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Todos hablaban a la vez y Andrei no dejaba de sonreír. Junto a su oído izquierdo, Izya cloqueaba y se reía, contando alguna anécdota sobre el desorden universal en los cuarteles durante la alarma de combate ocurrida ese día, y junto al estirado Dollfuss hacía comentarios sobre los baños públicos y la tubería central del alcantarillado, que estaba a punto de atascarse si no se tomaban medidas. A continuación, todos entraron al comedor. Andrei los iba acomodando, y mientras lanzaba una serie continua de cumplidos y agudezas, vio de reojo cómo salía del estudio, sonriendo y guardándose la pipa en el bolsillo, el coronel. Solo. A Andrei se le encogió el corazón, pero al instante apareció el cabo Otto Frijat, que al parecer mantenía la distancia señalada en los reglamentos, cinco metros por detrás del de mayor graduación. Y, por supuesto, se oyó varias veces el choque de talones.

— ¡Vamos a beber, a divertirnos! — rugió Chachua con voz gutural.

Cuchillos y tenedores comenzaron a tintinear. Después de meter con cierto trabajo a Otto entre Selma y la esposa de Dollfuss, Andrei ocupó su asiento y recorrió la mesa con la mirada. Todo estaba en perfecto orden.

— ¡Imagínese, querida, en la alfombra quedó un agujero de este tamaño! ¡Eso fue en su huerto, señor Frijat, qué chico más guarro!

— Dicen que han fusilado a alguien delante de la formación, coronel.

— Y no olviden lo que les digo: el alcantarillado hundirá la Ciudad, precisamente el alcantarillado.

— ¡Tan hermosa, y una copa tan pequeña!

— Otto, querido, no cojas ese hueso… ¡Aquí tienes un buen pedazo!

— No, Katzman, eso es secreto militar. Me basta con los disgustos que me dieron los judíos en Palestina…

— ¿Vodka, consejero?

— Muchas gracias, consejero.

Y bajo la mesa, chocaban los talones.

Andrei bebió dos copas de vodka seguidas para coger impulso, comió con gusto y junto con todos los demás se puso a oír un brindis interminable y grosero de Chachua. Cuando finalmente quedó claro que el consejero de justicia levantaba su pequeñísima copa con enorme sentimiento no para regañar a los presentes por las perversiones sexuales enumeradas, sino sólo para brindar «por mis más malvados e implacables enemigos, contra los que llevo toda la vida combatiendo y que siempre me han derrotado, precisamente las mujeres», Andrei se rió aliviado junto a todos los demás y se echó al coleto la tercera copa. La esposa de Dollfuss, totalmente exangüe, hipaba y sollozaba, cubriéndose la boca con una servilleta.

Todos se emborracharon enseguida.

— ¡Sí, claro que sí! — se oía en el extremo más lejano de la mesa.

Chachua movía su enorme nariz sobre el espectacular escote de la esposa de Dollfuss, y hablaba sin hacer la menor pausa. La mujer suspiraba extenuada, lo apartaba con coquetería y recostaba su anchísima espalda sobre Otto, al que en dos ocasiones se le había caído el tenedor. Al lado de Andrei, Dollfuss había dejado en paz finalmente el alcantarillado y, presa de un entusiasmo inadecuado, contaba secretos de estado sin parar.

— ¡Autonomía! — tronaba, con voz amenazadora —. Es la clave para la au… auto… autonomía… ¡La clórela! ¿La Gran Obra? No me hagáis reír. ¿De qué puñeteros dirigibles están hablando? ¡Clórela!

— Consejero, consejero — Andrei intentaba hacerlo entrar en razón —. ¡Por Dios! ¡No hay necesidad de que se enteren todos! Mejor cuénteme cómo anda la construcción del edificio de los laboratorios…

Los criados retiraban la vajilla sucia y traían platos limpios. Los entrantes se terminaron, enseguida servían el boeufbourguignon.

— ¡Levanto mi pequeña copa…!

— ¡Sí, claro que sí!

— ¡Niño guarro! ¡Es imposible no amarlo! — Izya, deja en paz al coronel. Coronel, ¿quiere que me siente a su lado?

— Catorce metros cúbicos de clórela no significan nada. ¡Autonomía!

— ¿Whisky, consejero?

— Se lo agradezco, consejero.

En lo más ruidoso de la diversión, el rubicundo Parker apareció de pronto en el comedor.

— El señor presidente ruega que lo perdonen — comunicó —. Tiene una reunión urgente. Le manda un saludo cordial a la señora Voronin y al señor consejero, así como a todos sus invitados…

Obligaron a Parker a tomar un vaso de vodka, para lo cual hizo falta el más que insistente Chachua. Se brindó por el presidente y por el éxito de todas sus iniciativas. El nivel de voz bajó un poco, ya habían servido café con helado y licores. Otto Frijat, con ojos llorosos, se quejaba de sus fracasos sentimentales, mientras la esposa de Dollfuss le contaba a Chachua algo sobre su querida Konigsberg.

— ¡Claro que sí! — respondía éste, asintiendo con voz apasionada —. Lo recuerdo… El general Cherniajovski… Cinco días, arrasándolo todo a cañonazos…

Parker desapareció, afuera ya estaba oscuro. Dollfuss bebía una taza de café tras otra, y desplegaba ante Andrei proyectos fantasmagóricos de reconstrucción de los barrios septentrionales. El coronel le contaba un chiste a Izya.

— Lo condenaron a diez días por gamberrismo y a diez años de trabajos forzados por revelar secretos de estado.

— ¡Pero es un chiste viejo, Saint James, allá contaban eso de Jruschov! — respondía Izya mientras se reía, rugía y salpicaba de saliva a todos.

— ¡Otra vez la política! — se quejaba Selma, ofendida. Había logrado meterse entre Izya y el coronel, y el viejo militar le acariciaba paternalmente la rodilla.

De repente, la tristeza se apoderó de Andrei. Se excusó sin dirigirse a nadie, se levantó y, con las piernas entumecidas, se dirigió al estudio. Entró, se sentó en el antepecho de la ventana, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar el jardín.

Fuera reinaba la negra oscuridad, las ventanas del chalet vecino brillaban, iluminadas, más allá de las hojas negras de los arbustos de lilas. La noche era cálida, las luciérnagas se desplazaban por el césped.

«Y mañana, ¿qué? — pensó Andrei —. Me voy en esa expedición, exploro, traigo un montón de armas de allí, las limpio, las cuelgo… ¿y qué más?»

En el comedor seguían gritando.

— ¿Conoce éste, coronel? — se oía la voz de Izya —. El mando aliado promete veinte mil al que le traiga la cabeza de Chapaiev…

Y Andrei recordó al momento cómo terminaba el chiste.

— ¿Chapaiev? — preguntó el coronel —. Ah, el oficial de caballería ruso. Pero creo que más tarde lo fusilaron, ¿no?

— «Y por la mañana a Katia la despertó su mamá… — empezó a cantar Selma de repente con voz chillona —. Levántate ahora, Katia. Que los barcos no se irán…»

— «Yo te he traído flores… — la interrumpió el rugido de Chachua —. Ay, qué flores más bonitas… Pero tú no las has cogido… Dime por qué, por qué, por qué…»

Andrei cerró los ojos y de repente, con un agudo ataque de nostalgia, se acordó del tío Yura. Tampoco estaba allí Van… «¿Qué falta me hace ese idiota de Dollfuss?» Estaba rodeado de fantasmas.

En el sofá estaba Donald, con su sombrero tejano tan trajinado. Cruzaba una pierna sobre la otra y se agarraba la rodilla puntiaguda con los dedos de las manos, fuertemente entrelazadas. «Al marcharte, no te entristezcas, al venir no te alegres…» Y tras el escritorio se encontraba Kensi, en su viejo uniforme de policía, acodado allí, con la quijada reposando sobre el puño. Miraba a Andrei sin condenarlo, pero en aquella mirada tampoco había calidez. Y el tío Yura le palmeaba la espalda a Van, mientras le decía: «No importa, Vania, no te pongas triste, te haremos ministro, te moverás en limusina…». Y sintió un olor conocido, que le causaba una nostalgia insoportable, a tabaco negro, sudor saludable y aguardiente casero. Tomó aliento con dificultad, se frotó las mejillas entumecidas y volvió a contemplar el jardín.