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Cruzaron las miradas y Andrei señaló con la cabeza hacia el pasillo. Permiak se puso de pie enseguida, con agilidad y sin hacer ruido. Fueron a una habitación libre al final del piso. El Mudo cerró bien la puerta y recostó la espalda en ella. Andrei buscó dónde sentarse. La habitación estaba vacía y se sentó directamente en el suelo. Permiak se agachó frente a él. A la luz de la lámpara, el rostro del hombre, picado de viruelas, parecía sucio, sobre la frente le caía un mechón de cabellos enredados y a través de ellos se veía un tatuaje primitivo: esclavo de Jruschov.

— ¿Tienes sed? — preguntó Andrei, a media voz.

Permiak asintió. En su rostro apareció una familiar sonrisita lujuriosa. Andrei sacó del bolsillo trasero una cantimplora plana que contenía un poco de agua y se la tendió. Lo miró beber, a tragos cortos, avaros, respirando ruidosamente por la nariz, subiendo y bajando la peluda nuez. Enseguida la piel se le cubrió de gotitas de sudor.

— Está tibia… — dijo Permiak con voz ronca, mientras devolvía la cantimplora, ya vacía —. Ah, si estuviera fría, como la del grifo, que delicia.

— ¿Qué le pasa al motor? — preguntó Andrei, guardándose la cantimplora en el bolsillo.

— Una mierda ese motor. — Permiak, con los dedos muy separados, se quitó el sudor de la cara —. Lo hicieron en nuestro taller quién sabe cómo, no alcanzaba el tiempo. Es un milagro que haya aguantado hasta el día de hoy.

— ¿Se puede reparar?

— Sí, se puede. Costará dos o tres días, pero echará a andar. Aunque no por mucho tiempo. Avanzaremos unos doscientos kilómetros, y se quemará de nuevo. Una mierda ese motor.

— Está claro — dijo Andrei —. ¿Y no has visto al coreano Pak conversando con los soldados?

Con un gesto de aburrimiento, Permiak se desentendió de la pregunta. — Hoy — dijo a Andrei al oído pegándose mucho a él —, en la parada para comer, los soldados acordaron no seguir adelante.

— Eso ya lo sé — dijo Andrei, apretando los dientes de rabia —. Dime quién es el cabecilla.

— No he podido descubrirlo, jefe — respondió Permiak en un susurro sibilino —. El más charlatán es Tevosian, pero sólo es un hablador, y además, en los últimos días está colgado desde temprano.

— ¿Qué?

— Está colgado… Quiero decir, fuma y vuela alto… Nadie le presta atención. Pero no logro descubrir quién es el verdadero cabecilla.

— ¿Chñoupek?

— Vaya usted a saber. Quizá sea él. Lo respetan… Parece que los choferes están de acuerdo, quiero decir, en eso de no seguir adelante. El señor Ellizauer no sirve para nada, siempre se está riendo como un cretino, trata de quedar bien con todos, se ve que tiene miedo. Y yo. ¿qué puedo hacer? Me limito a azuzarlos, a decirles que no se puede confiar en los soldados, que odian a los choferes. Nosotros llevamos los vehículos, ellos van a pie. Ellos tienen sus raciones, y nosotros comemos con los científicos. ¿Por qué les íbamos a ser simpáticos? Antes eso funcionaba, pero ahora parece que no. ¿Qué es lo más importante? Pasado mañana es el decimotercer día…

— ¿Y qué hay de los científicos? — lo interrumpió Andrei.

— No sé nada de nada. Sueltan unos tacos horribles, pero no puedo entender de qué parte están. Todos los días se pelean con los soldados a causa de la Lagarta… ¿Y sabe qué dijo el señor Quejada? Que el coronel no durará mucho.

— ¿A quién se lo dijo?

— Creo que se lo dice a todo el mundo. Yo mismo oí cómo hablaba con sus geólogos, les aconsejaba que anduvieran siempre armados. Por si eso ocurría. ¿No tendrá un cigarrillo, Andrei Mijailovich?

— No. ¿Y qué me dice del sargento?

— No hay manera de entrarle. Intentas subírtele encima, y te hace bajar enseguida. Es una piedra. Será el primero que maten. Lo odian.

— Está bien — dijo Andrei —. De todos modos, ¿qué hay del coreano? ¿Agita a los soldados o no?

— Nunca lo he visto hacerlo. Siempre anda solo. Pero si quiere, puedo vigilarlo especialmente, pero creo que no vale la pena.

— Esto es lo que hay: mañana comienza una parada larga. En general, no hay nada que hacer. Sólo lo del tractor. Y los soldados descansarán y se pondrán a hablar. Tu misión, Permiak, es decirme quién es el cabecilla entre ellos. Es lo primero que tienes que hacer. Invéntate algo, tú sabes mejor que yo qué hay que hacer. — Se levantó y Permiak lo imitó —. ¿Es verdad que hoy has vomitado?

— Sí, me mareé… Ahora me siento mejor.

— ¿Necesitas algo?

— No, mejor no. Si hubiera tabaco…

— Está bien. Reparad el tractor y os daré un premio. Vete.

El Mudo se echó a un lado y Permiak se deslizó fuera de la habitación. Andrei caminó hacia la ventana y se apoyó en el antepecho, esperando los cinco minutos reglamentarios. El farol colgante oscilaba y sus destellos dejaban ver los chasis de los remolques del segundo tractor, y en las ventanas negras del edificio de enfrente brillaban restos de cristales. A la derecha el centinela, invisible en la oscuridad, caminaba de un lado a otro de la calle, haciendo sonar sus botas y silbando quedamente una melodía triste.

«No importa — pensó Andrei —, saldremos de ésta. Habrá que descubrir al cabecilla.» De nuevo imaginó cómo el sargento, a una orden suya, hacía formar a los soldados desarmados en una larga fila, y cómo él, Andrei, el jefe de la expedición, con la pistola en la mano, apuntando hacia abajo, caminaba lentamente a lo largo de la fila, examinando detenidamente aquellas caras sin afeitar, cómo se detenía ante el rostro repulsivo y enrojecido de Chñoupek y le pegaba un tiro en el estómago, otro tiro más… Sin juicio. Y eso mismo le pasaría a todo canalla, a todo cobarde, que osara…

«Pero, al parecer, el señor Pak no está absolutamente involucrado en nada — pensó —. Y gracias. Bueno, mañana todavía no pasará nada. En tres días no pasará nada, y ese tiempo es suficiente para poder meditar sobre muchas cosas. Por ejemplo, se podría encontrar un buen manantial unos cien kilómetros más adelante. Al agua seguro que irían galopando, como caballos. Qué calor hace aquí. Sólo hemos parado una noche, y ya todo huele a mierda. Y, en general, el tiempo trabaja a favor de los jefes y contra los amotinados. Siempre ha sido así, en todas partes. Hoy se han puesto de acuerdo para no seguir adelante. Mañana se levantarán enfurecidos, y les hemos organizado una parada larga. Entonces no es necesario seguir adelante, muchachos, se han molestado por gusto. Y de repente, le dan a uno gachas con ciruelas pasas, dos tazas de té y chocolate… ¡Ahí lo tiene, señor Chñoupek! Ya te atraparé, sólo necesito tiempo… Ay, qué ganas de dormir. Y de tomar un poco de agua. Pero, digamos, señor consejero, olvídate del agua. Duerme, eso es lo que necesitas. Mañana, tan pronto amanezca… Fritz, tírate por un barranco con tus ansias de expansión. Ahí lo tienes, el emperador de la gran mierda…»

— Vamos — le dijo al Mudo.

Sentado tras el escritorio, Izya seguía revisando sus papeles. Había adquirido otro mal hábito: morderse la barba. Agarraba un puñado de pelos, se los metía en la boca y comenzaba a roer. Qué espantapájaros… Andrei caminó hasta el catre y se dedicó a tender la sábana, que se le pegaba a las manos como un mantel de hule.

— Esto es lo que tenemos — dijo Izya de repente, volviéndose hacia él —. Aquí vivían bajo el gobierno de El Más Querido y Sencillo. Fíjate, todo con mayúsculas. Vivían bien, no carecían de nada. Más tarde, el clima comenzó a cambiar, hubo un gran enfriamiento. Y después ocurrió algo y todos perecieron. Encontré un diario. Su dueño se atrincheró en el piso y murió de hambre. Más exactamente, no murió, se colgó, pero lo hizo a causa del hambre, se volvió loco. Todo comenzó cuando aparecieron unos rizos en la calle…