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«Oh, un cubo de agua fría… Para meter los pies…» Echó un vistazo a su taza. Estaba llena de té hasta la mitad y Andrei, mandándolo todo mentalmente al infierno, se lo bebió de un tirón en tres tragos ansiosos. Algo comenzó a rugir en sus tripas. Durante unos momentos Andrei, con cierta alarma, prestó oídos a lo que allí ocurría. Después puso a un lado la taza, se secó los labios con el dorso de la mano y examinó la caja metálica con documentos. Debía revisar los informes del día anterior.

«No tengo ganas. Ya tendré tiempo. Ahora quisiera recostarme, estirarme a todo lo largo, taparme con la chaqueta y cerrar los ojos unos seiscientos minutos…»

De repente, al otro lado de la ventana comenzó a traquetear con pasión el motor del tractor. Los restos de cristales en las ventanas temblaron, un trozo de revoque cayó del techo, casi sobre la lámpara. La taza vacía comenzó a dar saltitos y se desplazó hasta el borde de la mesa, Andrei, con el rostro torcido, se levantó, caminó descalzo hasta la ventana y echó un vistazo.

Recibió en el rostro el aire caliente de la calle que todavía no había tenido tiempo de enfriarse, el humo corrosivo de los tubos de escape, el hedor nauseabundo del aceite recalentado. A la luz polvorienta de un reflector portátil, un grupo de hombres barbudos, sentados sobre el pavimento, hurgaban con sus cucharas, sin mucho entusiasmo, en sus platos y ollas de campaña. Estaban descalzos, y casi todos iban desnudos hasta la cintura. Los torsos blancos y brillantes resplandecían, los rostros parecían negros, al igual que las manos, como si todos llevaran guantes. Andrei se dio cuenta repentinamente de que no conocía a ninguno de ellos. Una manada de simios desconocidos… El sargento Fogel entró en el círculo de luz con una enorme tetera en las manos, y los monos comenzaron a agitarse, a moverse, a estirarse… Tendieron sus tazas hacia la tetera, que el sargento apartaba con la mano libre mientras gritaba algo que casi no se oía debido al ruido de los motores.

Andrei volvió a la mesa, retiró de un tirón la tapa de la caja y sacó el libro de bitácora y los informes del día anterior. Desde el techo cayó otro trozo de yeso sobre la mesa. Andrei miró hacia arriba. La habitación tenía un puntal muy alto, más de cuatro metros, casi cinco. Las molduras del techo se habían caído en algunos sitios, y se veían unas tablillas que por alguna razón le hicieron recordar las deliciosas empanadillas de mermelada, que se servían con enormes cantidades de un té magnífico, bien preparado, en finos vasos de vidrio. Con limón. Sintió deseos de tener en las manos un vaso limpio, ir a la cocina y servirse toda el agua fría y cristalina que quisiera…

Andrei hizo un movimiento con la cabeza, se levantó y atravesó el recinto en diagonal, en dirección a una enorme vitrina. No tenía cristales en las puertas, ni libros, sólo quedaban las baldas vacías, cubiertas de polvo. Andrei ya lo sabía, pero de todos modos la revisó, metiendo la mano en los rincones oscuros.

Había que decir que la habitación se conservaba en bastante buen estado. Tenía dos butacones muy decentes, y uno más con el asiento destrozado, que alguna vez había sido muy caro, forrado de piel repujada. Pegadas a la pared frente a la ventana había varias sillas, y en el medio de la habitación destacaba una mesita de centro, con un búcaro de cristal que contenía alguna porquería ya seca. El papel pintado se había separado de las paredes, en algunos sitios estaba desprendido del todo: el parqué, reseco, se veía abombado, pero de todos modos la habitación se encontraba en un estado totalmente aceptable. Había vivido gente allí no hacía mucho, diez años antes a lo sumo.

Por primera vez, después del kilómetro quinientos, Andrei se tropezaba con una casa en buen estado de conservación. Tras muchos kilómetros de manzanas calcinadas hasta los cimientos, convertidas en un desierto carbonizado; tras muchos kilómetros de ruinas, cubiertas de arbustos espinosos, entre las que sobresalían absurdos cajones de varios pisos, que mucho tiempo atrás habían perdido el techo; tras muchos kilómetros de tierras baldías, donde asomaban paredes sin techo, donde se podía divisar toda la meseta, desde la Pared Amarilla al este hasta el borde del precipicio por el oeste, después de todo aquello aquí volvían a aparecer manzanas casi enteras, un camino adoquinado y quizá pudieran encontrar a algunas personas. Por si acaso, el coronel había dado la orden de redoblar las guardias.

¿Qué tal le iba al coronel? Los últimos días, el anciano se había resentido. Por cierto, como todos los demás. En ese preciso momento venía muy bien pasar la noche bajo techo y no bajo el cielo desnudo. Si hallaban agua en aquel lugar podrían detenerse durante varios días. Pero, al parecer, allí no había agua. Al menos, Izya decía que no tenía sentido confiar en que allí encontrarían agua. En toda aquella manada, los únicos que sabían algo eran Izya y el coronel…

El ruido de los motores casi no le dejó oír que llamaban a la puerta. Andrei volvió presuroso a su asiento, se echó la chaqueta por encima de los hombros y abrió el libro de bitácora.

— ¡Pase! — gritó.

Se trataba de Dagan, un hombre enjuto, viejo, casi de la edad de su coronel, bien afeitado, correctamente vestido, con todos los botones abrochados.

— ¿Me permite recoger, sir? — gritó.

«Dios mío — pensó Andrei mientras asentía —, cuánto hay que esforzarse para seguir manteniendo así la compostura en este desastre… Y no es un oficial, ni siquiera un sargento, sólo es un ordenanza. Un lacayo.»

— ¿Cómo está el coronel? — preguntó Andrei.

— ¿Perdón, sir? — Dagan se quedó inmóvil con los platos sucios en las manos, después de volver hacia Andrei una oreja larga, descarnada.

— ¡¿Que cómo se siente el coronel?! — gritó Andrei, y en ese mismo momento cesó el ruido del motor al otro lado de la ventana.

— ¡El coronel está tomando el té! — gritó Dagan en el silencio reciente, y al momento añadió, bajando la voz —. Perdón, sir. El coronel se siente bien. Ha cenado y ahora toma el té.

Andrei asintió, distraído, y pasó varias páginas del libro de bitácora.

— ¿Desea algo más, sir? — inquirió Dagan.

— No, gracias.

Cuando el ordenanza salió. Andrei buscó los informes del día anterior. Ese día no había registrado nada en el libro. La diarrea lo martirizaba tanto que apenas había logrado permanecer sentado hasta que finalizó el informe vespertino, y después se había pasado la mitad de la noche agachado en medio del camino, con el trasero desnudo apuntando hacia el campamento, escudriñando con ojos y oídos la penumbra nocturna, con la pistola en una mano y la linterna en la otra.

«Día 28.°», escribió en una página nueva y lo subrayó con dos gruesos trazos. A continuación, tomó el informe de Quejada.

«Se han recorrido 28 kilómetros — escribió —. La altura del sol es de 63° 51 13" (kilómetro 979). Temperatura media: a la sombra, +23 °C, al sol. +31 °C. Viento: 2,5 metros/segundo, humedad de 0,42. Gravitación: 0,998. Se realizaron perforaciones en los kilómetros 979, 981 y 986. No hay agua. El consumo de combustible fue de…»

Cogió el informe de Ellizauer, lleno de huellas de dedos sucios, y estuvo un rato desentrañando aquella letra intrincada.

«El consumo de combustible ha superado la norma en un 32 %. Reservas al concluir el día 28°: 3200 kilogramos. Estado de los motores: n°1, satisfactorio. n° 2, bujías gastadas y problemas en los pistones…»

Andrei no fue capaz de descifrar lo ocurrido con los pistones, a pesar de que había puesto la hoja de papel casi junto a la llama de la lámpara.

«Estado del personal. Estado físico: casi todos tienen ampollas en los pies, no cesa la diarrea generalizada, el sarpullido que tienen Permiak y Palotti en los hombros ha empeorado. No ha ocurrido nada importante. En dos ocasiones se detectaron lobos tiburones, que fueron espantados a tiros. Se dispararon doce cartuchos. El consumo de agua fue de 40 litros. Reservas al concluir el 28° día: 730 normas diarias…»