— Le pido mil perdones, señor coronel — objetaba Dagan con respeto —. Podemos acudir a los diarios del señor coronel.
— ¡No necesito ningún diario, Dagan! Ocúpese de su pistola. Además, me ofreció leerme algo antes de dormir.
Andrei salió al descansillo de la escalera y chocó con Ellizauer como quien choca con un poste telegráfico. El hombre fumaba, encorvado, con el trasero recostado en los pasamanos metálicos.
— ¿El último antes de dormir? — preguntó Andrei.
— Exactamente, señor consejero. Enseguida me voy a dormir.
— Vaya, vaya — le dijo Andrei, siguiendo de largo —. Cómo se dice: más se duerme, menos se peca.
Ellizauer soltó una risita respetuosa.
«Qué tío más alto — pensó Andrei —. Si en tres días no logras terminar la reparación, yo mismo te unciré al remolque.»
Los expedicionarios de grado inferior ocupaban el piso de abajo (aunque subían a los de arriba para hacer sus necesidades). Allí no se oía ninguna conversación: al parecer todos, o casi todos, dormían ya. A través de las puertas de los pisos, abiertas de par en par para que hubiera corriente de aire, se escuchaban ronquidos, chasquidos, balbuceos y toses de fumadores.
Andrei metió la cabeza primero en el piso de la izquierda. Allí dormían los soldados. Salía luz de un pequeño cubículo sin ventanas. El sargento Fogel, en calzoncillos y con la gorra echada hacia atrás, estaba sentado delante de una mesita, rellenando un formulario. Según las reglas militares, la puerta del cubículo estaba abierta de par en par, de manera que nadie pudiera entrar o salir sin ser notado. Al oír los pasos, el sargento levantó rápidamente la cabeza y miró con atención, cubriendo con la mano la luz de la lámpara para que no le diera en el rostro.
— Soy yo, Fogel — dijo Andrei en voz baja, y entró.
Al instante, el sargento le trajo una silla. Andrei se sentó a horcajadas y miró a su alrededor. Con los militares, todo estaba en orden. Allí estaban los tres bidones con el agua potable. Las cajas de latas de conservas y las galletas para el desayuno del día siguiente también estaban allí. Y la caja con el tabaco. La pistola del sargento, limpia y brillante, reposaba sobre la mesa. En el cubículo el aire era pesado, masculino, de campaña. Andrei se agarró al respaldo de la silla.
— ¿Qué hay mañana para el desayuno, sargento? — preguntó.
— Lo de siempre, señor consejero — respondió Fogel con asombro.
— Trate de inventar algo nuevo, que no sea lo de siempre — dijo Andrei —. No sé, digamos que gachas de arroz con azúcar… ¿Quedan frutas en conserva?
— Sí, podría ser gachas de arroz con ciruelas pasas — propuso el sargento.
— Que sea con ciruelas pasas… Por la mañana, deles doble ración de agua. Y media tableta de chocolate… ¿Aún tenemos chocolate?
— Queda un poquito — dijo el sargento, no muy satisfecho.
— Pues deles un poco… Los cigarrillos, ¿qué, es la última caja?
— Exactamente.
— Pues no podemos hacer nada. Mañana, como siempre, y a partir de pasado mañana, reduzca la cuota… Ah, se me olvidaba. Desde hoy, y hasta nuevo aviso, doble ración de agua para el coronel.
— Quisiera informarle… — comenzó el sargento.
— Lo sé — lo interrumpió Andrei —. Diga que es por orden mía.
— A la orden… Como mande el señor consejero. ¡Anástasis! ¿Adonde vas?
Andrei se volvió. En el pasillo, balanceándose sobre unas piernas vacilantes y con la mano apoyada en la pared, estaba un soldado medio dormido, en calzoncillos y con botas.
— Perdone, señor sargento… — balbuceó. Era obvio que no se daba cuenta de nada. Al instante, pegó las manos a los lados de las piernas —. ¡Permiso para ir al retrete, señor sargento!
— ¿Le hace falta papel?
— De ninguna manera. — El soldado hizo un sonido con los labios y arrugó la cara —. Tengo… — Mostró una hoja arrugada que llevaba en la mano, seguramente de los archivos de Izya —. Permiso para retirarme.
— Vaya… Le pido mil perdones, señor consejero. Se pasan toda la noche yendo al retrete. Y a veces no llegan, se lo hacen encima. Antes, al menos el permanganato ayudaba un poco, pero ahora no hay nada que sirva… ¿Quiere el señor consejero revisar los puestos de guardia?
— No — dijo Andrei, poniéndose de pie.
— ¿Debo acompañarlo?
— No. Quédese aquí.
Andrei salió nuevamente al vestíbulo. Allí también había mucho calor, pero apestaba menos. Sin hacer el menor ruido, el Mudo apareció a su lado. Se oía al soldado Anástasis un piso más arriba, tropezando y mascullando algo entre dientes.
«No va a llegar al retrete, se lo hará en el suelo», comprendió Andrei con asco.
— Pues, nada — se dirigió al Mudo, hablando a media voz —. Veamos cómo viven los civiles.
Atravesó el vestíbulo y empujó la puerta del piso de enfrente. Allí también el aire olía a ejército en campaña, pero no existía el orden militar. La llamita de la lámpara del pasillo apenas iluminaba los instrumentos, tirados de cualquier manera en sus fundas de loneta, entremezclados con armas, mochilas sucias medio abiertas, tazas y platos de campaña abandonados junto a la ventana, Andrei tomó la lámpara, entró en la habitación más cercana y enseguida pisó un zapato.
Allí dormían los choferes, desnudos, sudados, desmadejados sobre una lona arrugada. Ni siquiera habían puesto sábanas. Aunque con toda seguridad las sábanas estarían más sucias que cualquier lona. De repente, uno de los choferes se movió, se sentó con los ojos cerrados y se rascó los hombros con furia.
— Vamos de cacería y no al baño… — balbuceó —. De cacería, ¿te das cuenta? El agua es amarilla. Bajo la nieve, amarilla, ¿entiendes? — Aún no había terminado de hablar cuando su cuerpo quedó fláccido y cayó de costado sobre la lona.
Andrei se cercioró de que los cuatro estaban allí, y siguió a la habitación de al lado. Ahí vivía la intelectualidad. Dormían en catres cubiertos con sábanas grises, sus sueños también eran inquietos, acompañados de ronquidos, gemidos y chirridos de dientes. Dos cartógrafos en una habitación, dos geólogos en la de al lado. En la habitación de los geólogos, Andrei detectó un olor dulzón, desconocido, y en ese momento recordó que corría un rumor según el cual los geólogos fumaban hachís. Dos días antes, el sargento Fogel le había quitado un cigarrillo de marihuana al soldado Tevosian, le había dado un bofetón y lo amenazó con dejarlo para siempre en el grupo de vanguardia. Y aunque el coronel reaccionó con humor ante aquel caso, a Andrei aquello no le gustó nada.
El resto de las habitaciones de aquel piso inmenso estaban vacías. Sólo en la cocina, envuelta hasta la cabeza en unos trapos, dormía la Lagarta; aquella noche la habían dejado extenuada con toda seguridad. De aquellos trapos sobresalían unas piernas escuálidas y desnudas, llenas de manchas y arañazos.
«Otra desgracia que ha caído sobre nosotros — pensó Andrei —. La reina de Shemaján. Zorra asquerosa, que se la lleve el diablo. Puta guarra…» ¿De dónde había salido? ¿Quién era? Balbuceaba confusamente en un idioma incomprensible… ¿Cómo era posible la existencia de un idioma incomprensible en la Ciudad? ¿Por qué razón? Izya la oyó y se quedó asombrado… Lagarta. Fue Izya quien le puso ese nombre. Dio en el blanco, era muy parecida. Lagarta.
Andrei regresó a la habitación de los choferes, levantó la lámpara por encima de su cabeza y, volviéndose hacia el Mudo, le señaló a Permiak. El Mudo se deslizó en silencio entre los que dormían, se inclinó sobre Permiak y lo levantó, poniendo las palmas de las manos sobre sus orejas. Después se irguió. Permiak estaba allí sentado, apoyándose en el suelo con una mano, mientras con la otra se secaba de los labios la saliva que se le había escapado mientras dormía.