior huyeron hacia el norte. Consideramos posible, al menos teóricamente, que ellos sean capaces de organizarse y de llevar a cabo algún acto diversivo, o incluso un intento de restaurar el viejo poder… — Inhaló profundamente, sacando un silbido de la pipa —. Pero, ¿qué tiene que ver el ejército en eso? Es obvio que, en caso de que alguna de estas amenazas se materialice, sólo se necesita la policía especial del señor consejero Rumer, y desde el punto de vista táctico, sólo se requiere crear un cordón sanitario.

Andrei quedó en silencio unos momentos.

— Entonces, coronel — dijo después —, ¿quiere decir que el Estado Mayor general no está listo para enfrentarse a una invasión desde el norte?

— ¿Habla de una invasión de marcianos? — dijo el coronel, pensativo —. No, no está preparado. Entiendo qué quiere decir usted. Pero no tenemos servicio de inteligencia. Simplemente, carecemos de datos al respecto. No sabemos qué ocurre a cincuenta kilómetros de la Casa de Vidrio. No contamos con mapas de las regiones septentrionales. — Se echó a reír, desnudando unos dientes largos y amarillentos —. El archivero de la Ciudad, el señor Katzman, puso a disposición del Estado Mayor general algo parecido a un mapa de esas regiones. Tengo entendido que fue él mismo quien lo confeccionó. Ese notable documento está guardado en mi caja fuerte. De él se saca la impresión de que el señor Katzman confeccionó esa carta mientras comía, y la manchó varias veces con sus bocadillos y le derramó el café encima.

— Sin embargo, coronel — dijo Andrei en tono de reproche —, mi consejería le entregó mapas bastante buenos.

— Sin duda, sin duda, consejero. Pero se trataba, sobre todo, de mapas de zonas habitadas de la Ciudad y de las regiones meridionales. Según el reglamento, el ejército debe mantener su disposición combativa en caso de desórdenes, y esos desórdenes pueden ocurrir precisamente en las zonas que hemos mencionado. De esa manera, el trabajo realizado por su consejería es indispensable, y gracias a usted, estamos preparados para enfrentarnos a desórdenes. Sin embargo, en lo tocante a una invasión… — El coronel negó con la cabeza.

— Si mal no recuerdo — dijo Andrei, con tono de misterio en la voz —, mi consejería no ha recibido ninguna solicitud del Estado Mayor general relativa a la cartografía de las regiones septentrionales.

El coronel lo miró unos instantes y la pipa se le apagó.

— Hay que decir — pronunció lentamente —, que esas solicitudes las enviamos directamente al presidente. Debo reconocer que las respuestas fueron del todo vagas… — Hizo otro silencio —. Entonces, consejero, ¿considera usted que, en bien de la causa, sería mejor si esas solicitudes se las enviáramos directamente a usted?

Andrei asintió.

— Hoy he comido con el presidente — contó —. Estuvimos hablando largo rato sobre este tema. Se ha tomado una decisión fundamental sobre la confección de mapas de las regiones septentrionales. Sin embargo, es indispensable la participación activa de especialistas militares. De oficiales operativos con experiencia… bueno, seguro que lo entiende.

— Lo entiendo — dijo el coronel —. Por cierto, ¿dónde consiguió esa Mauser, consejero? La última vez que vi semejante monstruo fue, si no me equivoco, en Batumi, en el año dieciocho…

Andrei se puso a contarle dónde y cómo había conseguido aquella Mauser, pero en ese momento se escuchó de nuevo el timbre de la puerta principal. Andrei se excusó y fue a abrir.

Tenía la esperanza de que se tratara de Katzman, pero contra todos sus deseos, el recién llegado era Otto Frijat, a quien Andrei no había invitado. Se le había pasado por alto. Siempre se le olvidaba Otto Frijat, aunque como jefe de administración y servicios de la Casa de Vidrio era una persona de enorme utilidad, quizá insustituible. Por cierto. Selma nunca se olvidaba de ello. Y, en esta ocasión, Otto le entregaba un curioso cestito, cubierto con una finísima servilleta de batista y un ramito de flores. Gentilmente, Selma le ofreció su mano y Otto la besó, chocando los talones y ruborizándose hasta las orejas con cara de total felicidad.

— ¡Ah, querido amigo! — lo saludó Andrei —. ¡Qué bien que has venido!

Otto seguía siendo el mismo. Andrei pensó en ese momento que, entre todos los viejos amigos, Otto era el que menos había cambiado. En realidad, no había cambiado en absoluto. Era el mismo cuello de pollito, las mismas orejas enormes, la misma expresión de constante inseguridad en su cara pecosa. Y los mismos talones que chocaban. Vestía el uniforme azul de la policía especial y llevaba la medalla cuadrada al mérito.

— Muchísimas gracias por el tapiz — dijo Andrei, pasándole la mano por encima de los hombros y llevándolo al estudio —. Ahora te enseño cómo ha quedado… Verás qué envidia te da.

Sin embargo, al entrar en el estudio, Otto Frijat no se dedicó a morirse de envidia. Vio al coronel.

Otto Frijat, cabo del Volksturm, sentía por el coronel Saint James algo parecido a la adoración. En presencia del coronel perdía el habla, su cara se convertía en una sonrisa inmóvil y estaba dispuesto a chocar los talones en cualquier momento, continuamente y cada vez con más fuerza.

Le dio la espalda al tan alabado tapiz, se puso firme, sacó el pecho, pegó las palmas de las manos a la costura de los pantalones, sacó los codos e inclinó la cabeza con tal fuerza al saludar que el crujido de sus vértebras cervicales se escuchó en todo el estudio. El coronel se levantó para saludarlo y le tendió la mano con una sonrisa condescendiente. En la otra mano tenía el vaso.

— Me alegro de verlo… — pronunció —. Es un placer saludarlo, señor… humm…

— ¡Cabo Otto Frijat, señor coronel! — chilló Otto fascinado, hizo una reverencia y rozó apenas los dedos del coronel —. ¡Es un honor presentarme ante usted!

— ¡Otto, Otto! — lo regañó Andrei —. Aquí nadie tiene grados.

Otto soltó una risita lastimera, se sacó el pañuelo del bolsillo y estuvo a punto de enjugarse la frente, pero en ese momento se asustó y comenzó a guardarse el pañuelo, sin encontrar el bolsillo.

— Recuerdo, en El Alamein — dijo el coronel, bonachón —. Trajeron a mi presencia a un cabo alemán…

Se oyó nuevamente el timbre en el recibidor, y Andrei, excusándose otra vez, salió dejando al infeliz Otto en poder de aquel león británico que lo devoraría.

Se trataba de Izya. Besó a Selma en ambas mejillas y mientras a petición de ella se limpiaba los zapatos y se pasaba un cepillo por la ropa, llegaron juntos Chachua y Dollfuss con su esposa. Chachua arrastraba a la mujer por el brazo, y sobre la marcha le contaba chistes, mientras Dollfuss, con una sonrisa pálida, los seguía a cierta distancia. Parecía especialmente gris, incoloro y de poca importancia en comparación con el exuberante jefe de la consejería jurídica. Llevaba en cada brazo un impermeable grueso, por si la noche enfriaba.

— ¡A la mesa, a la mesa! — los convocó Selma con su voz suave, dando palmaditas.

— ¡Querida! — protestó la señora Dollfuss con su voz de contralto —. Tengo aún que acicalarme un poco.

— ¿Para qué? — se asombró Chachua, haciendo girar sus ojos enrojecidos —. Semejante belleza, ¿tiene acaso que acicalarse? Según el artículo doscientos dieciocho del código de procedimiento penal, la ley lo impide…