Al otro lado de la ventana, la Lagarta soltó un grito penetrante y se oyó la carcajada de varias gargantas dañadas por los cigarrillos. Andrei levantó la cabeza y escuchó con atención.
«Qué demonios — pensó —. Quizá no ha venido mal que se nos pegara. Al menos, es una diversión para los hombres… Pero en los últimos tiempos han comenzado a pelearse por ella.»
De nuevo, llamaron a la puerta.
— Pase — dijo Andrei, molesto.
Hizo su entrada el sargento Fogel, enorme, rubicundo, con grandes manchas de sudor que se extendían a partir de las axilas de su guerrera.
— ¡El sargento Fogel pide autorización para dirigirse al señor consejero! — gritó, con las manos pegadas a los muslos y los codos hacia fuera.
— Hable, sargento.
— Pido autorización para hablarle confidencialmente — añadió, bajando la voz y mirando hacia la ventana.
«Esto es algo nuevo», pensó Andrei con cierta sensación de desagrado.
— Pase, siéntese.
El sargento se aproximó al escritorio de puntillas, se sentó al borde del butacón y se inclinó hacia Andrei.
— La gente no quiere seguir adelante — pronunció a media voz.
Andrei se recostó en el asiento. «Era eso. Hasta dónde hemos llegado… Qué maravilla… Enhorabuena, señor consejero.»
— ¿Qué significa eso de que no quieren? — dijo —. ¿Alguien se lo ha pedido?
— Están extenuados, señor consejero — dijo Fogel, en confianza —. Se ha terminado el tabaco, las diarreas los han agotado. Y lo principal es que tienen miedo. Están aterrorizados, señor consejero.
Andrei lo miró en silencio. Había que hacer algo. Con urgencia. De inmediato, pero no sabía qué.
— Llevamos once días atravesando un lugar desierto, señor consejero — prosiguió Fogel, casi en un susurro —. El señor consejero recuerda que nos advirtieron que pasaríamos trece días sin encontrar a nadie y después sería nuestro fin. Quedan sólo dos días, señor consejero.
— Sargento — dijo Andrei y se humedeció los labios —. Qué vergüenza. Un guerrero veterano que cree en chismes de cotorras. ¡No esperaba eso de usted!
— De ninguna manera, señor consejero. — Fogel sonrió torcidamente, desplazando su enorme mandíbula inferior —. Yo no tengo miedo. Si tuviera allí — dijo señalando con un dedo grande y torcido hacia la ventana — nada más que alemanes, o aunque fuera japoneses, de eso no se hubiera dicho ni una palabra. Pero lo que tengo es una piara. Italianos, Armenios, vaya usted a saber…
— ¡Silencio, sargento! — dijo Andrei, levantando la voz —. Qué vergüenza. ¡Desconoce el reglamento! ¿Por qué no informa según lo establecido? ¿Qué relajamiento es ése, sargento? ¡Levántese! — Fogel se levantó con dificultad y asumió la posición de firme. Andrei esperó unos momentos y ordenó —: Siéntese.
Fogel volvió a sentarse, también con dificultad, durante un tiempo ninguno de los dos habló.
— ¿Por qué se dirige a mí, y no al coronel? — Perdón, señor consejero. Me dirigí al señor coronel ayer.
— ¿Y qué?
Fogel titubeó y apartó la mirada.
— El señor coronel no quiso tomar en cuenta mi información, señor consejero.
— ¡Ahí lo tiene! — Andrei soltó una risita burlona —. ¿Qué clase de sargento es usted si no puede controlar a su gente? ¡Tienen miedo, qué cosa! Mocosos… ¡Deberían tenerle miedo a usted, sargento! — gritó —. ¡A usted! ¡Y no a ese decimotercer día!
— Si fueran alemanes… — insistió Fogel, sombrío.
— ¿Qué es esto? — preguntó Andrei, como entrando en confianza —. Yo, el jefe de la expedición, ¿tengo que enseñarle, como si se tratara de un novato, lo que hay que hacer cuando los subordinados se amotinan? ¡Qué vergüenza, Fogel! Si no lo sabe, lea el reglamento. Por lo que tengo entendido, ahí se prevén situaciones como ésta.
Fogel volvió a sonreír torcidamente, desplazando la mandíbula inferior. Al parecer, el reglamento no preveía esas situaciones.
— Tenía mejor opinión de usted, Fogel — dijo Andrei con brusquedad —. ¡Mucho mejor! Tenga en cuenta, y no lo olvide, que a nadie le interesa si su gente quiere seguir adelante o no. Todos quisiéramos estar ahora sentados en casa, en lugar de avanzar por este infierno. Todos queremos beber, todos estamos extenuados. Pero todos cumplen con su deber sin dejarse influir por eso, Fogel. ¿Está claro?
— A la orden, señor consejero — masculló Fogel —. Permiso para retirarme.
— Está libre.
El sargento desapareció, pisoteando implacable el parqué reseco con sus enormes botas.
Andrei se quitó la chaqueta y se acercó de nuevo a la ventana. Al parecer, el público se había tranquilizado. Dentro del círculo de luz se erguía el larguísimo Ellizauer, que se inclinaba sobre un papel, probablemente un mapa, sostenido delante de él por el corpulento Quejada. Junto a ellos, saliendo de la oscuridad, pasó un soldado que desapareció en la casa. Iba descalzo, medio desnudo, despeinado, con el fusil automático agarrado por la correa.
— ¡Oye, narizón! — dijo una voz desde la oscuridad —. ¡Tevosian!
— ¿Qué quieres? — le respondieron desde un grupo a oscuras, donde los extremos de los cigarrillos encendidos se movían como luciérnagas.
— ¡Apunta los faros hacia acá! ¡No se ve nada!
— ¿Para qué? ¿No puedes hacerlo a oscuras?
— Se han cagado por todas partes… no sé dónde pisar…
— El centinela tiene prohibido desplazarse — le respondió otra voz del grupo —. Suéltalo ahí mismo.
— ¡Por Dios, alumbrad en esta dirección! ¿Es que no podéis levantar el trasero?
El larguirucho Ellizauer se enderezó y en dos pasos llegó junto al tractor. Apuntó el reflector a lo largo de la calle. Andrei vio al centinela. Aguantándose los pantalones bajados, el soldado daba pasitos inseguros, con las piernas flexionadas, al lado de la enorme estatua de metal que algún excéntrico había logrado erigir directamente en medio de la acera, junto al cruce. La estatua representaba a un individuo bajo y corpulento de cabeza afeitada, que vestía algo así como una toga, y tenía una desagradable cara de sapo. A la luz del reflector, parecía de color negro. La mano izquierda señalaba hacia el cielo, mientras la derecha, con los dedos bien separados, se extendía sobre la tierra. De esa mano colgaba ahora un fusil automático.
— ¡Listo, muchas gracias! — gritó alegre el centinela y se agachó —. Pueden apagar la luz.
— ¡Vamos, trabaja! — lo alentaron desde el grupo —. Te cubriremos, en caso de que pase algo.
— ¡Muchachos, quitad la luz! — rogó el caprichoso centinela. — No la quite, señor ingeniero — aconsejaron desde el grupo —. Está bromeando. Además, iría contra el reglamento.
Pero Ellizauer apagó la luz de todos modos. Se oían las risas del grupo. Después comenzaron a silbar a dúo una marcha militar.
«Todo sigue igual — pensó Andrei —. Incluso hoy parecen estar más divertidos de lo habitual. No oí bromas ayer, y tampoco anteayer. ¿Serán los edificios? Sí, podría ser. Era puro desierto, y ahora, a pesar de todo, son casas de vivienda. Al menos se puede dormir en paz, los lobos no molestarán… Pero Fogel no es de los que difunden el pánico. No, no es de ésos. — De repente, Andrei se imaginó el día siguiente, cuando diera la orden de comenzar la marcha y ellos se amontonarían, apuntando con los fusiles y diciendo: «¡No seguimos!» —. ¿Quizá están contentos por eso ahora, porque se han puesto de acuerdo, porque han decidido emprender el regreso al día siguiente? («¿Y qué puede hacernos ese burócrata de mierda?») Y ahora les da absolutamente lo mismo… Y el canalla de Quejada está con ellos. Lleva varios días quejándose de que no tiene sentido continuar adelante… en las reuniones vespertinas me mira de reojo… Se sentirá encantado si me presento de vuelta ante Geiger con las manos vacías. — Un escalofrío le hizo sacudir los hombros —. Tú mismo tienes la culpa, baboso, les has dado demasiada cuerda, demócrata de mierda, tú, amante del pueblo… Debí haber hecho que fusilaran a Chñoupek en aquella ocasión, el muy canalla, y acogotar enseguida a toda aquella banda. ¡Qué derechitos andarían ahora! ¡Y tuve una excelente oportunidad! Violación colectiva, a lo salvaje, de una nativa, de una nativa menor de edad… Y cómo se burlaba el degenerado de Chñoupek, cínico, saciado, asqueroso, cuando yo les gritaba. Y cómo todos palidecieron cuando saqué la pistola… «¡Ay, coronel, coronel! ¡Es usted un liberal y no un jefe de tropa!» «¿Para qué fusilarlos ahora, consejero? Existen otros métodos de castigo…» No, coronel, está claro que no hay otros métodos que sirvan para castigar a los que son como Chñoupek. Y después de aquello, todo se torció. La chica se pegó al destacamento, y para mi vergüenza no me di cuenta de ello a tiempo (¿debido al asombro, o a qué?), y más tarde comenzaron las peleas, las disputas… Debí haber aprovechado la primera pelea para fusilar a uno de ellos, azotar a la chica y echarla del campamento. Pero… ¿echarla, adonde? Ya estábamos en las casas quemadas, faltaba el agua, habían aparecido los lobos…»