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En el jardín se erguía el Edificio.

Estaba entre los árboles, de manera sólida y natural, como si siempre hubiera estado allí y tuviera la intención de seguir estando hasta el final de los tiempos, rojo, de ladrillos, con sus cuatro pisos, y como aquella vez las ventanas del piso de abajo tenían bajadas las persianas y la azotea estaba cubierta por planchas de metal galvanizado, una escalera de cuatro escalones de piedra llevaba a la puerta principal, y junto a la única chimenea se elevaba una extraña antena en forma de cruz. Pero entonces todas las ventanas estaban a oscuras, y en alguna del piso inferior no había persiana, los cristales estaban muy sucios, rajados, sustituidos a veces por torcidas chapas de madera, otros con franjas de papel pegadas en cruz. Y no se oía la música solemne y fúnebre; del Edificio, como una niebla invisible, brotaba un silencio pesado y algodonoso.

Sin meditar ni un segundo. Andrei pasó una pierna al otro lado de la ventana y saltó al jardín, a la hierba blanda y tupida. Se acercó al Edificio espantando las luciérnagas, metiéndose cada vez más profundo en aquel silencio muerto, sin apartar los ojos del conocido picaporte de latón en la puerta de roble, sólo que ahora el picaporte no brillaba y estaba cubierto de manchas verdosas.

Subió al descansillo y miró a su alrededor. Por las ventanas bien iluminadas del comedor se veían sombras humanas que daban saltos extraños y se contorsionaban, se oía débilmente música bailable, acompañada aún por el tintineo de cuchillos y tenedores. Rechazó todo aquello con un ademán, se volvió y agarró el picaporte húmedo. El recibidor estaba en semipenumbra, el aire era húmedo y estancado, el colgador sobresalía en un rincón, desnudo como un árbol seco y muerto. En las escaleras de mármol no había alfombra ni varillas metálicas, sólo quedaban allí los aros verdosos, antiguas colillas amarillentas y un poco de basura indefinida sobre los peldaños. Pisando con fuerza, sin oír nada que no fuera sus pasos y su respiración, subió lentamente al piso superior.

El hogar, donde no habían encendido fuego desde hacía tiempo, olía a chamusquina rancia y amoníaco; algo se revolvía allí de manera casi inaudible. El enorme salón estaba igual de frío y junto al suelo soplaba una corriente de aire, desde el techo invisible colgaban unos trapos negros y polvorientos, las huellas de humedad brillaban en las paredes de mármol, al lado de unas manchas oscuras, sospechosas y desagradables. El oro y la púrpura habían desaparecido y los bustos de yeso, mármol, bronce y oro lo miraban con sus ojos ciegos y luctuosos a través de jirones de telarañas. El parqué chirriaba bajo los pies y cedía a cada paso, en el suelo sucio se veían cuadrados de luz lunar y un pasillo, en el que Andrei nunca había estado antes, se perdía a lo lejos. Y de repente, una manada de ratas pasó corriendo entre sus pies y desapareció entre chillidos y empujones por el pasillo hasta desaparecer en la oscuridad.

«¿Dónde están todos ellos? — pensó Andrei mientras avanzaba por el pasillo —. ¿Qué les ha ocurrido? — pensó, mientras descendía a las entrañas silenciosas del Edificio por una escalera metálica que retumbaba —. ¿Cuándo habrá ocurrido?», pensó mientras pasaba de una habitación a otra, aplastando bajo los pies trozos de revoque, pedazos de vidrio y fango cubierto por pequeñas colinas de moho. Se percibía el olor dulzón de la descomposición, en algún lugar se oían caer gotas de agua, una tras otra, y en las paredes sin tapizar había enormes cuadros oscuros en los que no se podía distinguir nada.

«Aquí ahora, eso se quedará así para siempre — pensó Andrei —. Qué habré hecho yo, qué habremos hecho para que ahora este lugar se quede así por siempre. No volverá a cambiar de ubicación, permanecerá eternamente en este sitio, se pudrirá y se destruirá como cualquier casa vetusta y, finalmente, lo arrasarán con bolas de hierro, quemarán la basura y los ladrillos calcinados serán llevados al basurero. ¡No queda ni una voz! En general, ni un sonido, sólo las ratas desesperadas chillan por los rincones.»

Vio un enorme armario sueco con una puerta de persianas, y recordó que tenía un armario igual en su pequeña habitación, seis metros cuadrados con una ventana que daba a un patio interior, junto a la cocina. El armario estaba lleno de periódicos viejos, de carteles enrollados que su padre coleccionaba antes de la guerra, y de otros papeles inútiles… Y cuando la ratonera le destrozó el hocico a una enorme rata, el animal había logrado esconderse en aquel armario y durante mucho tiempo estuvo allí revolviéndose, y por las noches Andrei temía que le cayera en la cabeza. Una vez cogió unos binoculares, y desde lejos, desde el antepecho de la ventana, vigiló qué ocurría allí entre los papeles. Lo que vio (o lo que le pareció ver) eran unas orejas que asomaban, una cabecita gris y, en lugar del hocico, una burbuja enorme, brillante, como lacada. Fue tan horrible que huyó de un salto de su habitación y estuvo largo rato sentado sobre un cofre en el pasillo, sintiéndose débil y con ganas de vomitar. Estaba solo en el piso, no tenía que avergonzarse ante nadie, pero su terror lo avergonzaba y finalmente se levantó, fue al salón y puso «Río Rita» en el fonógrafo. Y a los pocos días, en su habitación pequeña apareció un olor nauseabundo y dulzón, exactamente igual que aquí.

En un salón abovedado, profundo como un pozo, encontró de modo inesperado un enorme órgano con su fila de tubos metálicos, muerto desde hacía tiempo, frío y mudo como un cementerio abandonado de música. Y junto al órgano, al lado del sillón del organista, yacía hecho un guiñapo un hombrecito, envuelto en una manta harapienta, y junto a su cabeza brillaba una botella vacía de vodka. Andrei se dio cuenta de que todo había terminado definitivamente y se apresuró en busca de la salida.

Al bajar a su jardín vio a Izya, que estaba muy borracho, y particularmente alborotado y desaliñado. Estaba de pie, balanceándose, con una mano apoyada en el tronco de un manzano, mirando el Edificio. Sus dientes, que asomaban en su sonrisa inmóvil, brillaban en la semipenumbra.

— Es todo — dijo Andrei —. El final.

— ¡El delirio de la conciencia perturbada! — masculló Izya, confuso.

— Sólo hay ratas — dijo Andrei —. Podredumbre.

— El delirio de la conciencia perturbada — repitió Izya y soltó una risita.

QUINTA PARTE

Solución de continuidad

UNO

Tras sobreponerse al espasmo, Andrei tragó la última cucharada de aquella pasta, apartó asqueado el plato de campaña y extendió el brazo en busca de la taza. El té estaba caliente aún. Andrei cogió la taza y se puso a beber a sorbitos, con la vista fija en la llamita de la lámpara de petróleo. El té estaba muy cargado, quizá demasiado, olía a hierbas y tenía otro sabor, quizá a causa de aquella agua asquerosa que habían recogido en el kilómetro ochocientos veinte, o porque Quejada hubiese decidido medicar a los jefes con aquella porquería contra la diarrea. O sencillamente, habrían lavado mal la taza, ese día la había sentido particularmente grasienta y pegajosa.

Abajo, tras la ventana, los soldados hacían sonar sus platos de campaña. El chistoso de Tevosian dijo algo sobre la Lagarta y los soldados soltaron la carcajada.

— ¿Vais a ocupar vuestro puesto o a meteros con una tía bajo la manta, gusanos? — les gritó de repente con su voz prusiana el sargento Fogel —. ¿Por qué andas descalzo? ¿Dónde están tus botas, troglodita? — Una voz sombría respondió que tenía los pies en carne viva, y en algunas partes se le veían los huesos —. ¡Callaos, vacas preñadas! ¡Poneos las botas, y corriendo a vuestro puesto! ¡De inmediato!

Con deleite, Andrei movía bajo la mesa los dedos de sus pies descalzos, que algo habían descansado sobre el parqué frío.